sábado, 29 de abril de 2017

El teatrillo


                                                                EL TEATRILLO  



   ¡Cataplaf! Lo mejor que me sale son los desmayos y el morirme de repente aunque las huesudas rodillas se llenen de cardenales. Abiertos los ojos de mirar al vacío sin pestañear por lo menos un minuto seguido. La mano de la tragedia en el pecho, la otra extendida hacia el público que siempre aplaude un drama.
   Mi muerte preferida es el poco a poco con todo el mundo alrededor de mi lecho. Me gusta la teatralidad de la palabra lecho. Flota el dolor en el ambiente, cúpula de mis últimos agónicos momentos. Los ojos a media pestaña, generosa y pálida perdono a todos los que me ofenden. Soy una  actriz de azotea y teatrillo.
     El público se emociona, sí, que estoy muerta, no ciega, con el rabillo del ojo miro a los chiquillos sentados en el suelo de la primera fila; las niñas lloran más, los hombrecitos no, que los llaman mariquitas, mariquitas, y claro, se aguantan, hasta se ríen para disimular, todos ellos menos aquel niño chico que está en lo suyo estudiando extasiado el color y la textura del moco que acaba de extraer, como si fuera un precioso tesoro, de su nariz pecosa.
   La entrada cuesta cinco duros.  Mi hermana Yolanda es la portera. El que no afloja la pasta ni de coña entra, pero se admiten pagos aplazados en la libreta de cuadros de apuntar morosos que pone Pepito debe tanto, María ya pagó.
   — El compás vale por dos funciones... bueeeno vaaale,  por tres  que tiene estuche y recambios.  Anda..., pasa niño.
   Yolanda un lince para la cuentas. De una botella de refresco familiar saca diez vasos engañados con agua del grifo, nunca he visto un color fresa tan casi no llego a rosa, se excusa diciendo que  el busine es el busine, o como se escriba el negocio en inglés.
   Tenemos hasta una orquesta de violines,  cuando  hace   viento vibra   el techo de chapa ondulada  de nuestro teatrillo. El aire de la azotea sopla cuentos y disfraces de oropel.
   Número de magia por Mister Seeeeerrrrrgio, el hermano de Marta, la cosedora oficial  de hacer las coronas, los mantos reales, los vestidos de princesas y mendigos. Con sus manos pequeñas da puntadas, casi siempre torcidas, a la tela de los disfraces, o  pega estrellas de papel de plata a las cartulinas del escenario,  botones de nácar o de metal, todo lo que pille la urraca del costurero de su madre.
   Mister Seeeerrrrrgio muy bueno convirtiendo el agua en colores al pasarlo de un recipiente a otro. Aplauden mucho al mago, más que a mis desmayos. Claro que así cualquiera puede con su caja de Magia Borras, la vistosa capa forrada de raso rojo, el sombrero de copa y la varita mágica de hacer ¡Ale hop!
   A la hora del reparto de beneficios hay problemas. Mi hermana la cancerbera guarda el dinero en una caja de zapatos con un apretado elástico. Es desconfiada. Mr. Seeeerrrrrgio se empeña en que le paguemos más a él que a los demás. Yolanda dice que no, al final dice que sí,  el mago le ha puesto ojitos, y claro,   llegan a un acuerdo. 
   Los gastos se tienen que descontar. La habilitada infla más de la cuenta el haber, a ver a cuanto tocamos. Habla de inversiones, cartulinas, papel cebolla y palomitas. Lo de la inversión no convence a nadie, todos queremos cobrar ya.
   De repente se acabó todo. Las vecinas protestaron de tanta subidera y bajadera de chiquillos por las escaleras y nos botaron a la calle como agua sucia.




domingo, 23 de abril de 2017

La luz de mis ojos





                                               La luz de mis ojos



Cuando cae la tarde, en la franja violácea que separa el día de la noche y el silencio envuelve todas las cosas, salvo la clara certeza de que ya no te tengo… entonces mis pensamientos se agitan con algo muy parecido al desconcierto. Y como siempre, sigo levantándome a la misma hora, haciendo lo que suelo hacer siempre, porque soy una mujer sosegada menos cuando te pienso.

