miércoles, 19 de abril de 2017

¡Ay Casandra!



                                                    

                          ¡Ay Casandra!



   Cuando Casandra llega al despacho, mi cartera preferida, todo es de otra manera: se ilumina el día, con ella parece que entren todos los pájaros de la isla y se alegra tanto el espíritu que dan ganas de salir volando por la ventana.
   Enseguida la atiendo, pues para eso soy el auxiliar del conserje, subalterno a prueba, el último mono de todos los monos de la selva, hasta el becario me manda a por el café de la máquina, ya te digo…, y antes de que ella entre ya tiene la puerta abierta de par en par, solo me falta ponerle una alfombra encarnada y lanzarle flores a su paso. Le hago un gesto con la mano que quiere decir: “adelante reina mora, estás en tu casa”. A veces dejo con la palabra en la boca a otros usuarios que estaban antes que ella, uno me pide un formulario, o una fotocopia, y otro… no se lo que me pide, que no estoy atento, que estoy en otra cosa; se quejan claro, pero a mí como que me da lo mismo.
   Los segundos caminan despacio, todo se ralentiza menos Casandra y yo, ambos bailamos con el tempo armonioso, perfecto y justo. Me saluda con un desenfadado ¡hola niño! tirándome de algunos de mis rebeldes rizos, la normativa en vigor se empeñan en que no son adecuados, un día de estos tendré que cortármelos o me echaran a la calle. Estoy deseando cumplir los diecinueve, o los cien, para que Casandra me haga un poco de caso. Me guiña un ojo, y yo a ella… entonces ya no hay paredes que impidan escuchar el rumor del mar y hasta los trinos de todos los pájaros de lugar reunidos en coro y a una entonando el ¡Ay Casandra, qué buena estás!
   Es tan evidente mi alegría que se me nota sobre todo a la altura de la ingle, por eso a veces no puedo ayudarla a repartir la correspondencia, hago como si tuviera que hacer otra cosa, o me pongo el portafolios, el porta firmas, el porta lo que sea delante de la evidencia inflamada, la emoción es lo que tiene, se desborda y no siempre puede controlarse ni falta que le hace.
   La voz antipática de la Jefa de Negociado del Registro General pronuncia realidades con su ¿qué demonios pasa con el puñetero informe que no lo traes? Galopa su ordeno y mando por encima de mí, despacito, como si la bronca no fuera conmigo; bueno, no dice puñetero, ni jodido, sino dichoso, porque la encargada es una mujer contenida que a mí me da que nunca la han querido como se tiene que querer a una mujer, con todas las ganas y el cariño, una señora a punto de jubilación, más bien fea, para que nos vamos a engañar, y nacida en una familia donde seguro nunca ha habido un escándalo, al menos de la puerta de la casa para afuera, y provinciana, que es precisamente lo único que me gusta de ella, su aire pueblerino, lástima que lo disimule tan bien.
   —¿Qué quiere decir ser una familia de bien doña Rosario? —le pregunto. Ni se digna contestarme, da taponazos furiosos con el sello de compulsas para hacer constar a tantos de tantos, lo avala y rubrica la funcionaria con nº de registro (---------- un número muuuy laaargo)
   Ayudo a descargar la cartera de Casandra que hace que su hombro derecho se incline, si pudiera andaría detrás de ella a jornada completa llevando el peso que a ella le toca. Cuento con calma los paquetes y los sobres porque no quiero que se vaya todavía.
   — No te vayas Casandra.
   Casandra sonríe con su boca de rosa, con sus dientes de alba, con su cara de luna, con sus pechos de diosa.
   Cuando se marcha todo se apaga; los muros de la oficina vuelven a ser tan grises como antes de que apareciera, el corazón late con el pulso pausado, aterrizo, me fijo en la mancha del suelo de algún descuidado que ha dejado caer el café, y mi jefa me grita un destemplado espabila chico, que ya son las tantas.