miércoles, 6 de diciembre de 2017

Payaso enamorado

                                                Imagen del pintor surrealista Marc Chagall






                          Payaso enamorado 



     

     Colgada de mi solapa una margarita amarilla suelta un chorro de agua cuando los niños se acercan a olerla. Un payaso malo malo.
     Ni siquiera estoy exento de limpiar la mierda de elefante aunque simule piruetas en la cuerda floja. Me visten con un frac de exagerados faldones y una capa como si fuera un señor que entra o sale de la ópera. Opepepepera. Hago como que tropiezo, pero no, pero sí, pero ¡ay! Trastabilleo tambaleante y, por fin, caigo. Todo el mundo ríe, ríe, ríe…
     Soy un payaso obligado de chiste y gracia; al que le toca subir a las alturas de la casita ígnea de papel y cera, allá arriba, rozando el techo de lona. Tengo miedo. Siempre tengo miedo, un día de estos seguro que me mato. Me intentan rescatar los enanos bomberos, sus mangueras no funcionan y en vez de agua sueltan confetis. Muuuuy divertido.
     El fuego crece, ya siento el calor. Me abraso.
    Ella, la soñada de mis sueños, ahora está en la primera fila mezclada de público, hace su parte del número en la que le toca temblar por mí, para que la gente, por empatía, la imite. Estrategia comercial. Se lleva las manos a la boca, exagera el gesto y cierra los ojos aunque hace trampa mirando entre los dedos. Parece una película muda de los años veinte, una película histriónica de amor.
     Soy un pobre imbécil enamorado de una paloma.
     En el circo también está mi Jefe, el Jefe Mayor de los payasos del circo, el mandamucho, el contratador que no paga mucho, el sabelotodo del cucurucho, el del gorro de cono estrellado y la cara blanca, un hada madrina desvirtuada. Me grita, azuza a la gente que corea el ¡tírate, tírate…! Y claro que me tiro al diminuto círculo de agua, no queda otra, si no me lanzo se incendia la casa conmigo dentro.
     Un calvario, aunque peor era cuando me dedicaba a inflar sopladeras para los niños en aquel parque donde la conocí. Una mujer con sus dos hijos arañaba el monedero y se quejaba por el precio de los dichosos globitos y yo hacía vulgares perros salchichas, ratones Mickeys Mouses y jirafas, muchas jirafas...,  entonces, cuando la vi desdibujada a través de la goma traslúcida, entre lo dedos me nacieron globos en forma de rododendros, endecasílabos, esternocleidomastoideos, boas con elefantes dentro y  elefantes con sombreros. Figuras absurdas y desesperadas.
     Se apagó el parque, los niños, mis zapatos grandes de colores. Todo menos sus ojos de ópalo y su boca de rosa.
     —Chico, ¿has trabajado alguna vez en el circo?
     Y aquí estoy en la cuerda floja con el corazón hecho añicos, porque ella, caprichosa, no se decide a quererme, me vuelve loco con su no/sí, es mi sino.
     Escucho el redoble del más difícil todavía y miro y admiro a mi amada volatinera cuando hace equilibrios sujeta del aire, sortea la vida justo por donde los pájaros tiemblan. A veces se digna echar un vistazo desde su altura a éste pobre payaso de nariz fluorescente que enciende y apaga a golpe de aplausos.
     Voluble al fin, la princesa ha elegido al trapecista, un chico guapo y fuerte a quien el público admira con el cuello en escorzo y un prolongado ¡Ohhhhhhhhh! o ¡Ahhhhhhh!, y yo un menguado idiota enamorado que quisiera ser tan alto como la luna, como la luna, como la luna.























domingo, 26 de noviembre de 2017

Loulita






                           LOULITA




     Suele ocurrir, sobre todo en noviembre, que los cachalotes, zifios, calderones y delfines se acercan a nuestras islas huyendo de las corrientes frías del norte. Tuvimos la fortuna de verlos en su ruta migratoria desde el balcón asomado al Atlántico del lugar donde nos alojábamos. Después bajamos al puerto a ver la llegada de las barcas. El agua bullía a pocas millas de la costa.
     — Solo es un banco de sardinas acorraladas por los delfines —apuntó mi marido y añadió, como si fuera un experto, que hoy estarían muy baratas.
     Era tanta la abundancia de peces que las barcas estaban pletóricas. 
     Al mediodía almorzamos en "Casa Lola". Su dueña, ¡cómo no!, nos obsequió con unas sardinas asadas, la acompañamos con un vino joven del lugar de sabor afrutado servido en pequeñas jarras de cristal heladas de la que enseguida dimos buena cuenta. Luego nos atendió su hija a la que bauticé Loulita porque una pareja de extranjeros, los únicos clientes del local además de nosotros, se despidieron de ella, con un “grasias Loulita, todo mucha rico”. 
     Loulita era una mujer joven, vestía de riguroso negro incluido el delantal de grandes bolsillos de dónde sacó un cuaderno de notas y lápiz que mojaba con la punta de su lengua antes de apuntar la comanda.
     — ¿Qué desean comer lo señores? —y se lanzó a recitar con voz monótona cien mil platillos diferentes; todos empezaban con un tenemos… 
     — ¿Qué es lo que huele tan bien? 
     — ¡Ah!, es una garbanzada para la familia, si quieren les pongo una tapa para que la prueben. 
     Dos rancheras mexicanas se repetían de manera alterna, una era la de “Adelita”, y la otra cantaba y contaba sobre una pena de amor y una ausencia, su estribillo entonaba un sentido “no tengo paz, ni puedo hacer la guerra”; el vocalista arrastraba hasta el infinito la e de la gueeeerra, daba ganas de llorar y pedir más vino, tan fresquito que entraba sin querer queriendo. 
     La madre y la hija se sentaron a dar cuenta de los garbanzos familiares en una mesa cercana a la entrada de la cocina. Sobre sus cabezas pendía un helecho gigante, parecía una espada frondosa de Damocles que en cualquier momento aplastaría a las dos Lolas. La madre, al terminar de comer, subió las escaleras esquivando las calabazas secas que adornaban los escalones,  un peldaño sí, un peldaño no; colgada de un clavo una ristra seca de pimientos, y de otro clavo, un collar de ajos. El verde de la pared y el naranja de las calabazas alegraban el comedor dándole un aire festivo y un tanto caduco, hasta el san Pancracio de una estantería con su vaso de perejil como ofrenda, parecía estar felizmente dispuesto a premiar los billetes de lotería que le encomendaban. 
     Loulita tomaba café echando un vistazo de vez en cuando a nuestra mesa por si necesitábamos algo. Sacó un sobre de su bolsillo gigante y leyó su contenido muy seria inclinada sobre el papel. 
     — Seguro que es una carta de su marido muerto en la guerra —comenté. 
     — ¿Pero qué guerra ni qué niños muertos, si aquí no hay guerras? No inventes, anda..., y además, ¿cómo va a recibir cartas del finado?, los muertos no escriben... le voy a decir que quite las puñeteras rancheras, me duele la cabeza. 
     — No, déjalo, igual se ofende, y la pobre está triste ¿no lo ves? 
     — No se puede estar triste con esas piernas que Dios le ha dado. 
     Del luto de la falda asomaba la insolencia de un muslo joven y por un momento sentí celos de Loulita. Enseguida irrumpieron en el comedor dos niñas con uniforme escolar de mano de su padre. 
     — Mira, ahí tienes al fallecido —señaló mi marido con sorna. 
     El difunto besó a la viuda quien apartó la cara esgrimiendo en el aire lo que por lo visto era una cuenta impagada. 
     Mi marido pidió más vino y un postre casero endulzado con "guarapo", el jugo de la palmera canaria. Dejó una buena propina sobre el platillo de la mesa y alabó la comida. 
     —Todo muy rico, sin embargo, tengo dos observaciones que hacer: no me gustan las rancheras, y usted, Loulita, no tiene piernas de viuda. 
     De la boca de una de las niñas escapó la risa porque lo recitó con el tono solemne que presta el vino a la voz, de manera algo teatral, de pie, una mano en el pecho y la otra extendida. Yo sabía que lo hacía para hacerme sonreír porque esa mañana los delfines y calderones habían bailado delante de nuestros ojos, y sobre todo porque, por un día al menos, olvidamos nuestras diferencias, lo realista y serio que es él, la soñadora que habita en mí. 