No siempre fue así, donde ahora hay costumbre, antes hubo esplendor: recuerdo aquellos no tan lejanos días gloriosos, cuando nuestras miradas apuntaban hacia el mismo esperanzador horizonte situado en el eje de aquel presente ya pasado, y con idéntica pasión gozábamos de casi todo, de las cosas grandes, de las cosas chicas; si ahora desfilaran de nuevo ante nuestros ojos pasarían desapercibidas, sombras veladas de lo que fueron. Quizás yo misma también sea una parodia, mueca de una pasión, ya pálpito inútil.

                              Él era la luz de mis ojos.

Mis amigas insisten en que tengo que salir, así, de modo imperativo. Como las quiero mucho accedo a sus cariñosas exigencias y me disfrazo de otra mujer casi guapa, casi alegre, casi viva.

En la fiesta, hago como si nada me afectara: sonrío cuando escucho a la concejala de festejos subir taconeando la tarima, y decir… no sé qué dice, lo de todos los años, supongo. La gente aplaude. Miro al músico soplador de micrófonos, probando, probando, un, dos, un, dos. Más tarde  levanto los brazos y coreo al grupo “Tekila” y su eterno Rock and Roll en la plaza del pueblo.

Ahora veo  a un hombre tan enano que roza el suelo. Lo conozco bien, más aún cuando niega, o reniega. Sujeta por la cintura a la bonita muchacha que tiene al lado, la mira como solía mirarme, del mismo modo y manera. Murmura algo a su oído, ella ríe, ríe, ríe…  y aunque su risa no se escucha con el barullo de la música, reconozco la alegría de sentirse deseada en  su cabeza inclinada hacia atrás, en  la curva perfecta de su cuello y los ojos iluminados de él cuando la admira. Se enciende el cielo  con los fuegos artificiales encuadrando de manera intermitente a la pareja que forman una sola figura. Ya no escucho nada... ni los petardos, ni el parloteo, ni la bulla del gentío, ni a mi amiga con un ¡será cabrón!, ni a la otra con un ¡anda, vámonos de aquí!

Él era la luz de mis ojos, ahora  hay un silencio espeso que envuelve todas las cosas.


     

miércoles, 19 de abril de 2017

¡Ay Casandra!



                                                    

                          ¡Ay Casandra!



