lunes, 2 de octubre de 2017

Historia de una rubia





                                                                   



                        Historia de una rubia




     Sabe la hora exacta en que el sol baja al patio de la cocina. Espía con sus ojos de caramelo como desciende la franja dorada desde las tejas, se alarga tocando la pared albeada, blanco sobre blanco, poco a poco, camino de luz hasta que llega al suelo; entonces, su morro chato pilla su alfombrilla, la arrastra hasta allí y se tiende a tomar el sol de las once y cuarto. ¡Qué bien se está bajo el amado!
     En su  tiempo de espera nada la distrae…, ni un vamos a la calle rubia, ni un trozo de galleta,  galletas de humanos que las de perro ni muerta ¡puaf!, ni siquiera se fija en el odiado gato negro del vecino que no puede ni ver y que se pasea por el tejadillo sin entender el por qué nunca le ladran a esa hora y a las demás sí, o puede que si lo sepa y por eso precisamente se contonea con lento paso provocativo.
     A veces el sol no baja, una nube lo tapa, o dos, y suspira mirando al patio como si fuera un novio despreocupado que no viene a verla. Apoya la rubia cabeza sobre sus patas delanteras dando una ojeada de vez en cuando; levanta una de sus orejas por si escuchara el ya voy, estoy llegando, ya llego. Mira por  donde su coronado rey tendría que aparecer, pero no, que no, que hoy por lo visto no toca.
     Se resigna y se va a hacer otras cosas, no todas buenas, maldita costumbre  de roer las esquinas de la alfombra  de la sala, la de tendencia moderna de nudos flojos que mejor hubiera sido pillar una clásica de nudos apretados, “ la unión hace la fuerza”, es el lema de las alfombras que duran toda la vida. 
     Y por fin aparece el novio dorado a las dos del mediodía, o incluso a las tres, cuando consigue dar el esquinazo a las dichosas nubes, un poco desgastado, no tan radiante, que ha pasado casi el día por él. Se mete en la cocina camino del comedor, toca la puerta de la nevera resaltando las partes metálicas. Un brazo entrometido avanza por el tragaluz del pasillo, un rejo alado, silente, cálido y amoroso acaricia la cama donde la rubia novia descansa con postura abandonada, las patas alzadas, la lengua rosada fuera de su boca que hace mucho calor.
     El novio  adorado la roza y le dice ¡aquí estoy niña!,  ¡le pega cada susto! Sacude su melena y le ladra enfadada estas no son horas de llegar. Pero al final se acomoda ¡Es tan suave la caricia del atardecer!
     El sol relaja mucho a las rubias, está demostrado.