lunes, 20 de noviembre de 2017

Los viajes de Alicia


                                                       


                          Los viajes de Alicia

     Al principio, cuando empecé a crecer, nadie le dio importancia. Mi madre decía que era normal después de unas fiebres dar el estirón, así que me bajó el vuelto de las faldas pero al poco tiempo tuvo que comprarme ropa nueva; pronto volvió a quedarme todo pequeño. El doctor dijo que era una muchacha demasiado alta para mi edad, por supuesto no creyó que hubiera crecido tanto en tan pocas semanas, creía que mi madre exageraba. En posteriores visitas y después de innumerables pruebas dictaminó gigantismo. 
     Mamá seguía pensando que era una chica esbelta sin el muy. Pasaba las hojas de las revistas de moda mojando el dedo índice, un gesto que nunca he soportado, daba pequeños golpecitos sobre las modelos diciendo: —¿Ves?, ¿las ves? ¡Son todas taaan elegantes! —y añadía ilusionada un ¡hija, imagínate recorriendo las pasarelas del mundo entero!
     —No me gusta nada viajar. 
     —¡Bah! Tonterías, solo tienes que ponerte derecha y aprender a dar un paso detrás de otro sin mover las caderas. 
     Se negó a que me hicieran más exámenes, como si inclinarme para no tropezar con los vanos de las puertas fuera normal. Cuando mi cabeza casi rozó el techo intentó apuntarme en algún equipo de baloncesto. 
     —Pero si yo no sé jugar. 
     —Ya aprenderás cielo. 
     Mis amigas me visitaban a menudo, después se espaciaron sus visitas hasta que dejaron de venir. Me sentía sola. 
     Mamá colocó espejos en mi cuarto seguro que con la misma generosa intención que para con su amado periquito solitario. El pobre se cortejaba a sí mismo, regurgitaba la comida en un intento vano de agasajar a su reflejo. Un día amaneció muerto en su jaula, el veterinario diagnosticó irritación del buche. 
     Yo seguía creciendo a velocidad vertiginosa, me dolían las articulaciones como si estuvieran tironeando de mí todo el rato. Pronto se vio que era imposible que la casa me contuviera, nos mudamos a la finca donde se hicieron obras para que me sintiera más a mis anchas. ampliaron los techos con claraboyas descapotables por si me apetecía estirarme y echar un vistazo fuera. Desde mi almena oteaba los pueblos vecinos, la ciudad donde vivíamos antes y un poquito del país de al lado cuando las nubes me dejaban verlo. Empezaba a disfrutar. 
     —Podrías hacerte meteoróloga y predecir el tiempo —insistía mi madre. 
     Ya no le contesto nunca, ahora sueño y viajo, viajo y sueño. 
     Cuando estoy arriba, en lo alto, por encima del mundo, se expande la bóveda del cielo, las galaxias, los infinitos caminos celestes. Rara vez aterrizo, ni siquiera cuando mi madre me grita desde abajo con las manos ahuecadas sobre su boca: —¡Eh nena, baja a merendar! 










