martes, 17 de abril de 2018

Pierna de carne negra







                       El enterrador (subtitulado "Pierna de carne negra")




     Abdelkader Makambo,  nacido en la tribu de Temne. Dice haber tenido, antes de la guerra, catorce hijos de sus tres mujeres, ha perdido la cuenta de los nietos y bisnietos.
     — Jefe, apunta sinco vaca y tresienta cabra y un poso. 
     Aldelkader cuenta su historia a José, médico voluntario, quién la escucha con la misma atención que presta a tantas otras historias parecidas. Escucha y anota, o hace como que anota, sabe que no son tantas las cabras, ni las vacas. 
     Abdel guarda la esperanza de que cuando la guerra acabe el nuevo gobierno le devolverá sus tierras y animales, y con suerte hasta su pozo. Lo cuenta con una retahíla monótona... resulta que un día, hace casi cinco años, llegaron los soldados reclamando el ganado, también a las mujeres jóvenes. No pudieron defenderse, no tenían armas. Mataron a los hombres y a los ancianos del poblado, a todos los que rebasaban una marca de seis palmos hechas en el tronco de un árbol con el mismo machete con el que hendieron su cabeza, lo dieron por muerto, sin embargo,  la voluntad de Alá otorgó que viviera aún con la cabeza sajada, una enorme cicatriz blanca en el mapa negro de su rizada cabeza. Luego envenenaron el pozo y quemaron la aldea. Lo cuenta como quien reza, desgranando las palabras en el mismo y exacto tono con el que enumera yo tenía tantas cabras y también un pozo.
     — Apunta poso, no olvida tú de poso.
     —Y un pozo.
     Ahora que ya no tiene familia, trabaja por un plato de comida al día en La Misión de San Michael, un viejo hotel desvencijado en la franja costera no demasiado lejos de Freetown. Traduce los diversos dialectos de los heridos y enfermos, de los moribundos que se acercan a la Misión. También abre hoyos para enterrar a los muertos, tiene los brazos fuertes de tanto cavar. 
     Cuando llega algún chico herido con restos aún del uniforme de la guerrilla, Abdel se niega a hablar con ellos, más  aún a enterrarlos si mueren, no hay fuerza humana capaz de convencer a Abdel de que son tan víctimas como el resto. Cuando se cruza con alguno escupe a su paso, no le mueve a piedad que les falte, por culpa de las minas, una pierna o puede que dos, y los odia tanto que, a escondidas de los misioneros y personal sanitario, desentierra sus cuerpos para ponerlos en dirección contraria a la Meca, luego da paladas de tierra sobre la fosa violada a la vez que echa maldiciones.
     Una mañana se acercó a la Misión uno de ellos renqueando con el muñón de la pierna vendado con restos del uniforme enemigo, de su mano una niña pequeña que apenas se tenía en pie. El doctor la tomó en sus brazos dándole un poco de agua con suero que vomitó enseguida. De un solo vistazo Abdel supo que, otra vez, tocaría cavar. 
     —Pregúntale su nombre.
     Abdel saludó a la niña con el clásico wali bena, y le preguntó por su nombre, le gustaba poner el nombre de quienes enterraba. 
     —¡Wali bena! Me llamo Aditu Makambo, de la tribu Limba, hija de Abdelkader Makambo y Laila Makambo. 
     No dijo nada más. Hizo el gesto de tener cuatro años  enseñando cuatro dedos de su mano levemente alzada.
     El chico de la guerrera no se apartó en toda la noche de la esterilla donde la niña agonizaba, cuando dejó de respirar lloró sobre su pequeño cuerpo inerte como si fuera su hermano. 
     Al amanecer el enterrador cavó un agujero hondo, lo más profundo que pudo, debajo del enorme árbol del algodonero. El muchacho le ayudó a cavar. Enterraron con cuidado a la niña, un pequeño bulto envuelto en una tela azul, tan azul como el cielo de Sierra Leona. En un madero escribieron el nombre de Aditu, hija de Abdelkader Makambo.
     De una de las ramas del árbol que daba cobijo a la tumba, Abdel hizo una horquilla que ofreció al chico y que poco a poco fue perfeccionando para acoplar su pierna mutilada, tenía la certeza de que pronto jugaría al fútbol como los demás muchachos de la Misión, al fin y al cabo era amigo del Jefe, seguro que el doctor podrá conseguir una de esas piernas de metal y goma que parecen casi de verdad. 
     —Jefe, apunta bierna.
     —Una pierna ortopédica.
     —No apunta tú carne rosa Jefe, apunta bierna de carne nigra





                                  Tara - Isabel Caballero




miércoles, 4 de abril de 2018

Retrato de una mujer descalza que escucha un saxo



   

    Vuelvo a casa. Los edificios de la Avenida Marítima, puntos de fugas que huyen del parabrisas, se mecen en el retrovisor, bailan envueltos en bruma de asfalto, cristal y acero. Poemas urbanos. Van, vienen y desaparecen. Una curva los aleja. Sombras chinescas.
    En el rellano saludo a mi vecina, nunca tiene tiempo de nada, sin embargo siempre sonríe y corre, corre mucho. Está empeñada en regalarme un gato, o una planta, o un novio, o un libro de cocina de dificultad mínima. Una vez cuidé a sus niños, una urgencia dijo la mamá, desde entonces la piel blanca de mi impecable sofá aún conserva la huella de unas manos sucias. 
    Mi casa es lineal, minimalismo de comodidad sostenido a base de pisar despacho, nada estorba la vista: cremas, crudos y tostados, orden máximo. Nadie holla el espacio salvo mi sombra.
    Reviso el correo: “Vino Selección” avisa de un nuevo envío y el dentista me recuerda que toca sufrir martirio el jueves a las cinco y cuarto, sea puntual.
    Me acompaña en la bañera una copa de un merecido lágrima negro de intenso color cereza con toques de regaliz, potente y carnoso de expresivo final largo en el paladar. Un milagro.
    Suena un saxo ahora.
    Pienso en él. Sus esporádicas visitas eran de puro “cloretilo de vitulia”, cloroformo virtual, técnica depurada de caricias. Las persianas plateadas rimaban con el quédate un poquito más, anda, y con la luna que asomaba sin avisar como si fuera su casa y no la mía, descarada y muda. Su rejo silente sorprendía primero el suelo, después la pared vacía, la esquina de la cama, la seda de una prenda abandonada.
     Suspiro.
    Rompe el techo que hace ángulo con la pared un reflejo verde agua. Solo es el faro de un coche que ilumina a ésta mujer solitaria que escribe, y presta luz al cuadro rubricado de prestigio, grande, pactado de modernidad que dice no sé, no sé de qué voy, ¿y tú? 
    La orquídea del vestíbulo, vertical y estricta, amable guiño albo cuenta de que a lo mejor resulta que sí, que sí que vive aquí una mujer descalza que escucha un saxo. 
    Sí. 


                                        Tara - Isabel Caballero