   Cuando Casandra llega al despacho, mi cartera preferida, todo es de otra manera: se ilumina el día, con ella parece que entren todos los pájaros de la isla y se alegra tanto el espíritu que dan ganas de salir volando por la ventana.
   Enseguida la atiendo, pues para eso soy el auxiliar del conserje, subalterno a prueba, el último mono de todos los monos de la selva, hasta el becario me manda a por el café de la máquina, ya te digo…, y antes de que ella entre ya tiene la puerta abierta de par en par, solo me falta ponerle una alfombra encarnada y lanzarle flores a su paso. Le hago un gesto con la mano que quiere decir: “adelante reina mora, estás en tu casa”. A veces dejo con la palabra en la boca a otros usuarios que estaban antes que ella, uno me pide un formulario, o una fotocopia, y otro… no se lo que me pide, que no estoy atento, que estoy en otra cosa; se quejan claro, pero a mí como que me da lo mismo.
   Los segundos caminan despacio, todo se ralentiza menos Casandra y yo, ambos bailamos con el tempo armonioso, perfecto y justo. Me saluda con un desenfadado ¡hola niño! tirándome de algunos de mis rebeldes rizos, la normativa en vigor se empeñan en que no son adecuados, un día de estos tendré que cortármelos o me echaran a la calle. Estoy deseando cumplir los diecinueve, o los cien, para que Casandra me haga un poco de caso. Me guiña un ojo, y yo a ella… entonces ya no hay paredes que impidan escuchar el rumor del mar y hasta los trinos de todos los pájaros de lugar reunidos en coro y a una entonando el ¡Ay Casandra, qué buena estás!
   Es tan evidente mi alegría que se me nota sobre todo a la altura de la ingle, por eso a veces no puedo ayudarla a repartir la correspondencia, hago como si tuviera que hacer otra cosa, o me pongo el portafolios, el porta firmas, el porta lo que sea delante de la evidencia inflamada, la emoción es lo que tiene, se desborda y no siempre puede controlarse ni falta que le hace.
   La voz antipática de la Jefa de Negociado del Registro General pronuncia realidades con su ¿qué demonios pasa con el puñetero informe que no lo traes? Galopa su ordeno y mando por encima de mí, despacito, como si la bronca no fuera conmigo; bueno, no dice puñetero, ni jodido, sino dichoso, porque la encargada es una mujer contenida que a mí me da que nunca la han querido como se tiene que querer a una mujer, con todas las ganas y el cariño, una señora a punto de jubilación, más bien fea, para que nos vamos a engañar, y nacida en una familia donde seguro nunca ha habido un escándalo, al menos de la puerta de la casa para afuera, y provinciana, que es precisamente lo único que me gusta de ella, su aire pueblerino, lástima que lo disimule tan bien.
   —¿Qué quiere decir ser una familia de bien doña Rosario? —le pregunto. Ni se digna contestarme, da taponazos furiosos con el sello de compulsas para hacer constar a tantos de tantos, lo avala y rubrica la funcionaria con nº de registro (---------- un número muuuy laaargo)
   Ayudo a descargar la cartera de Casandra que hace que su hombro derecho se incline, si pudiera andaría detrás de ella a jornada completa llevando el peso que a ella le toca. Cuento con calma los paquetes y los sobres porque no quiero que se vaya todavía.
   — No te vayas Casandra.
   Casandra sonríe con su boca de rosa, con sus dientes de alba, con su cara de luna, con sus pechos de diosa.
   Cuando se marcha todo se apaga; los muros de la oficina vuelven a ser tan grises como antes de que apareciera, el corazón late con el pulso pausado, aterrizo, me fijo en la mancha del suelo de algún descuidado que ha dejado caer el café, y mi jefa me grita un destemplado espabila chico, que ya son las tantas.