sábado, 11 de noviembre de 2017

Encaje verde en la mirada





                       Encaje verde en la mirada




     Con la hiedra enredada en la sien desciende la destartalada escalera que baja a la playa, de sus ojos penden los verdes ensueños de su lejana infancia. Cuando intenta una frase se traban los recuerdos en la punta de su lengua, tropieza con los labios, burbujean un momento y luego se apagan de repente. 
     Se podía sentir, sin embargo, la magia en su mirada. Es una catarata, un torrente de agua, un velero en alta mar, una alondra, una niña jugando a la pata coja, cien globos elevándose en  el cielo. A veces es consciente de que tan solo estaba alucinando, pero se vuelve a olvidar enseguida y remonta el vuelo.
     La bruma desdibuja su perfil y el rumor del Atlántico apaga su quedo acento rizado de "lerenes", entona como una salmodia lo del cochecito lerén, me dijo anoche lerén, que si quería lerén, montar en coche lerén.
     Paseamos despacio por la orilla, los tobillos de la anciana se alivian del peso de los años. Saluda a un caballero que hace el gesto de quitarse el sombrero y ella responde con una amable sonrisa, coquetea un poco, ahueca su precioso pelo y roza la orquídea que adorna su vestido violeta. Es Chano el pescador, y su carruaje tirado por caballos, su barca. Le compro un cartucho de sardinas que ella confunde con un racimo de fragantes rosas.
     Me enfado con los chiquillos que nos siguen cuando uno de ellos  imita a la vieja. 
     —¡Andrés, te vas a enterar cómo se lo diga a tu madre!
     Después cedo mi turno a la enfermera de tarde que entra en la casa con un rebufo de vientos que barre los sueños dorados y mueve las hojas del libro abierto sobre la mesa, parece que una mariposa blanca abra un ala y luego la pliegue.Su saludo es tan profesional y aséptico que araña la casa; pluraliza el ¿cómo nos encontramos hoy?, y sin esperar respuesta coloca de nuevo enseguida las pequeñas cartulinas de colores que anuncian realidades: vaso tenedor plato. Repito otra  serie de tres:  mesa  silla libro. 
     Doña Esperanza arranca la pegatina amarilla en el mando de la tele que pone “mando”, y cambia decidida los canales a velocidad vertiginosa: Un nuevo atentando en... la Dirección General de Tráfico alerta sobre las lluvias que provocaron anoche... el gobierno intervino doscientos millones de... lava más blanco... el Tribunal Supremo rechaz... a solo 19,54 Euros gastos de envío incluíd... la jornada de liga se... 
     Me despido con un ligero hasta mañana doña Esperanza. 
     —¿Entonces mañana me llevarás al parque mamá?
     —Claro que sí —respondo.
     Sonríe, y yo con ella. Tiembla un encaje verde en su mirada.





domingo, 5 de noviembre de 2017

Parodia sobre un paraguas



                                                          
                                                         Por favor... leerlo con música




                       Parodia sobre un paraguas


   
   Si tuviera que definirme, diría de mí mismo que soy un objeto formado por una superficie cóncava e impermeable sujeta a una estructura de varillas dispuestas alrededor de un eje central; por el lado opuesto termino en un mango por donde suelen asirme. Mi objetivo primordial es impedir que quien me porte no se moje con la lluvia, un artilugio no del todo eficaz, porque tuve el gravísimo infortunio de ser regalado a una isleña de secano.
     En fin, como todo el mundo sabe, soy un paraguas.
     No sabe que hacer conmigo, es torpe, no me pliega con presteza cuando estamos dentro de un habitáculo, lo cual impide el paso por la puerta hecha para salir, o para entrar, no para atascarla.
     La isleña no está acostumbrada a llevar prendas de invierno y, además, es de naturaleza lenta comparada con los acelerados peninsulares; entre que se quita el abrigo, la bufanda, los guantes... ya todo el mundo se ha comido su ración de churros madrileños y el café se ha enfriado, entonces, en ayunas, vuelve a colocarse toda la ropa encima, y me abre, o me clava como si fuera una daga virtual en la espalda o el vientre de cualquier ciudadano tranquilo que se asusta al ver a una loca haciendo cabriolas, piruetas absurdas y desesperadas. Un pánico atroz se apodera de todos ellos que enseguida se apartan, y hacen bien.
     Podrían haberme regalado a cualquier otra persona acostumbrada a utilizarme con soltura, a veces incluso me usan de bastón, o de cayado, puedo ser un elemento útil, a la par que elegante. En la oscuridad soy un faro, un resguardo en la tormenta, una cúpula satinada, una guarida confortable.
   Cuando me busca en el fondo del rincón donde me relega, procuro hacerme pequeño, diminuto e invisible, pero dado mi tamaño termina por encontrarme y someterme de nuevo a los vaivenes de su inexperta mano.
   Ahora mismo intenta cerrarme, o abrirme, me agita como una posesa, hace trisss trasss, hasta que consigue romperme alguna varilla. Suspiro, un suspiro paragüil. 

  No pierdo la esperanza de que se olvide de mí en cualquier esquina, y de que alguien con carnet de conducir paraguas me maneje con un poco más de respeto.

Segunda versión de "Parodia sobre una paraguas", presentado para CAFÉ LITERAUTAS, como máximo 750 palabras. Palabras obligadas triángulo, amarillo y cuchara. Reto optativo entorno de lluvia.
Los compañeros de Café Literautas me han ayudado mucho a la corrección del texto, especialmente Estrella Amaranto, pepe e Isan. Graciassss.



               Parodia sobre un paraguas 
                      (Versión 2)

