martes, 23 de mayo de 2017

11 M




                                    Por ellos, por todos ellos



   Cuando intento hacer memoria de aquel once de marzo, me recuerdo bajo la urdimbre del decimonónico atrio de la estación de Atocha sentado en uno de los bancos de forja que hay junto al invernadero, húmeda cúpula protectora sobre las plantas tropicales: orquídeas, plataneras, helechos, palmeras, rosas chinas y hasta tortugas de agua ajenas al frío de la mañana. A mi lado, un trasnochador con la madrugada aún pegada a sus roncas cuerdas vocales, entonaba la canción de ¿Qué hace una gaviota en Madrid? del cantoautor canario Caco Senante. Y así es como me sentía siempre en esa ciudad, como un pájaro extraño y ausente, más aún entre el bullicio del hormiguero de la estación madrileña donde esperaba a mi hija María. 
   No es fácil ser padre desde tan lejos. De vez en cuando escapaba de las islas para ver a mi hija. Si su madre y yo nos hubiéramos perdonado el daño que nos hicimos, el que le hice; si hubiese podido estar más a menudo con ella, si no le hubiera insistido a María que faltara a sus clases aquel jueves… aún sigo conjugando el verbo haber en tiempo pasado y condicional. La conciencia de mal padre, o de padre a destiempo, me abruma y llena de pena. No puedo dejar de torturarme.
   A las 7: 34, conservo el mensaje, María me avisa de que llegará a la estación en cinco minutos…yque la espere. ¡Pues claro cariño! Me lanza un sonoro beso. Unos minutos más tarde Atocha tiembla. Son las 07:37; a las 7:38 explotan dos bombas más en la estación de El pozo del Tío Raimundo, y otra al mismo tiempo en la estación de Santa Eugenia. Cuatro bombas detonan a una en la calle Téllez, 500 m. antes de la entrada a la estación de Atocha llamada también del Mediodía. 
   Todo es un infierno. 
   Llamo a mi hija. Suena su móvil. La llamo mil veces. 
   Los primero que auxiliaron a las víctimas contaron que las llamadas de los móviles no paraban de sonar. Algunos heridos contestaban. Los muertos no podían, nadie se atrevía a contestar por ellos, al menos al principio.
   Guardo su recuerdo de la última vez que la vi en la misma estación de Atocha, llena de vida, subiendo al vagón nº 2 Era verano y vestía vaqueros rotos y una leve camiseta de tirantes. 
   A menudo, las estaciones siniestradas de Madrid se llenan de flores, retratos, oraciones y velas por mi hija María y 150 españoles más.
   Y por los 16 rumanos.
   Por los 6 ecuatorianos.
   Por los 4 polacos.
   Por los 4 búlgaros.
   Por los 2 dominicanos.
   Por los 2 marroquís.
   Por los 2 ucranianos.
   Por los 2 colombianos.
   Por los 2 hondureños.
   Por el brasileño.
   Por el cubano.
   Por el senegalés.
   Por el chileno.
   Por el filipino.
   Por la francesa.
   Por los dos nonatos de tres meses y ocho meses de gestación. Por sus madres, una de ellas sobreviviente. 
   Por todos los de la madrugada negra de Mánchester, por todos los que mueren en nombre de la intolerancia en cualquier rincón del mundo.
   Y aunque me duela, intento recordar a mi hija como la última vez, sonriéndose a si misma en la imagen reflejada del cristal de la ventana de un tren tan encarnado como la sangre vertidas de las 191 víctimas mortales de los que se hacen llamar salvadores.
   Yo los llamo asesinos hijos de putas.