viernes, 23 de diciembre de 2016

EL GAROÉ (Cuento de Navidad)

                             



                             EL GAROÉ

Se enciende la cara del viejo en rojo y verde intermitente, las arrugas parecen que bailen según el color eléctrico que toque.
—¿Por qué no te gusta el árbol, yayo?
     María mira su reflejo  en las bolas de cristal moteadas de copos de nieve. El círculo deforma su moflete rosado, huye su frente, vuelve ahora la carita completa y abombada.
         Una esfera cae al suelo y se rompe en  pedazos.
     —Demonio de chiquilla. Anda… quita, no te vayas a cortar, alcánzame el recogedor antes de que se entere tu madre
     —¿Cómo es que no  te gusta? —insiste  María
     —Prefiero el árbol del Garoé.
     El abuelo espera que  su niña ponga los ojos de escuchar historias.
     —¿Es más  bonito que el nuestro?
     Hace una pausa, el abuelo sabe mimar un silencio como nadie.
     —Mucho más bonito, ¡dónde va a parar!
     —¿A dónde va a parar?
     —Solo es una expresión, María —al ver que la nieta no entendía, lo explicó de otro modo —es una forma de hablar, pero bueno… ¿no querías que te contara una historia?
     —Sí sí...
     —Pues resulta que el padre de mi padre del padre de mi padre...
     El anciano ondula la mano de contar historias, árboles y siglos. Vuela el gesto sobre la vertiente que recibe el viento que sopla sobre el Garoé. Las ramas del árbol beben el agua prestada por la niebla, el monte se cubre de gasas blancas y todo parece un misterio.
     —Había una vez un lugar con muchos árboles en un monte lleno de niebla. La niebla es una nube llena de agua que toca el suelo.
     —Ya lo sé, yayo —María pone la cara de saberlo, como si toda la vida hubiera vivido entre brumas y no a la orilla de una playa.
     El árbol mayor de todos se llamaba Garoé, y  bajo las raíces del Garoé una pequeña laguna del agua más dulce del mundo, tan dulce tan dulce como mi niña, tan dulce que ni te imaginas lo dulce que era, dulce consuelo que apagaba la sed de todos los habitantes del lugar y saciaba hasta el hambre y daba fuerzas para luchar contra los invasores que querían conquistar   la isla del Hierro.
     —¿Cómo eran los invasores esos?
     —Soldados, hombres con trajes de hierro y lanzas tan largas que dos metros antes de llegar al corazón de los herreños ya estaban muertos y ensartados. Llegaron a nuestra isla  en barcos de velas desde muy lejos, mucho más lejos que la plaza donde juegas, mucho más lejos que la raya del horizonte de la playa donde te bañas. ¿Por qué cierras los ojos María?
     —Estoy pensando en  algo que esté muy lejos… ¿Y qué pasó después?
     —Pues que llegaron y dijeron aquí estamos, y esto es nuestro. Imagina que llega una niña que no conoces de otro pueblo del que no sabes ni el nombre, ni siquiera es tu amiga, y te dice que tu cuarto es su cuarto y tu casa la suya, y entra en ella , y tus juguetes y toda tu ropa son sus juguetes y su ropa ahora, y ni tu madre, ni tu padre, ni tus cosas son ya tuyas, sino de ella, porque paseando por tu calle, la suya ahora, las ha descubierto, así que tendrás que irte a otro sitio porque ya nada tienes.
     —Pues primero le diría que me diera mis cosas, y si no me las devuelve le daría de cachetadas a la chiquilla.
     Sonríe el abuelo y le cuenta,  mientras adornan el árbol  de plástico con adornos de plástico, como los  isleños se escondieron en el monte y resistieron durante largo tiempo reconfortados por el agua milagrosa del Garoé.
     —¿Para siempre?
     —No cariño,  para siempre no. Todo se acaba, como las bolas de cristal que rompes cada año. Pero los árboles del Garoè aún existen solo que ahora son arbustos  y las raíces de otros árboles extraños que han plantado se beben su agua y ya no lo llaman así,  sino Ocotea Foetens, si ya sé, no te gusta nada ese nombre, no arrugues la nariz.
     —Me gusta más Garoé.
     Y a mí también, María. Un día,   una tormenta muy fuerte, arrancó al árbol milagroso de su sitio y en su lugar han puesto un letrero de hierro que dice aquí estuvo el Garoé y así es como duran las cosas que no queremos olvidar.
     —Yo también voy a poner un letrero que ponga aquí estuvo la bola que rompí.
     Sonríe el viejo de la bata de franela de cuadros rojos y verdes que se apagan y se encienden y mira de reojo al muñeco relleno de algodón, Papá Noel lo llaman, que trepa por el balcón, parece una rana roja con un saco verde, o al revés.






Autora: Isabel Caballero