   Si tuviera que definirme, diría de mí mismo que soy un objeto formado por una superficie cóncava e impermeable sujeta a una estructura de varillas dispuestas alrededor de un eje central; por el lado opuesto termino en un mango por donde suelen asirme.
   En fin, como supongo que ya sabréis, soy un paraguas. 
   Mi objetivo primordial es procurar, que quien me porte, no se moje con la lluvia. Soy un ingenioso artilugio, no del todo eficaz, porque tuve el gravísimo infortunio de ser regalado a una isleña, para más inri, de secano. 
   Cuando paseamos, ella debajo y yo encima, la lluvia sobre ambos con el tumulto de su música líquida salpicando mi resbaladiza cubierta, más que caminar, chocamos con otros peatones. A pesar de mi llamativo color amarillo fluorescente, visible desde bien lejos, no tienen manera de evitarme. La atolondrada canaria continuamente se excusa con un ¡ay perdón! o un ¡usted disculpe! 
   No sabe que hacer conmigo: trastabilla, tropieza con un escalón, con el borde de la acera, o contra la carrocería de los coches aparcados. Es torpe, no me pliega con presteza cuando estamos dentro de un habitáculo, lo cual, además de atraer la mala suerte, impide el paso por la puerta hecha para salir, o para entrar; no para atascarla conmigo. Me sacude dentro dejándome en cualquier sitio con el peligro de que alguien pise el charco que deja mi húmeda huella y se rompa la crisma. Para que nadie resbale, algún empleado tiene que apresurarse a colocar la señal en forma de triángulo advirtiendo del peligro. 
   La isleña no está acostumbrada a llevar prendas de invierno y, además, es de naturaleza lenta comparada con los acelerados peninsulares. Entre que se quita el abrigo, la bufanda, los guantes..., ya el chocolate o el café con leche se ha enfriado y todo el mundo ha dado buena cuenta de la ración comunal de churros madrileños. Entonces, casi en ayunas, vuelve a colocarse toda la ropa encima, y me abre vertiendo el azucarero o tirando la cuchara de algún infeliz parroquiano. Ya en la calle, me clava como si fuera una daga virtual en la espalda o el vientre de cualquier ciudadano tranquilo que se asusta al ver a una loca haciendo cabriolas, piruetas absurdas y desesperadas. Un pánico atroz se apodera de todos ellos que enseguida se apartan, ¡y hacen bien!
   Podrían haberme regalado a cualquier otra persona acostumbrada a usarme con soltura. A veces, quienes me aprecian, me utilizan de bastón, o de cayado. Puedo ser un elemento útil a la par que elegante. En la oscuridad soy un faro, una guarida confortable, un resguardo en la tormenta, una cúpula satinada, el refugio de los besos.
   ¡Ojalá se decidiera por mis homólogos!, un impermeable o una gabardina la mar de eficaces contra la lluvia, pero nada, ¡que no hay manera! Dependiendo del tiempo, se empeña en tener una relación amorosa-esporádica conmigo. Una querencia a una sola banda que no comparto, pues le tengo verdadero pavor.
   Cuando me busca en el fondo del rincón donde me relega, por fortuna cae poca agua en su isla atlántica, procuro hacerme diminuto e invisible, pero dado mi descomunal tamaño termina por encontrarme y someterme de nuevo a los vaivenes de su inexperta mano. Entonces, mis telas satinadas tiemblan.
   Ahora mismo está intentando cerrarme, o abrirme, no sé lo que pretende, me agita como una posesa, hace trisss trasss, hasta conseguir romperme alguna varilla. Suspiro, un suspiro paragüil. Me armo de paciencia, quedo algo descompuesto y torcido con la vana ilusión de que se olvide de mí en cualquier esquina; con la vacua esperanza de que alguien con carnet de conducir paraguas me maneje con cierta cordura y con un poco más de respeto. 



viernes, 20 de octubre de 2017

Guillermo

                                             Aportación para la segunda edición de relatos
                                                              "TINTERO DE ORO"


                                                                  Guillermo



     Según la leyenda que corría por el lugar, Guillermo fue el muchacho más aguerrido del campamento, sin embargo, el señor Herman III, director del curso de verano del colegio suizo donde los padres del muchacho decidieron enviarlo, opinaba que entre aguerrido y gamberro existía más que una sutil diferencia semántica. 
     El señor Herman hablaba casi sin despegar los labios, en voz baja y farfullando frases tan retorcidas que Guille no tenía que consultar su diccionario para saber que "el dire" lo estaba insultando, eso sí, con educación máxima. No se fiaba nada de él, con los labios apretados pronunciaba un haga usted el favor, y con los ojos un porque lo mando yo y punto. Claro que el chico era experto en detectar el sarcasmo, venía entrenado de su casa con el “tête à tête” o rifirafe habitual de su familia, pues aunque su padre era español y su madre de la dichosa Helvetia, cuando la pareja discutía solía hacerlo en la lengua materna.
     La entrada al salón la presidía un enorme retrato del fundador del ilustre colegio, el señor Herman I. Igualito a su nieto, el mismo gesto rancio, similar porte, parecía una paloma de buche inflado por culpa del historiado nudo de la abultada corbata de seda blanca, clavada en ella un alfiler  de rubí heredado por Herman III quien solía lucirlo en acontecimientos importantes del centro escolar. 
     Cada vez que se entraba en la sala era obligado saludar al retrato con una leve inclinación. Algunos de los alumnos hacían una reverencia tan profunda  ante el señor director difunto que casi rozaban el suelo con sus cabezas para beneplácito del señor director vivo.
     Guille no saludaba, al principio por despistado, luego porque no le daba la gana. Como castigo ejemplar se le prohibió concursar en el juego de maquetas. Su montaña helvética no participaría en el concurso de “La mejor montaña suiza del curso del verano 2017”. Ni el de la chocolatada "La mejor chocolatada suiza del curso del verano 2017”. Sin embargo, cuando el director se enteró de la maestría del chico en el tiro con arco, lo animó a participar en el concurso de “Flecha del verano 2017”. 
     Cuando le tocó su turno el día del concurso, Guille se colocó en la línea de tiro, los pies ligeramente separados para lograr un buen equilibrio. Su talante era serio y concentrado. 
     El señor Herman se frotaba las manos, había visto practicar al muchacho, y  sin ninguna duda, lograrían hacerse con el ansiado trofeo que siempre conseguía arrebatarle el prestigioso colegio rival. 
     Guille levantó la mano del arco situándola lo más arriba que pudo sin perder de vista la diana; asió la cuerda con los dedos índice, anular y corazón; apuntó manteniendo la tensión en los músculos de la espalda, luego la soltó sin abrir casi los dedos y dejó que la cuerda hiciera su trabajo. Su mano se desplazó hacia atrás rozando su cuello y mandíbula en una dirección opuesta a la trayectoria de la flecha. 
     Todo el mundo permanecía expectante. El director aguantó la respiración.
     Mantuvo la misma postura mientras la flecha volaba por encima de la diana, sobrevolando la mesa de los gruyeres y emmenthales,  las cubetas de plata de chocolate fundido… rauda y certera entró por la puerta principal abierta de par en par, clavándose en el puente de la nariz del insigne fundador Herman I. 
     A Guille le hubiera gustado mucho hacer diana en mitad de su frente, pero en fin, nadie es perfecto. 
     Soltó todos los pertrechos a los pies del atónito director: el arco, las palas, el carcaj y la correa, se disculpó con un cuanto lo siento señor Herman, otro año será… y dándose la vuelta, agarró una manzana del frutero y le dio un buen mordisco