sábado, 15 de abril de 2017

La ventana de Jeremías








           La ventana de Jeremías







     Los habitantes del poblado de Agnitseral situado al sur de la isla atlántica de Orreihel, se despertaron la mañana del día de Gloria por lo inusual del silencio, y todos a una se asomaron al mar. Por primera vez desde hacía meses los rumores bajo él cesaron. La quietud del océano resultaba más temible aún que el sonido de los ya acostumbrados seísmos.
     Todos recordaron aquella noche en que la tierra y el mar temblaron; una luna rotunda y clara iluminaba el pequeño puerto rebosante de vecinos asustados a medios vestir. Al amanecer, una mancha verde, pequeña al principio, apareció en el mal llamado “mar de la calma” que a las pocas horas abarcó una larga franja costera. 
     Los sismógrafos detectaron una erupción volcánica, aún sin emerger, a cinco millas de la costa; las recogidas de muestras confirmaron el diagnóstico de los vulcanólogos que plagaban la isla desde que comenzaron las posibles amenazas. Hasta los niños de la escuela enseguida aprendieron palabras nuevas como tremor, o piroclastos: conglomerados de cenizas, corales y sal que flotaban junto a las tortugas y a los cientos de peces muertos de todas clases, inclusos los que habitaban las profundidades marinas raras veces avistados.
     Cuando empezó a hervir el agua y el aire olía a sulfuro, las autoridades evacuaron los pueblos costeros de esa zona sur temiendo una pronta explosión. Las barcas, como una procesión mariana pero esta vez sin virgen que pasear, dieron la vuelta a la isla y se situaron en el espigón de la parte norte donde hubo algunas rencillas con los pescadores que ya ocupaban el lugar. Las barcas se tuvieron que abarloar las unas a las otras en previsión del mal tiempo o de algún posible maremoto. 
     El alcalde de Orreihel recomendó que los vecinos desalojados anotaran los daños causados por los temblores. La señora Lebasi apuntó la vajilla destrozada, antes de romperse la tenía expuesta en una vitrina de madera de teca y cristal a buen recaudo del polvo y de las pocas cuidadosas manos de sus revoltosos nietos…, ahora ya no podría presumir más de bohemia, y apuntó aumentando la docena: cristalería compuesta de tantas piezas de opalino rosado. El cabrero contó las cabras que dejaron de dar leche, las que parieron mal y a destiempo y las ganancias que no obtuvo. Otro lugareño apuntó los huevos multiplicados por cien de las gallinas ponedoras que dejaron de poner. Todo el que pudo reclamó algo roto o descompuesto.
     Pronto, o muy pronto, emergería una columna de vapor de varios cientos de metros de altura, luego ascendería una enorme fuente de blancos, grises y negros, una gigantesca cresta de gallo formada de gases y humos, ¡todo un espectáculo!, así que Jeremías se dispuso a sacarle rédito a su ventana, no había otra tan asomada al mar como la suya, un aventajado otero por el que disputaban las televisiones insulares y hasta las del continente. Cuando reventara el volcán submarino sacaría una buena tajada del asunto.
     Algunos tenían miedo, recordaban que sus abuelos ya hablaban de una profecía aciaga, estaba grabado en las piedras volcánicas del risco con signos de los antiguos aborígenes: de una planicie de agua surgía una columna de destrucción, así lo signaba la predicción gráfica. 
     El cura esgrimía los evangelios, Mateo 24:3 ”Luego se fueron al monte de los Olivos, y los discípulos preguntaron al Maestro que cuando ocurrirían esas cosas, y cuales serían la señales de su venida, y Jesús le contestó que oirían rumores de fin del mundo, y habría hambre y terremotos en muchos lugares, el mar se levantaría cubriendo la faz de la tierra… todo eso sería apenas el comienzo de los sufrimientos de la humanidad”. Muchos rezaban y temían, y otros tenían puestas sus esperanzas en que el seísmo los salvaría de la miseria.
     La mañana de domingo de Gloria el mar estaba tan tranquilo como una balsa de aceite, las burbujas se calmaron, de la mancha de azufre no había ni rastro.
     Jeremías asomado a su precaria ventana avistó cómo un velero henchía sus telas al conjuro del alisio ajeno al volcán, ya calmado, que bulló durante meses con la misma efervescencia que hierve la avaricia.












lunes, 10 de abril de 2017

Mi ángel de la guarda, mi amarga compañía







   Mi ángel de la guarda, mi amarga compañía



   Cuando intento rememorar lo sucedido en aquel corto viaje de fin de semana solo recuerdo retales inconexos colgados de mi inestable memoria.

   Mi marido conducía, la suave música de Satie me adormeció, cuando desperté parecía que rodábamos entre algodones. La espesa bruma homologaba contornos: la gasolinera que dejamos a la izquierda, la torre de una iglesia, la vereda bordeada de pinos, el perro que asomó de repente sin que pudiéramos evitar atropellarlo.

   En el parador comprobamos contrariados que la habitación reservada desde hacía semanas estaba ocupada, nuestra habitación con vistas al escarpado barranco, la misma de nuestros primeros encuentros furtivos antes de casarnos. No, no queríamos otra, ni siquiera la suite que nos ofrecía el aséptico recepcionista con un sí señor, no señor, lo siento mucho señor, tan profesional por fuera y antipático por dentro. Tenía mal carácter, lo supe como si el hombre fuera transparente, también vi el coágulo obstruyendo el viaje de la sangre en su último recorrido hacia el corazón unos segundos antes de que se derrumbara sobre el mostrador. Junto a él una sombra.

