San Dionisio
Simón, el antiguo
sepulturero, me contaba la historia del cementerio en mayestático equilibro, y es que era uno de esos borrachos dignos que casi
nunca perdía las formas; parecía un
ilustrado guía de voz engolada cuando hablaba sobre San Dionisio.
—En 1893 una epidemia de cólera
invadió la isla diezmando sus
habitantes, fue especialmente cruenta en ésta zona. Fue entonces cuando hicieron San Dionisio; el antiguo cementerio
no daba para tanto cuerpo.
Enseñaba el lugar con un
amplio gesto de la mano que abarcaba las desvencijadas tumbas, las cruces, el ángel de la entrada, la que antaño fuera capilla y luego un cuarto de aperos.
Un bajo muro separaba el
cementerio de la playa y del chiringuito, donde Simón y yo, siempre acabábamos tomando algo. El tipo me caía bien.
—¿Cómo van las cosas? —se
interesó mirando los planos del futuro
tanatorio de tres plantas con vistas al mar.
—¿Quitarán todas las tumbas?,
mire, tengo a mi madre enterrada allí.
—Señaló una de ellas.
—Conservaremos la capilla y
el ángel, no modificaremos demasiado el recinto original. Este lugar tiene carácter,
la tendencia actual es combinar lo clásico con lo puntero, ¿entiendes de lo que
hablo? —le pregunté enderezando los planos que Simón miraba del revés; el ángel
y su flamígera espada boca abajo como un mal presagio.
Simón se entristeció sin motivo aparente. Se le escaparon dos lágrimas. Una
resbaló despacio haciendo un camino
sinuoso hasta la barbilla, la otra se detuvo junto al lagrimal. Lloraba con gravedad y en silencio.
—¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí, Simón?
—Hasta que lo cerraron, de sepulturero, de jardinero, de lo que fuera… Tenía
las tumbas como la patena, mire que pena
como crece ahora la maleza, aquella siempreviva la planté en el 74, justo el año que cerraron el cementerio.
—¿Cuántos enterrados hubo a
causa de la epidemia?
—Creo que del pueblo y
alrededores unos cuarenta, a mí me
emplearon en el 55, y al cierre de
cementerio me dieron la patada.
—¿Tu padre también era sepulturero?
—Al principio sí, luego
trabajó en la carretera, casi todos los presos ayudaron a construirla, a muchos
de ellos los mataron.
—¿De qué presos hablas?
—¿De cuáles van a ser?, los de la
guerra, invíteme a un trago por caridad que sea de ron si puede ser.
Lo dijo todo seguido, sin
respirar. Pedí otros dos rones y al rato volvió con la misma cantinela.
—La tengo ahí a mí madre…
no le pude conseguir su medicina. La penicilina solo la podían
conseguir los ricos. Como el camposanto es suyo, cuando la espiche podría hacerme el favor de enterrarme con ella o junto a ella.
Desistí de explicarle al
infeliz el significado de una
multinacional.
De aquella noche conservo
un vago recuerdo de imágenes turbias: Simón
y yo bebiendo y cerrando bares; Simón dando un discurso subido a una mesa; Simón defendiéndome con un león en una pelea
con alguien…
Cuando desperté, estaba aterido en el suelo de la capilla, pegado a la espalda
de Simón, compartiendo una manta que hedía. Se dio la vuelta y me sonrío. No
sabría decir que apestaba más, si su boca etílica, o el raído cobertor que
aparté con asco.
Unos días después, excavando el solar adyacente al cementerio encontramos otra fosa.
¡Carajo! A lo mejor mi padre está entre estos desgracios. Dios lo tenga
en su gloria —exclamó Simón persignándose varias veces.
—No le cuentes esto a nadie.
Enseguida comuniqué el hallazgo a
la empresa. La consigna fue seguir trabajando, echar cemento sobre la fosa
extramuros, despedir al maquinista y a los peones, pagarles un sobresueldo a
todos y contratar gente de fuera.
Eso hice. Desde entonces
siempre tengo sed.
Y después, una larga
nebulosa, un rosario de días iguales los unos a los otros, días de medir a
golpe de pasos tambaleantes el cementerio porque nunca encajaban las variables
medidas: unas veces se alargaba unos metros hasta el fondo, otras parecía
ensancharse y comerse parte de la arena de la playa. Días de borracheras que
terminaban, a menudo, durmiéndolas en la
capilla junto a Simón.
La carta de despido no
tardó en llegar. Motivo: incumplimiento del calendario establecido para finalización de la obra. No tenía coartada, ni justificación. Recuerdo
que sentí alivio.
Le entregué el dossier de documentos al nuevo técnico, un joven bien
peinado de camisa blanca y cartera al hombro.
Nos tomamos la penúltima
Simón y yo, mientras, desde la tasca, mirábamos al eficaz perito
midiendo de nuevo el pequeño cementerio de San Dionisio.