sábado, 7 de octubre de 2017

Historia de un moreno






                        HISTORIA DE UN MORENO





     La primera vez que entraste por la puerta de casa, moreno mío, no me gustaron nada tus chulescas maneras, ni el flequillo negro y lacio tapando el paisaje de tus ojos. Aún no sabía que ibas a pasar el resto de tu vida a mi lado. 
     —Ni de coña te lo cuido. No, ni por una semana, he dicho que no. 
     Cuando se fue tu dueño, tu primer aviso de:¡aquí esto yo!, fue levantar la pata y mearte en la pared del patio, justo encima de mis geranios, un húmedo recado de "vale, me quedo, pero cuidadito conmigo que soy muy macho". 
     Ya conocía tus maneras de cuando acampábamos  en la bocana de Melilla. Con nosotros vinieron unos amigos con una schanauzers preciosa. Los dos guardianes haciendo ronda nocturna al perímetro de las tiendas. La hembra, de mejor oído, avisaba con sordo gruñido unos segundos antes de que su magnífica trufa olfateara la posible amenaza, entonces,  ambos entonabais al unísono el concierto del aquí no se entra, frontera de ladridos para los intrusos.
     La bocana es muy chivata, amplifica hasta la minucia de un suspiro que se le posara encima, sus arenas están formadas por millones de caracolas, de polvo de caracolas, cachitos de caracolas arenizadas que forman el istmo. Las pisadas nocturnas de ambos perros acentuaban  el desvelo del ¡así  no hay quién duerma, joder! Iban y venían  los activos ruidosos;  y cuando se querían, que se amaban mucho mucho y a menudo estos dos, las caracolas se aceleran entonces de tal manera que todo es un arf arf de puro gozo en la bocana. 
     Y no hablemos de tu modo de caminar…, si la perspectiva era la trasera con los adyacentes bien pegados al culo, parecía que bailaran  en vaivén de “pero qué remacho soy caramba”. Creo que, precisamente  por eso, los puristas cortadores de colas aconsejan que se sajen entre la segunda y tercera vértebra para acentuar los atributos de la canina raza en asome de vanidoso penduleo. Si de mí dependiera nunca te lo habría cortado, lo sabes ¿verdad? Por el mismo lugar, un pequinés de malas pulgas te dio una lección de dientes. En fin campeón, que ese día te cosieron puntos de sutura en el balcón de tu orgullo, en los dos. 
     Cuando volvió tu despreocupado amo  a buscarte,  ya eras más mío que de él, y aunque no tenías rabo, me quedé contigo para los restos. 
     Escribo de ti a ritmo de fox trot para lubricar con humor y amor la emoción a la que me somete el recuerdo de tu compañía y del ¡cuánto te quise! 

















lunes, 2 de octubre de 2017

Historia de una rubia





                                                                   



                        Historia de una rubia




     Sabe la hora exacta en que el sol baja al patio de la cocina. Espía con sus ojos de caramelo como desciende la franja dorada desde las tejas, se alarga tocando la pared albeada, blanco sobre blanco, poco a poco, camino de luz hasta que llega al suelo; entonces, su morro chato pilla su alfombrilla, la arrastra hasta allí y se tiende a tomar el sol de las once y cuarto. ¡Qué bien se está bajo el amado!
     En su  tiempo de espera nada la distrae…, ni un vamos a la calle rubia, ni un trozo de galleta,  galletas de humanos que las de perro ni muerta ¡puaf!, ni siquiera se fija en el odiado gato negro del vecino que no puede ni ver y que se pasea por el tejadillo sin entender el por qué nunca le ladran a esa hora y a las demás sí, o puede que si lo sepa y por eso precisamente se contonea con lento paso provocativo.
     A veces el sol no baja, una nube lo tapa, o dos, y suspira mirando al patio como si fuera un novio despreocupado que no viene a verla. Apoya la rubia cabeza sobre sus patas delanteras dando una ojeada de vez en cuando; levanta una de sus orejas por si escuchara el ya voy, estoy llegando, ya llego. Mira por  donde su coronado rey tendría que aparecer, pero no, que no, que hoy por lo visto no toca.
     Se resigna y se va a hacer otras cosas, no todas buenas, maldita costumbre  de roer las esquinas de la alfombra  de la sala, la de tendencia moderna de nudos flojos que mejor hubiera sido pillar una clásica de nudos apretados, “ la unión hace la fuerza”, es el lema de las alfombras que duran toda la vida. 
     Y por fin aparece el novio dorado a las dos del mediodía, o incluso a las tres, cuando consigue dar el esquinazo a las dichosas nubes, un poco desgastado, no tan radiante, que ha pasado casi el día por él. Se mete en la cocina camino del comedor, toca la puerta de la nevera resaltando las partes metálicas. Un brazo entrometido avanza por el tragaluz del pasillo, un rejo alado, silente, cálido y amoroso acaricia la cama donde la rubia novia descansa con postura abandonada, las patas alzadas, la lengua rosada fuera de su boca que hace mucho calor.
     El novio  adorado la roza y le dice ¡aquí estoy niña!,  ¡le pega cada susto! Sacude su melena y le ladra enfadada estas no son horas de llegar. Pero al final se acomoda ¡Es tan suave la caricia del atardecer!
     El sol relaja mucho a las rubias, está demostrado.










sábado, 23 de septiembre de 2017

Gato de azotea azul







              