   Sacaron los cadáveres sin escándalo por la puerta de servicio, ni siquiera la ambulancia hizo sonar su sirena para no alarmar a los huéspedes.
   Al final nos dieron nuestra habitación, la número 13, la mujer que la ocupaba sufrió un aneurisma cerebral, ¡qué pena!, ¡tan joven! Aprovecharon la misma ambulancia.
   —Un dos por uno —bromeó mi marido, tenía un humor negro extremado.
   Ya en el cuarto pedimos que nos subieran una ligera cena fría; nos la sirvió una camarera silenciosa y eficiente. En su tráquea dormía una mariposa no mayor de cinco centímetro con las alas desplegadas. Nos dio las gracias por la propina generosa con voz ronca abriendo mucho sus ojos saltones. Me dio náuseas mirar el demonio negro de su garganta, un bulto que terminará matándola más pronto que tarde.
   Cuando era pequeña podía ver a la gente por dentro, también creía que un ángel oscuro venía a verme todas las noches y de todas las maneras posibles se metía en mí, con violencia algunas veces, con dulzura las más. Al poco tiempo alguien enfermaba y a veces moría. Cuando menstrué casi a los quince años dejé de soñar con él. No quise contarle nada a Jaime de estas nuevas visiones, tenía la esperanza de que se tratara de episodios aislados.
   Hacía tiempo que no lo hacíamos así, de frente, mirándonos a los ojos, en silencio y con ternura. Muy despacio. Hice todo lo posible por no pensar en la pequeña protuberancia del tamaño de una nuez agazapada detrás de su uretra, ni de las malditas células navegando por la corriente sanguínea, ni en sus huesos invadidos por las sombras, ni en el terrible sufrimiento que le esperaba. Una muerte larga, oscura y lenta. 
   Por la mañana se soltó de mis piernas agotado y feliz, quería hacer fotos desde el balcón a la pared del roque con la luz rosada del amanecer, los retazos de niebla como gasas velando los encrespados barrancos.
   Le abracé desde atrás. Fue muy fácil.
   Esta vez no hubo discreción, la guardia civil tuvo que bajar a la sima a rescatar el cuerpo de mi marido, uno de los porteadores le lloraba el ojo izquierdo. Pronto quedará ciego. Ya no se si anticipo, o provoco. Ya no se casi nada.
   Hicieron muchas preguntas, a mí y al director del hotel, resultaba alarmante tres muertes en tan corto espacio de tiempo. Las autopsias de los cuerpos corroboró las enfermedades pronosticadas por mi ángel con un solo golpe de ala. 
   Me estoy volviendo loca, procuro no mirar a la gente, no salgo de casa ni recibo a nadie. Cierro los ojos y otra vez sueño con el ángel, una y otra vez, y otra vez y otra. Viene a verme y me incita y me excita como nadie nunca lo ha hecho. El muchacho del supermercado que trae la compra, un joven con toda la vida por delante, sólo conoce mi voz y mis manos. Mis pocos amigos aporrean la puerta pero no abro, no quiero ver a nadie, a nadie. 
   Luego todos dejaron de venir.
   Ahora estoy confinada en la unidad de psiquiatría con vigilancia extrema. Veo formas vagas, crecen y se expanden como pájaros negros, si pudiera me cosería los párpados. Se por los pasos de una enfermera de su problema de cadera, por el aliento de la otra de la acetona que padece, a través de la pared escucho los estertores de la paciente de la habitación de al lado, el hospital es un cementerio de gente que agoniza, y yo quisiera morir, es lo que más deseo, sin embargo, no me suelta mi demonio, mi amado ángel de la guarda, mi amarga compañía, quien me muestra la agonía final de los demás y a mí me mantiene viva.
   El doctor especula sobre mi patología y sobre mis supuestas fobias. Vuelve a reafirmar el disparate de que llevo interna diez años, afirma que nunca he estado casada, dice que no salgo de la clínica mental desde hace una eternidad,¡pobre imbécil!, aún no sabe lo que tiene escondido en su pulmón, no sabe que acabo de condenarlo con mi mirada.





