jueves, 20 de julio de 2017

Mi fisio







     

  Mi fisio es enorme, a medida que se acerca crece su magnitud.
  —¡Ay Dios! —suspira con infinita paciencia.
  —¿Qué habrás estando haciendo o mal haciendo qué mira cómo me vienes? —me regaña.
  Sobre la camilla suelta los nudos amarrados del cuello, de la espalda y cintura… hay que desatar lo que con tanto empeño sujetamos.
  Música de abrir chakras de fondo. Yo, la verdad, no distingo entre uno abierto de otro cerrado. Ninguna esencia que estorbe salvo un ramo fresco de hierbabuena etiquetado con “El vaso de mi amiga preferida”. Es mentira, a todas le dice lo mismo. Lo único que me molesta es el sonido de gotas que caen semejando una sutil cascada… me dan ganas de orinar, a ver cómo le digo a mi sensible fisio que apague la cansina cantinela de aguas tenues.
  —Amiga, dime, ¿cómo te va?
  —Bueeeno…, más o menos.
  —¿De qué estás escribiendo ahora?
  —Nada nada… de tonterías.
  Ya sé que me quiere engañar con las preguntas, y que está agarrando por los cuernos mi problema del cuello. Me quejo, con un ¡Ay!
  —Tranquila, estoy en ello. No sé qué te pasa hoy, no consigo relajarte.
  Ahora va a por la glándula pineal y la madre que parió al sartorio, luego ataca al flexor, tiene que dejarlo suavecito, igual que a la línea rugosa del trocánter menor ¡au, sí, justo ahí!
  —Pero calla mujer, y recibe…, a ver qué podemos hacer con esto.
  Mi fisio es poeta y filósofo, sabe diagnosticar los males del cuerpo y ¿del alma? Tiene una voz suave y profunda. Sus manos curan, sus palabras calman, eleva el cuerpo y el espíritu hasta el nirvana, todos los chakras se abren incluido el séptimo, por lo visto es el más difícil. Mi fisio pesa ciento veinte kilos, bueno, ya no, que se ha amarrado el estómago, ahora come menos y acaricia peor, no se lo digo porque sigue teniendo manos de santo y además sabe escuchar, no le han extirpado el oído, ni la intuición de tocar justo donde se debe.
  —Dime gigante fisio, ¿cómo sabes qué es ahí precisamente donde…?
  —Es que tengo diez ojos en los dedos concentrados en tu cuerpo.
  Me gusta cómo me deja la parte interna superficial del muslo, por arriba de la sínfisis del pubis, y cuando estira el tendón largo de la parte superior de la tibia. Tibia estoy ya yo. Tengo calentito el flexor de la pierna y el aductor, a punto de conversación lo tengo.
  —Ahora cierra los ojos que vas a ver el cielo, mi niña. Así. Eso es.
  Los cierro y veo la gloria bendita. Deja que duerma un rato antes de despacharme.
  —Oye, no me faltes tanto que luego cuesta que tu cuerpo me haga caso, y llámame con tiempo, tengo la agenda a tope.
















































viernes, 14 de julio de 2017

La otra




Imagen del artista gráfico  Belga, afincado en Canarias, 
Jean Leclercqz Kelza 

                                                                         LA OTRA

                          
     El faro asoma su largo cuello pétreo por encima de la escollera, parece que haga un guiño al mar pletórico de barcas. Se celebra el día del Carmen. Los marineros pasean a sus vírgenes, tan apretados los pueblos costeros qué se rozan las fronteras de las parroquias. Codo a codo, los curas bendicen el mar a golpe de hisopo.
     En la cofradía de pescadores han arrestado a “la otra”, la no bendecida de oficialidad ecuménica, no le han dejado pasear el agua de julio. 
     La oficiosa quiere que la saquen, pero el cura dijo que no, y lo elevó  al Obispo; su Excelencia Reverendísima se negó, y lo elevó a prohibición; el pueblo dijo que sí, que sacarían a su Carmen bendecida o no, porque lo dice el pueblo y punto. 
     No pudo ser. Custodian su urna dos guardias civiles henchidos de devoción mariana, sostienen los tricornios acharolados sobre sus pechos. Huele la cárcel a flores, a brea, a calafate y a ron, también a pregón de sardina fresca y a coraje contenido… si no fuera por el retén de la pareja armada ya se habría liado la marimorena, seguro.
     La virgen no tiene capilla, sólo una vitrina de cristal en la cofradía, y ahí está Carmen, más bonita que ninguna, enjoyada de promesas, hierática virgen prohibida. Sólo tiene doce años, la compraron los pescadores con sus dineros en una tienda de un ex dominico, comercio que hace esquina a la porteña iglesia llamada de La Luz. Su propietario vende imágenes policromadas de santos, ángeles, vírgenes, cirios, reliquias de todas clases, y hasta un pedacito del madero aquel que dio para tanta venta. La compró el pueblo sin la ayuda de la iglesia. El guardia Rafael dio cien mil pesetas de las de antes; un tal Antonio, carpintero, le hizo la urna; otra vecina le cosió el manto azul, y el patrón del “Capitán Lezama”, la trajo a la cofradía en su furgoneta envuelta en varios sacos de arpillera no fuera que se quebrara por el camino. Él hubiera querido envolverla en raso, terciopelos y sedas, pero lo que “hay es lo que hay”, y con éste pensamiento se conformaba el hombre.
     Así que llegó la virgen hizo enseguida varios milagros, porque Juana recibió al día siguiente carta de su hijo desaparecido en la que contaba que estuvieron a la deriva muchos días, y que arribaron a las costas berberiscas con vida, que pronto volverían. También, al amanecer del día siguiente al que trajeron  la imagen de la capital, las barcas volvieron cargadas de atunes, tantos que casi se hundían. 
     Por fin tenían madre amantísima estrenando devotos, cautiva liberta de la vitrina de aquel fraile que rezaba: ”Se vende virgen a tanto, manto y corona aparte”. Sí, el pueblo ya tiene patrona aunque no la avale ninguna aparición, ni el beneplácito de la santa madre iglesia.
     Por la tarde del día de fiesta, ya apagado el bullicio de las procesiones vecinas, cosen las familias las redes y apañan los aparejos bajo las sombras azules de las barcas. Se escucha el rasgueo de las cuerdas de un timple y una voz de cristal que pregunta, siempre pregunta lo mismo la otra:
     Hijos míos, ¿ya hablaron con el Señor Obispo de lo mío?