                       Gato de azotea azul


     Cuando el siroco sopla con su cálido aliento en dirección sudeste, una cúpula hedionda envuelve las casas azules de la aldea; sus habitantes tapian puertas y ventanas, taponan cualquier orificio por donde transite la peste de los pútridos restos de los carneros que inunda las calles tintadas de añil.
     Casi todos los hombres trabajan en la tenería de las afueras del pueblo. Los más jóvenes remojan las pieles de los animales en los agujeros horadados en la piedra caliza, sacuden y restriegan los cueros hasta eliminar cualquier resto de carne o grasa, vierten sobre las pieles los odres que traen de sus casas con los orines de toda la familia y los suyos propios. Hacen bromas, ríen, juegan, comparan sus miembros de piel recortada en el prepucio, apuestan sobre quienes lanzan el chorro más lejano, más alto, o más potente, se creen ya hombres porque ayudan al sustento familiar aunque hasta hace sólo unos meses coreaban sumisos en la escuela los benditos Suras del Corán.
     Bismillahir Rahmaanir Rahiim
   En el nombre de Allah, clemente, misericordioso, Señor del Universo.
     Todos trabajan  en ella, o en el campo, menos las mujeres, el Imán, el ciego, y Abdel, el idiota sordomudo.
     En el patio de la casa de la casamentera, abuela de Abdel, crecen los naranjos, la cidra y los jazmines con los que la vieja alcahueta hace fragancias, almizcles, resinas, aceites, pócimas, ungüentos y pomadas. Unta y perfuma a su nieto,  al que llaman el endemoniado por los ataques que simula. El muchacho saber hacer como que tiembla, aprieta la mandíbula, su cuerpo fibroso se tensa hacia atrás formando un arco casi imposible. Procura siempre que ocurra el suceso en plena plaza o en día de mercado, cuando están transitadas las calles azules, de balcones y ventanas azules, de puertas azules y azoteas azules, todos se apartan del pobre infeliz que babea e invocan a Mahoma no sea que el mal de ojo se pegue.
     En ausencia de sus maridos, las mujeres le hacen regalos, dulces, lo visten y miman. Nunca contará nada, no tiene lengua con la que hacerlo, ni oídos con los que escuchar. El trata a todas con la misma eficacia y brío, no demuestra preferencias. Abdel salta por los tejados de patio en patio, un gato silencioso. Besa los labios de Laila, tan dulce como dátiles, más aún que el fruto de la higuera. Lame sus pechos, ora uno, ora el otro, no se resuelve por ninguno, los junta y aprieta, su boca abarca entonces los dos. Se embelesa en la frontera del himen y ahí se detiene porque Laila es virgen, no quiere estropear su boda con el curtidor de pieles. Sabrá esperar, pronto estará casada. Mientras tanto, entra en Suleyma, antes hace una parada en la cama de la suegra, cuidadora de la honra del hijo ausente, no queda otra si quiere avanzar de mujer en mujer. Acaricia en el pasillo la cabecita morena de una niña de ojos negros, pronto crecerán y entonces... ¡Ah, entonces será suya!
     El muchacho debe cuidarse del taimado ciego de la esquina, a veces cree que lo mira a través de sus legañas, también desconfía del Imán que llama a la oración desde el minarete, aunque se deja acariciar por sus manos en el hamman mientras el vapor del agua caliente los envuelve.
     Entre la casa de su abuela y la de su preferida niña Laila habita un extranjero fumador de Kif. El dulce efluvio del cannabis de la vecina Ketama edulcora el patio azul. A menudo hace un alto en el camino, olvida sus citas, se entretiene, fuma y sorbe té con el extranjero, que mezcla la lengua   árabe y francesa, y le cuenta historias que el sordo parece entender con los ojos como dos ranuras atentas, sonríen mucho y se comprenden. Abdel pasa los dedos con delicadeza por la piel de los libros de extraños signos que simulan hormigas negras en fila india ¡tan ordenadas!, prefiere las sinuosas volutas pletóricas de curvas de las azoras del Corán ¡tan bellas!
     Si el chico fuma mucho, sueña, si sueña ensueña y se retrasa. Cuando por fin aparece de esa manera en la que asoma, ellas se quejan de que es tan pasivo y lento como una vaca, una vaca perfumada, aunque siempre se repone y entonces es gato zalamero de azotea azul, y ya perdonado, carnero que embiste y trepa por la piel de sus mujeres.


                         Tara - Isabel Caballero
                                  

jueves, 20 de julio de 2017

Mi fisio







     

  Mi fisio es enorme, a medida que se acerca crece su magnitud.
  —¡Ay Dios! —suspira con infinita paciencia.
  —¿Qué habrás estando haciendo o mal haciendo qué mira cómo me vienes? —me regaña.
  Sobre la camilla suelta los nudos amarrados del cuello, de la espalda y cintura… hay que desatar lo que con tanto empeño sujetamos.
  Música de abrir chakras de fondo. Yo, la verdad, no distingo entre uno abierto de otro cerrado. Ninguna esencia que estorbe salvo un ramo fresco de hierbabuena etiquetado con “El vaso de mi amiga preferida”. Es mentira, a todas le dice lo mismo. Lo único que me molesta es el sonido de gotas que caen semejando una sutil cascada… me dan ganas de orinar, a ver cómo le digo a mi sensible fisio que apague la cansina cantinela de aguas tenues.
  —Amiga, dime, ¿cómo te va?
  —Bueeeno…, más o menos.
  —¿De qué estás escribiendo ahora?
  —Nada nada… de tonterías.
  Ya sé que me quiere engañar con las preguntas, y que está agarrando por los cuernos mi problema del cuello. Me quejo, con un ¡Ay!
  —Tranquila, estoy en ello. No sé qué te pasa hoy, no consigo relajarte.
  Ahora va a por la glándula pineal y la madre que parió al sartorio, luego ataca al flexor, tiene que dejarlo suavecito, igual que a la línea rugosa del trocánter menor ¡au, sí, justo ahí!
  —Pero calla mujer, y recibe…, a ver qué podemos hacer con esto.
  Mi fisio es poeta y filósofo, sabe diagnosticar los males del cuerpo y ¿del alma? Tiene una voz suave y profunda. Sus manos curan, sus palabras calman, eleva el cuerpo y el espíritu hasta el nirvana, todos los chakras se abren incluido el séptimo, por lo visto es el más difícil. Mi fisio pesa ciento veinte kilos, bueno, ya no, que se ha amarrado el estómago, ahora come menos y acaricia peor, no se lo digo porque sigue teniendo manos de santo y además sabe escuchar, no le han extirpado el oído, ni la intuición de tocar justo donde se debe.
  —Dime gigante fisio, ¿cómo sabes qué es ahí precisamente donde…?
  —Es que tengo diez ojos en los dedos concentrados en tu cuerpo.
  Me gusta cómo me deja la parte interna superficial del muslo, por arriba de la sínfisis del pubis, y cuando estira el tendón largo de la parte superior de la tibia. Tibia estoy ya yo. Tengo calentito el flexor de la pierna y el aductor, a punto de conversación lo tengo.
  —Ahora cierra los ojos que vas a ver el cielo, mi niña. Así. Eso es.
  Los cierro y veo la gloria bendita. Deja que duerma un rato antes de despacharme.
  —Oye, no me faltes tanto que luego cuesta que tu cuerpo me haga caso, y llámame con tiempo, tengo la agenda a tope.
















































