jueves, 5 de enero de 2017

El regalo de Baltasar





             EL REGALO DE BALTASAR



     Me llamo Alicia, tengo ocho años y vivo en la Avenida del Ejército, la calle mayor de El Aaiún, la capital del Sahara Occidental. En una punta está el cuartel de artillería y en la otra la iglesia de San Francisco. 
     Todas las tardes desfila el piquete por mi calle a las seis en punto, que es cuando mi madre nos da la merienda, y mis hermanas y yo nos sentamos con el bocadillo en la acera a ver pasar el desfile, el que más nos gusta es el de la legión porque tienen un carnero disfrazado de legionario con su gorra y todo. La vecinita de enfrente a veces cruza la calle corriendo y hace perder el paso a los soldados que en vez de enfadarse le dicen ¡Guaaapaaa! Una vez crucé yo y sólo me dijeron ¡Quitaaa coooño!, maleducados los soldaditos. Yo creía que desfilaban porque en el pueblo hay pocas distracciones y así nos entretenían, pero una vez escuché decir a un militar con el uniforme lleno de medallas y el fajín encarnado en bandolera, un Capitán General por lo menos, lo de la medida disuasoria para que los nativos observaran el despliegue de fuerzas del invencible Ejército Español. Entonces le pedí a mi listísimo padre que me explicara lo de la medida y me contestó que una niña pequeña no podía entenderlo y que lo olvidara. Como mejor se olvidan las cosas es haciendo fuerza y apretando fuerte los ojos., aunque ésta pregunta no contestada se quedó para siempre en mi colección de no me olvides.
   Anoche, después de la cabalgata de los Reyes magos, se nos apareció Baltasar en la tienda de mi madre.
   En la tienda de mi madre se vende de todo: máquinas de coser con su pedal que no veas como corren, a veces hasta se tragan la ropa, en vez de agujas parece que tuvieran dientes; mantelerías caladas con agujero pequeños colocados en orden, no entiendo para que le ponen agujeros a los manteles; mixtos para las pistolas de los chiquillos; cadenillas de plomo para que el vuelto de las faldas no se levante, el siroco del Sahara levanta todo: ¡Una peseta al viento! gritaban los soldados cuando pasaban las muchachas agarrándose las volanderas faldas.
   Si me pongo a contar todo lo que se vendía en la tienda de mi madre se acabaría enseguida las hojas de éste diario que me regaló Baltasar.
   La seño Teresa, mi maestra, me aconseja que procure contar sobre los asuntos del alma, ¿cómo se escribirá sobre las cosas del alma? Monseñor dice que el cuerpo miserable se lo han de comer los gusanos pero que el alma nunca muere. Me gustaría mucho contar sobre las cosas del alma pero no sé cómo hacerlo. El perro de los curas se llama Merengue y es más negro que el carbón, ¿tendrá alma el perro de los curas?, ¿de qué color será el alma de Merengue?
   Anoche, nada más cerrar la tienda, enseguida de acabarse la cabalgata, se nos apareció Baltasar, ¡flop! Ahí... delante de nuestros ojos, sonriendo con su turbante torcido y los guantes blancos. ¡Baltasar, nada más y nada menos! Solo de pensarlo me entra esa cosa por dentro que mi padre dice que se llama emoción. A mí la emoción me dan muchas ganas de ir al baño. 
   Me acerqué a él con mis dos hermanas agarradas de las manos, y tironeádole de su capa real le pregunté:
   —Baltasar Baltasar ¿nos pones la bici esta noche? 
   —¿Qué dices niña? —preguntó Baltasar.
   — Que si nos eeechas la biiici —repetí gritando por si acaso era sordo.
   — Sí, hija, sí. —respondió. 
   Después se fue al almacén con mi padre. Entonces mi madre nos dijo que no nos hiciéramos muchas ilusiones, que la bici era para una niña que estaba muy malita. Yo estaba loca por la bici estupenda con su cartel de reservado, soñaba con ella, pero claro, lo de la pobre niña enferma me partía el alma, la que nunca sé dónde la tengo ni que de qué color es. Cuando Baltasar salió del almacén cargado de juguetes con el turbante más torcido todavía y la piel resbalándosele de la cara, le dije que podía regalarle la bici a la niña enferma, que lo entendía, y entonces él me dijo que de eso nada, que la bici era para mí, bien clarito que lo dijo... me dijo... esta noche te pondré la bici. Dos veces lo dijo.
   Anoche no pude dormir. Ya me veía por mi calle con mi bici nueva. Me puse a pensar que le iba a poner unas cintas de raso de colores al manillar, las que se vendían por metros en la tienda, aunque mi madre no lo necesita, ella medía la tela con los codos. 
   Esta mañana me levanté de un salto y no estaba mi bici en la sala, ni en el patio de atrás, ni en el garaje donde mi padre guarda la furgoneta de repartir las neveras y las máquinas de coser. Mis padres estaban preocupados porque no abría ningún regalo, ni siquiera éste diario en el que estoy escribiendo ahora.
   A media mañana me conformé y después de llorar un buen rato me lavé la cara con agua fría, miré las muñecas de mis hermanas y me puse la falda nueva de tablas, la blusa de nido de abeja tan linda y los zapatos de charol que al rato me hicieron dos rozaduras…y con la patineta que me regalaron los reyes salí a la calle. Una patineta feísima, en mi vida he visto nada más horrible. No pienso ponerle ninguna cinta.
   Patinando con mi patineta sin ningunas ganas de patinar, ¡pero claro... qué iba a hacer! , la vi. Vi mi preciosa bici reluciente y a Mariuchi, la niña rubia y gorda hija del Almirante subida en ella aplastando las ruedas. Entonces fui, la agarré y empecé a darle de cachetadas a la Mariuchi hasta que unos mayores nos separaron y el Almirante en mismísima persona fue a quejarse a mi padre. 
   Así que estoy aquí castigada en el día de Reyes, con éste diario que pone en la primera página regalo para Alicia de tu Rey Mago preferido, Baltasar.