jueves, 6 de julio de 2017

Documento inédito de una nariz quevediana en su viaje a Las Afortunadas

                                                                         

        Sucedióme, no ha demasiado tiempo, que estando en las afueras de las murallas del Real de las Palmas que circunvalan la villa,  e   paseando cerca  de la portada,  encontréme  una nariz arrebujada entre el heno de una carreta do sobresalía solo su punta,  hasta tal punto amoratada que parecía más una fermosa remolacha,  que napia humana. Movido por mi natural impulso de indagar que más de una vez metióme en inquisiciones, acerquéme   a comprobar si tratábase de una rojiza lombarda que algún labriego del lugar pretendía vender en el mercado, o solo de  unas narices  a punto de asfixia por culpa de la gramínea planta que  impedíale oxigenarse. 

 

     Escarbé en la paja buscando al dueño del apéndice,  para mi asombro,  solo vide  la napia,  e además, parlanchina. Por obra de algún hechizo,  las ñatas,   liberta  de cara, pescuezo  e cuerpo que la sostuviera, vocalizó en perfecto castellano ausente del   dulce timbre canario, un  peninsular ¡pardiez!, a lo que  contesté desenfundado raudo mi espada, pues seguro era obra funesta  del maligno  o alguna burla de algún zagal, que haberlos haylos, (zagales bromistas y encantamientos), pues… aunque ¡cosas veredes…!,  ¿cómo ha de ser posible  fablar sin boca, labios, dientes, paladar e  lengua?  

 

     La nariz estornudó como estornudan las narices. Mi condición de christiano bien nacido empujóme  a responder  con un ¡Dios os guarde!, a  loquella  contestó con cortesía de  gracias.  Establecióse dinmediato   corriente de simpatía  entre della  e yo, hasta el  punto que sentado a la sombra de la nariz,  contóme su triste historia de elefante boca arriba, reloj de sol, pez espada, pirámide invertida. 

 

     Resultó que habíase escapado de la cara de un celebrado sonetista en la Villa de Madrid, e saltando de faz en rostro llegó hasta Cádiz;  dallí  embarcó hasta estas las Afortunadas donde buscaba dueño donde aposentarse, aunque en su arriesgada aventura casi perece entre el heno de donde la rescaté.

 

     Luego que fuimos salido del camino y del lugar dencuentro, ya más asosegado   preguntéle  la causa de su huida.  Contó que ser frontispicio de un poeta era un mal vivir,  que aunque al principio el tal Francisco  se apañaba con “una olla de algo más de vaca que de carnero, salpicón las más noches, lentejas los viernes e algún palomino de añadidura los domingos…”,  desde que sus fieras sátiras molestara a cierta gente por burlas que facía de chicos e grandes,  ni a las viudas respetaba, menos aún a curas e barberos, por lo que apenas   hacían  la merced de  invitallo a su mesa, e si lo facían,  lo ponían tan al fondo que era entrepuertas e  comparsa de bulto, con lo que las viandas ni olerlas, lo mejor se quedaba para los delantes. 

 

     Interesada la nariz en que tal me las aviaba, en  como era la cocina de mi casa, que si estaba surtida,  si tenía dueña…  pues todos saben quellas, las doñas, son las que mandan de puertas para adentro. Parecióme  mucho su  interés  en las cosas domésticas  que no quedóme otra que confesar mi condición de no estar ni amancebado, ni conyugado, e que folgar, no  folgaba, salvo con alguna ramera de baja estofa  las pocas ocasiones que disponía de ocho cuartos,  y a veces ni de un cuartillo, a trueque de recibir  alguna purgación que otra, o sarna e  piojos de los catres poco dados a lavativas. Al menos  habíame  salvado del mal de bubas, pero cierto es que poco entraba  a las mancebías.

 

    —Yo, de meretrices, ni olerlas, ¡por estas! —contestó la napia, aunque al no tener ni dedos  que llevarse a los labios,  ni labios para besarlos, el juramento quedóse cojo de gesto.

 

     —Ha de saber vuecencia —razonéle —, que  los que entre papeles metemos la nariz,  somos magros de carne, solo hay que vislumbrar  lo enjuto e seco de mi semblanza,    además, de conduta algo dispersa, que no sé si estoy fablando con  una nariz de carne, huesecillos e cartílagos,  o es cosa de  fabulaciones  algo enfermizas.  Ya veis el escaso   pecunio y poco yantar del que dispongo, e  a  no ser por  nuestros mayores, de mejor dinidá e avíos,  que de cuando en vez  se  apiadan de mi  condición rescatándome  de las penurias e miserias que padezco, ya sería defunto.

 

     Despedíme apenado della,  limpiéle una brizna de heno que aún restaba en una de sus fosas e mostrelle el camino del convento dominico, a solo una legua de camino, donde al menos las despensas, con fortuna,  estarán abastecidas, e si no del todo, los espirituosos e fecundos  alambiques amenguarían  sus penas.