viernes, 14 de julio de 2017

La otra




Imagen del artista gráfico  Belga, afincado en Canarias, 
Jean Leclercqz Kelza 

                                                                         LA OTRA

                          
     El faro asoma su largo cuello pétreo por encima de la escollera, parece que haga un guiño al mar pletórico de barcas. Se celebra el día del Carmen. Los marineros pasean a sus vírgenes, tan apretados los pueblos costeros qué se rozan las fronteras de las parroquias. Codo a codo, los curas bendicen el mar a golpe de hisopo.
     En la cofradía de pescadores han arrestado a “la otra”, la no bendecida de oficialidad ecuménica, no le han dejado pasear el agua de julio. 
     La oficiosa quiere que la saquen, pero el cura dijo que no, y lo elevó  al Obispo; su Excelencia Reverendísima se negó, y lo elevó a prohibición; el pueblo dijo que sí, que sacarían a su Carmen bendecida o no, porque lo dice el pueblo y punto. 
     No pudo ser. Custodian su urna dos guardias civiles henchidos de devoción mariana, sostienen los tricornios acharolados sobre sus pechos. Huele la cárcel a flores, a brea, a calafate y a ron, también a pregón de sardina fresca y a coraje contenido… si no fuera por el retén de la pareja armada ya se habría liado la marimorena, seguro.
     La virgen no tiene capilla, sólo una vitrina de cristal en la cofradía, y ahí está Carmen, más bonita que ninguna, enjoyada de promesas, hierática virgen prohibida. Sólo tiene doce años, la compraron los pescadores con sus dineros en una tienda de un ex dominico, comercio que hace esquina a la porteña iglesia llamada de La Luz. Su propietario vende imágenes policromadas de santos, ángeles, vírgenes, cirios, reliquias de todas clases, y hasta un pedacito del madero aquel que dio para tanta venta. La compró el pueblo sin la ayuda de la iglesia. El guardia Rafael dio cien mil pesetas de las de antes; un tal Antonio, carpintero, le hizo la urna; otra vecina le cosió el manto azul, y el patrón del “Capitán Lezama”, la trajo a la cofradía en su furgoneta envuelta en varios sacos de arpillera no fuera que se quebrara por el camino. Él hubiera querido envolverla en raso, terciopelos y sedas, pero lo que “hay es lo que hay”, y con éste pensamiento se conformaba el hombre.
     Así que llegó la virgen hizo enseguida varios milagros, porque Juana recibió al día siguiente carta de su hijo desaparecido en la que contaba que estuvieron a la deriva muchos días, y que arribaron a las costas berberiscas con vida, que pronto volverían. También, al amanecer del día siguiente al que trajeron  la imagen de la capital, las barcas volvieron cargadas de atunes, tantos que casi se hundían. 
     Por fin tenían madre amantísima estrenando devotos, cautiva liberta de la vitrina de aquel fraile que rezaba: ”Se vende virgen a tanto, manto y corona aparte”. Sí, el pueblo ya tiene patrona aunque no la avale ninguna aparición, ni el beneplácito de la santa madre iglesia.
     Por la tarde del día de fiesta, ya apagado el bullicio de las procesiones vecinas, cosen las familias las redes y apañan los aparejos bajo las sombras azules de las barcas. Se escucha el rasgueo de las cuerdas de un timple y una voz de cristal que pregunta, siempre pregunta lo mismo la otra:
     Hijos míos, ¿ya hablaron con el Señor Obispo de lo mío?







jueves, 6 de julio de 2017

Documento inédito de una nariz quevediana en su viaje a Las Afortunadas

                                                                         

        Sucedióme, no ha demasiado tiempo, que estando en las afueras de las murallas del Real de las Palmas que circunvalan la villa,  e   paseando cerca  de la portada,  encontréme  una nariz arrebujada entre el heno de una carreta do sobresalía solo su punta,  hasta tal punto amoratada que parecía más una fermosa remolacha,  que napia humana. Movido por mi natural impulso de indagar que más de una vez metióme en inquisiciones, acerquéme   a comprobar si tratábase de una rojiza lombarda que algún labriego del lugar pretendía vender en el mercado, o solo de  unas narices  a punto de asfixia por culpa de la gramínea planta que  impedíale oxigenarse. 

 

     Escarbé en la paja buscando al dueño del apéndice,  para mi asombro,  solo vide  la napia,  e además, parlanchina. Por obra de algún hechizo,  las ñatas,   liberta  de cara, pescuezo  e cuerpo que la sostuviera, vocalizó en perfecto castellano ausente del   dulce timbre canario, un  peninsular ¡pardiez!, a lo que  contesté desenfundado raudo mi espada, pues seguro era obra funesta  del maligno  o alguna burla de algún zagal, que haberlos haylos, (zagales bromistas y encantamientos), pues… aunque ¡cosas veredes…!,  ¿cómo ha de ser posible  fablar sin boca, labios, dientes, paladar e  lengua?  

 

     La nariz estornudó como estornudan las narices. Mi condición de christiano bien nacido empujóme  a responder  con un ¡Dios os guarde!, a  loquella  contestó con cortesía de  gracias.  Establecióse dinmediato   corriente de simpatía  entre della  e yo, hasta el  punto que sentado a la sombra de la nariz,  contóme su triste historia de elefante boca arriba, reloj de sol, pez espada, pirámide invertida. 

 

     Resultó que habíase escapado de la cara de un celebrado sonetista en la Villa de Madrid, e saltando de faz en rostro llegó hasta Cádiz;  dallí  embarcó hasta estas las Afortunadas donde buscaba dueño donde aposentarse, aunque en su arriesgada aventura casi perece entre el heno de donde la rescaté.

