miércoles, 17 de mayo de 2017

El Dios del estanque dorado






                                                     

 

 

«Caminando en línea recta, no puede uno llegar muy lejos»,  dice  el abuelo pronunciando la frase como una sentencia. El niño asiente muy serio, como si comprendiera,  y yo, desde mi reino líquido, sonrío. Los dioses sabemos sonreír, se hace torciendo hacia arriba la comisura de los labios. Así. También puedo  leer los pensamientos de quienes asoman a mi espejo. Sé que a Pepito no le interesan los senderos aburridos, si lo dejaran, preferiría correr aventuras.

«Mamá  no me  deja salir, tiene miedo de que me  ocurra alguna desgracia como pasó con papá.  Miedo que me  pierda, de que me atropelle un camión, de que un meteorito caiga sobre mi cabeza,  o de que me rapte unabandadealbanocosovares. Mi madre  lo dice  así, todo seguido sin respirar.  Por eso, cuando voy al parque, tengo que ir de la mano de mi abuelo, el de las frases raras, aunque algunas veces parezca que lo lleve yo a él»  

Al pequeño no le importa la meta, menos aún la  zanahoria-premio al mejor corredor de caminos rectos. Tampoco sabe que existo y que soy el que soy: el Dios del estanque dorado.

Llamo al niño. Pepito asoma  por el borde de piedra.

     Chiquillo... illo... illo...

     Blande una espada imaginaria, aprieta la empuñadura  dispuesto a defenderse de los dragones del parque,de los ogros devoradores de niños,   de las ramas secas del árbol que rozan su espalda, de las ranas que croan, de las que no croan también, de la perca gigante que nada tranquila… la sombra de  su cuerpo  en los cantos del fondo  cristalino, hace que parezca  que dos peces, uno rojo y otro negro,  naden a la misma vez con  exactos movimientos.  Un baile.

     Vuelvo a llamar con mi dulce voz impostada: escucha... escucha... cucha...cucha…

   «Esto no me gusta, no es divertido», piensa Pepito. Para ganarme su confianza cambio de estrategia. Ya no soy un Dios,  ahora soy un grillo, froto mis patas contra las alas y los chirridos envuelven al niño por todos lados, no sabe si sueno por aquí, o por allá.

    Pepito... pito... pito..., no temas,  solo soy un grillo, cri-cri.

   Enseguida se pone a buscar debajo de las piedras, entre las hojas, hasta que me encuentra y dice, y digo, decimos los dos: ¡qué guay... qué guay... qué guay!

     Ahueca la mano como si fuera una copa, y con cuidado, sin cerrarla del todo, enseña al abuelo su presa antes de guardarla  en su gorra de lana.   Me lleva a su casa. No puedo respirar, como soy un Dios me convierto en aire, ¡zas!, ahora soy aire, antes fui grillo, y agua, también fui luz y antes de la luz, puede que sombra. 

   Cuando el niño abre la gorra-jaula salta un pequeño pez. Pepito abre asombrado la boca. Con  un mágico ¡allez hop!,  hago que su último recuerdo fuera pillar un pescadito   en vez de un grillo, ¡qué listo soy!... y corriendo corriendo, el chico me arroja a un círculo abombado del que, por muchos esfuerzos que hago, no puedo escapar. A través de sus paredes miro a Pepito que me mira a mí. Le ordeno que me libere, pero nada, no hay manera, por lo visto lejos del estanque solo soy un  prisionero sin poderes celestiales al que tienen que alimentar porque si no, la palmo.

     Pasa el tiempo, no sé cuánto, ¡el tiempo de los humanos es tan constreñido! Sé contar siglos, milenios, eternidades, pero no los segundos que ruedan  despacio dentro de esta cárcel de cristal.

     Y por fin, un día me sacan de mi letargo, me bambolean y agitan. A través de la ventana del coche, puedo ver desfilar los paisajes de manera precipitada: trozos  de cielo, pedazos de nubes, algún pájaro,  los postes de la luz. Veo el cuerpo de Pepito piramidal, desde el regazo que me sostiene parece un gigante, sus manos son enormes, dos manchas blancas que rodean mi cárcel traslúcida, su cabeza se pierde en las alturas, parece un Dios. Ahora asoman las copas de los árboles del parque donde moraba en mi  paraíso acuático. Lo dejamos atrás, y con él mis esperanzas de regresar al dorado reino del estanque.

   ¡Ya llegamos, abuelo!

   Las manos de Pepito sostienen la esfera que me circunda y con un grito de alegría me lanza al agua. Un mar agitado, inmenso, salado,   donde nadan  peces mayores que yo, otros dioses que me devoran enseguida. Desde el estómago de uno de ellos escucho a Pepito feliz gritando un: ¡adiós, adiós, que te vaya bonito!

 

 





                                           Tara - Isabel Caballero