viernes, 7 de abril de 2017

El profesor



                 El profesor




   El anfitrión había cuidado al máximo todos los detalles de la fiesta. De fondo la música de los escogidos discos de Jazz con esa insistencia cansina a punto de saxo. Por la casa, esparcidos con manipulada estrategia sus títulos preferidos: Mounin de manera casual junto a una jarra de cerámica con crisantemos, y el manifiesto del surrealismo de André sobre un sofá marcando página cien veces recorrida. Solía llamar a los autores por sus nombres de pila, o por algún apelativo como si mencionarlos de esa manera los hiciera más cotidianos, de tal manera que Proust era Marcelo, y Joyce el irlandés, o el jodido irlandés. Si alguien se llamaba Ernesto ineludiblemente el profesor exclamaría ¡Ah, un nombre importante!, y si en su jardín hubiera un almendro buscaría una Eloísa para plantarla bajo él; Atalá y René suspiraban en la cocina junto a una fuente de limones, y el costumbrista Larra elevado a crítico social descansaba aburrido en una estantería del baño asomando esquina entre las plegadas toallas en tonos crudos. Un ligero desorden estudiado en las estanterías, mezclados los libros de bolsillo con algún volumen encuadernado en piel, y aún sin colgar de la pared, una acuarela de los primeros tiempos de un pintor afamado abarquillada por una de las orillas, sin cristal, ni marco.
   —No es de sus mejores trabajos —solía comentar el profesor restando importancia el encuentro fortuito de la lámina y enseguida se disponía a enseñar, sobre toda si la chica era guapa, el de tela de arpillera de su dormitorio al mismo tiempo que escondía unas bragas olvidadas estampadas de rojo y negro. Sthendal se meaba de la risa apoyado en la mesilla de noche, y la verdad, que yo también, pues la demostración continua de la movida intelectual resultaba ridícula además de agotadora para quien, como yo, la conocía a fondo. Por fortuna ya no le quiero pero ¡cuánto le quise!
   En la fiesta bailo alguna pieza con él, llevamos el ritmo tan bien como si toda la vida nos hubiésemos movido juntos. Me sujeta de la cintura con un solo brazo y de vez en cuando me inclina hacia atrás.
   —Lástima que ya no sean pareja —murmura alguien.
   Ahora está hablando con la becaria de zoología, el profesor domina el arte de la genuflexión y lo edulcora el cabrón de cortesía extremada. A la “zoo” le mira los pechos, los dos, como si por casualidad se posaran en ellos mientras completa una frase. Habla y habla y gesticula con calma con su mano derecha, parece que dibuje círculos concéntricos en el aire de la fiesta, la izquierda en el bolsillo. Me presenta a quienes no me conocen como su querida colega y dice de mí que soy tremendam-ente efici-ente y brill-ante enfatizando los entes y los antes, y a mí me dan ganas de cerrarle de un puñetazo su boca ped-ante. ¡En fin! El profesor es un bluf. 
   Alguien cuenta un corto cuento que se titula corto cuento cacofónico; alguien tañe una guitarra; alguien da una escueta exposición sobre la vida sexual del escarabajo azul del Orinoco. La “zoo” aplaude con frenesí y con la agitación de sus manos se mueven sus enormes pechos de vaca.
   El profesor recita sus alejandrinos con voz engolada y seria, lo hace mejor cuando entona versos que no son suyos. Un borracho vomita en la mitad de un hemistiquio, el profesor tuerce el gesto por la interrupción que entorpece el clima, lleva trabajando en sus alejandrinos todo el trimestre. Se escucha una ruidosa cisterna en el váter del pasillo, buen contrapunto lírico.