 

     Luego que fuimos salido del camino y del lugar dencuentro, ya más asosegado   preguntéle  la causa de su huida.  Contó que ser frontispicio de un poeta era un mal vivir,  que aunque al principio el tal Francisco  se apañaba con “una olla de algo más de vaca que de carnero, salpicón las más noches, lentejas los viernes e algún palomino de añadidura los domingos…”,  desde que sus fieras sátiras molestara a cierta gente por burlas que facía de chicos e grandes,  ni a las viudas respetaba, menos aún a curas e barberos, por lo que apenas   hacían  la merced de  invitallo a su mesa, e si lo facían,  lo ponían tan al fondo que era entrepuertas e  comparsa de bulto, con lo que las viandas ni olerlas, lo mejor se quedaba para los delantes. 

 

     Interesada la nariz en que tal me las aviaba, en  como era la cocina de mi casa, que si estaba surtida,  si tenía dueña…  pues todos saben quellas, las doñas, son las que mandan de puertas para adentro. Parecióme  mucho su  interés  en las cosas domésticas  que no quedóme otra que confesar mi condición de no estar ni amancebado, ni conyugado, e que folgar, no  folgaba, salvo con alguna ramera de baja estofa  las pocas ocasiones que disponía de ocho cuartos,  y a veces ni de un cuartillo, a trueque de recibir  alguna purgación que otra, o sarna e  piojos de los catres poco dados a lavativas. Al menos  habíame  salvado del mal de bubas, pero cierto es que poco entraba  a las mancebías.

 

    —Yo, de meretrices, ni olerlas, ¡por estas! —contestó la napia, aunque al no tener ni dedos  que llevarse a los labios,  ni labios para besarlos, el juramento quedóse cojo de gesto.

 

     —Ha de saber vuecencia —razonéle —, que  los que entre papeles metemos la nariz,  somos magros de carne, solo hay que vislumbrar  lo enjuto e seco de mi semblanza,    además, de conduta algo dispersa, que no sé si estoy fablando con  una nariz de carne, huesecillos e cartílagos,  o es cosa de  fabulaciones  algo enfermizas.  Ya veis el escaso   pecunio y poco yantar del que dispongo, e  a  no ser por  nuestros mayores, de mejor dinidá e avíos,  que de cuando en vez  se  apiadan de mi  condición rescatándome  de las penurias e miserias que padezco, ya sería defunto.

 

     Despedíme apenado della,  limpiéle una brizna de heno que aún restaba en una de sus fosas e mostrelle el camino del convento dominico, a solo una legua de camino, donde al menos las despensas, con fortuna,  estarán abastecidas, e si no del todo, los espirituosos e fecundos  alambiques amenguarían  sus penas. 

 

 

 

 

 

 

lunes, 29 de mayo de 2017

Sueños de papel






                                                         SUEÑOS DE PAPEL










   —Tengo una lancha preparada Rachid, solo hay que esperar a que el agua esté como una alfombra y no haya luna llena.
   Rachid y su primo Muley hablan en voz baja junto al candil de petróleo cuya luz tiñe de tonos ambarinos los racimos de dátiles expuestos, incendia los higos secos, acentúa de amarillo el azafrán colocado en pirámide y el bermellón de las especias.
   —¡Cuidado! —alerta Rachid.
   Se sitúan junto al oscuro mostrador de la carnicería, fuera del oído de los guardias, detrás la rotunda espalda de una mujer marcada de glúteos, Gala Ifneña. Sobre ella, pende colgada de un gancho la cabeza ensangrentada de un camello con la mueca amarilla de los dientes y parece que sonríe plagada  de movibles lunares negros, moscas ahítas de glotonería pegadas al pastelón sanguíneo, enorme, mil veces mil al tamaño de sus bocas. Las moscas no pasan hambre en Sidi Ifni. El carnicero es un muchacho con calva y camiseta de letras que pregona Green Peace , no casa nada el ecologismo con el muestrario de cadáveres a tanto el kilo.
   El abigarrado mercadillo bulle en la noche del sagrado Ramadán al ritmo de la fiesta, al compás de la música.
   —Te hago un regalo al ofrecerte un sitio en la barca, ya sabes que sobran los candidatos.
   Rachid se siente inquieto, pregunta nervioso a su primo cuántos y quiénes embarcarán.
   —Hibrahím, Abdelkader, Karím, los dos hermanos Abdalá y nosotros.
   Sellan con un abrazo apretado el compromiso para la primera noche de mar en calma y tiempo propicio. Sus ojos brillan más que el carbón del anafe donde se asa la carne.
   Baba mira en silencio los preparativos de su hijo.
   —Padre, soy joven y fuerte, no hay trabajo, no hay comida... me muero de impaciencia, no soy un perro sumiso del reino de El Magreb, soy un hijo de la tribu de los Ait Baamarán, por mis venas corre un guerrero.
   Rachid es un hombre aunque solo tenga dieciséis menguados años. Levanta el hijo la cabeza y el padre reza su rosario de cuentas de ámbar: En el nombre de Dios, el clemente, el misericordioso
   Su hermana le prepara un tayin de pescado frito y pimientos aderezados con comino y salsa blanca de tahína; al sabor del sésamo parece que el cielo invada su boca. Naíma envuelve algunas tortas de msemen con miel y lo guarda en la mochila de su hermano, los españoles lo llaman dulces de pañuelos por la manera que tienen de doblarse sobre sí mismos en cuatro pliegues simétricos.
   — Adiós Imma.
   — Dios te bendiga hijo.   
   Su madre le da tres besos, el último en la frente, el de la bendición.
   Enfila el puerto bajando por la calle del Generalísimo Franco durante el tiempo que Sidi Ifni fue colonia española, ahora llamada de Ibno Sina.
   Cinco metros y medio de eslora y dos de manga a la búsqueda del sueño de papel, la residencia española. Detrás las luces de su pueblo se disuelven. No, no es niebla, son lágrimas que cristaliza la costa Ifneña.
   Suena una sura en la noche sin luna, cantinela apagada que acompaña el sonido del motor de gasoil. Golpea el agua la proa con un monótono ritmo.


       Guíanos por el sendero recto,
       El sendero de quienes agraciaste,
       No el de los execrados, 
       Ni de los extraviados

   Muley vomita, Rachid pasa un brazo por el hombro de su primo y aguanta las arcadas mientras amanece o parece que amanece.