lunes, 10 de abril de 2017

Mi ángel de la guarda, mi amarga compañía







   Mi ángel de la guarda, mi amarga compañía



   Cuando intento rememorar lo sucedido en aquel corto viaje de fin de semana solo recuerdo retales inconexos colgados de mi inestable memoria.

   Mi marido conducía, la suave música de Satie me adormeció, cuando desperté parecía que rodábamos entre algodones. La espesa bruma homologaba contornos: la gasolinera que dejamos a la izquierda, la torre de una iglesia, la vereda bordeada de pinos, el perro que asomó de repente sin que pudiéramos evitar atropellarlo.

   En el parador comprobamos contrariados que la habitación reservada desde hacía semanas estaba ocupada, nuestra habitación con vistas al escarpado barranco, la misma de nuestros primeros encuentros furtivos antes de casarnos. No, no queríamos otra, ni siquiera la suite que nos ofrecía el aséptico recepcionista con un sí señor, no señor, lo siento mucho señor, tan profesional por fuera y antipático por dentro. Tenía mal carácter, lo supe como si el hombre fuera transparente, también vi el coágulo obstruyendo el viaje de la sangre en su último recorrido hacia el corazón unos segundos antes de que se derrumbara sobre el mostrador. Junto a él una sombra.

   Sacaron los cadáveres sin escándalo por la puerta de servicio, ni siquiera la ambulancia hizo sonar su sirena para no alarmar a los huéspedes.
   Al final nos dieron nuestra habitación, la número 13, la mujer que la ocupaba sufrió un aneurisma cerebral, ¡qué pena!, ¡tan joven! Aprovecharon la misma ambulancia.
   —Un dos por uno —bromeó mi marido, tenía un humor negro extremado.
   Ya en el cuarto pedimos que nos subieran una ligera cena fría; nos la sirvió una camarera silenciosa y eficiente. En su tráquea dormía una mariposa no mayor de cinco centímetro con las alas desplegadas. Nos dio las gracias por la propina generosa con voz ronca abriendo mucho sus ojos saltones. Me dio náuseas mirar el demonio negro de su garganta, un bulto que terminará matándola más pronto que tarde.
   Cuando era pequeña podía ver a la gente por dentro, también creía que un ángel oscuro venía a verme todas las noches y de todas las maneras posibles se metía en mí, con violencia algunas veces, con dulzura las más. Al poco tiempo alguien enfermaba y a veces moría. Cuando menstrué casi a los quince años dejé de soñar con él. No quise contarle nada a Jaime de estas nuevas visiones, tenía la esperanza de que se tratara de episodios aislados.
   Hacía tiempo que no lo hacíamos así, de frente, mirándonos a los ojos, en silencio y con ternura. Muy despacio. Hice todo lo posible por no pensar en la pequeña protuberancia del tamaño de una nuez agazapada detrás de su uretra, ni de las malditas células navegando por la corriente sanguínea, ni en sus huesos invadidos por las sombras, ni en el terrible sufrimiento que le esperaba. Una muerte larga, oscura y lenta. 
   Por la mañana se soltó de mis piernas agotado y feliz, quería hacer fotos desde el balcón a la pared del roque con la luz rosada del amanecer, los retazos de niebla como gasas velando los encrespados barrancos.
   Le abracé desde atrás. Fue muy fácil.
   Esta vez no hubo discreción, la guardia civil tuvo que bajar a la sima a rescatar el cuerpo de mi marido, uno de los porteadores le lloraba el ojo izquierdo. Pronto quedará ciego. Ya no se si anticipo, o provoco. Ya no se casi nada.
   Hicieron muchas preguntas, a mí y al director del hotel, resultaba alarmante tres muertes en tan corto espacio de tiempo. Las autopsias de los cuerpos corroboró las enfermedades pronosticadas por mi ángel con un solo golpe de ala. 
   Me estoy volviendo loca, procuro no mirar a la gente, no salgo de casa ni recibo a nadie. Cierro los ojos y otra vez sueño con el ángel, una y otra vez, y otra vez y otra. Viene a verme y me incita y me excita como nadie nunca lo ha hecho. El muchacho del supermercado que trae la compra, un joven con toda la vida por delante, sólo conoce mi voz y mis manos. Mis pocos amigos aporrean la puerta pero no abro, no quiero ver a nadie, a nadie. 
   Luego todos dejaron de venir.
   Ahora estoy confinada en la unidad de psiquiatría con vigilancia extrema. Veo formas vagas, crecen y se expanden como pájaros negros, si pudiera me cosería los párpados. Se por los pasos de una enfermera de su problema de cadera, por el aliento de la otra de la acetona que padece, a través de la pared escucho los estertores de la paciente de la habitación de al lado, el hospital es un cementerio de gente que agoniza, y yo quisiera morir, es lo que más deseo, sin embargo, no me suelta mi demonio, mi amado ángel de la guarda, mi amarga compañía, quien me muestra la agonía final de los demás y a mí me mantiene viva.
   El doctor especula sobre mi patología y sobre mis supuestas fobias. Vuelve a reafirmar el disparate de que llevo interna diez años, afirma que nunca he estado casada, dice que no salgo de la clínica mental desde hace una eternidad,¡pobre imbécil!, aún no sabe lo que tiene escondido en su pulmón, no sabe que acabo de condenarlo con mi mirada.