miércoles, 5 de abril de 2017

Alejandrinos




Alejandrinos




     Hoy he sido noticia en un periódico local. Tenía la vana esperanza de que publicaran mis versos, a pesar de que   el director  advirtiera de la poca tirada de los poemas. Cree ser todo un experto en la materia por su reciente nombramiento en el periodicucho de poca monta. El capullo fue  compañero de colegio y ganador de  los concursos anuales de redacción de la variada temática “A mi madre” o “A la primavera”. 
     —¡Enhorabuena amigo mío!,  en los próximos dominicales incluirán tus excelentes alejandrinos.
     —¿En el dominical?, ¿pero dónde coño van a insertarlo?, ¿entre una receta de cocina y el horóscopo?
     —Es una oportunidad para darte a conocer. Se editaran por capítulos.
     —¿Pero qué dices?, a ver… ¿cuándo has visto tú unos poemas seriados?
     —Tranquilo hombre, lo importante es que nos lean, ¿o no?
     El comunal “nos” me cabreó mucho, como si el muy idiota  hubiese escrito los versos a medias conmigo. Es incomprensible que apueste tan poco por la literatura. Me pareció una tremenda ofensa, un agravio, un ultraje, un insulto  a mi  creatividad.  
   De vuelta a casa, mi mujer me dijo que me calmara, que no era  para tanto.  Me enfadé  con ella por su nula  empatía y por su falta de comprensión.
     Tanto cabreo  me soltó la tripa y fui al baño. Allí, sentado en el trono me inspiré. Al principio con cierta dificultad; sin embargo, poco a poco surgieron nuevos versos con sus dos hemistiquios de siete sílabas acentuados como deben acentuarse, en la tercera y decimotercera sílaba,  a la manera clásica, sin sinalefas…, y fluyeron del modo en que     deben fluir los alejandrinos, con suavidad. Satisfecho, di la última chupada al cigarrillo y levantando  un poco las nalgas  lo arrojé al retrete.
     Una tremenda explosión me sacó de mi nirvana poético, y un dolor intenso, una quemazón, un alarido, dos alaridos: el mío y el de mi mujer golpeando la puerta del baño.
     Vino una ambulancia a casa, sobre la camilla, en decúbito prono, con el culo  al aire y los testículos quemados, seguí aullando. Los dos  camilleros preguntaron cómo sucedió el accidente. Mi mujer explicó con su incapacidad para la síntesis, que quiso matar a una cucaracha, que la arrojó al váter, y que ésta, bocarriba,  seguía agitando desesperada sus pequeñas patitas al aire, y entonces le echó un insecticida, y que aunque sabía que los aerosoles van fatal para la capa de ozono, son mano de santo para los bichos, y eso, que después cerró la tapa  para no ver como agonizaba el pobre animalito, que aunque le daba asco, ella es muy sensible, y que luego su marido llegó, se puso a lo que se puso, y en fin, pasó lo que pasó.
   Todo esto lo contó  sin respirar,   mientras  los dos enfermeros intentaban bajar la camilla por la estrecha escalera desde el séptimo izquierda; el ascensor era demasiado estrecho. Al más alto, un gigantón moreno de tremenda tripa, con tanto pelo en los antebrazos que más bien parecía un gorila,  le entró tal  ataque de risa que  soltó  la camilla haciéndome caer de cabeza por el hueco de las escaleras. Una niebla espesa se apoderó de mi cerebro, y luego… nada, no sentí ningún dolor, y heme aquí ahora siendo noticia en el necrológico.
     No sé si a todos los difuntos les ocurre lo mismo, no me refiero a fenecer de una  manera tan poco digna, sino el poder sentir y  pensar  como si aún  estuvieran vivos.
     En el tanatorio la gente murmura, pregunta como ha sucedido.  La estúpida   de mi mujer lo relata con pelos y señales, ¿no se da cuenta  lo ofensivo que resulta?, incluso levanta el sudario a la altura de las ingles para mostrar la desgraciada evidencia.
     —¿Ven… ven ustedes cómo ha quedado el pobrecillo?
     —Te acompaño en el sentimiento, para tooodo lo que necesites me tienes a tu disposición —. El hijo de puta  le da a mi viuda el pésame reglamentario poniendo mucho énfasis en el todo; también le mira las piernas  con disimulo.
     Como  Director del periódico que regenta, y de manera gratuita, ha editado   mi esquela a toda página.  En  lugar de los alejandrinos   publicó  un mal poema de su autoría en el que se advierte del vaivén del destino humano.