miércoles, 3 de enero de 2018

Sin retorno








   

                     

     A pesar del frío, abrimos el alto ventanal asomado al horizonte de estrellas, nada hacía presagiar que fuera la última vez, nuestra última vez para todo: para las caricias, para nuestros encuentros fugaces, para algún reproche que otro, para amarnos como solo los desesperados lo hacemos.
     A menudo me sentía alejada de su vida, una tenue sombra en el leve hueco entre dos fechas de su agenda. No, no era fácil vernos, ni siquiera nuestro refugio era un lugar seguro al margen de la prensa.
     —El enemigo acecha —solía decir con una sonrisa.
     Era una noche de luna radiante, parecía que la hubieran colgado adrede delante de nuestros ojos, un aderezo en nuestro encendido escenario.
     —¿Estás seguro de que no ha sido uno de tus hombres quien ha preparado éste cielo?
     Aún estábamos mojados de flujos y sudor, él odiaba que saliera disparada a ducharme. A los dos nos gustaba sentirnos húmedos.
     —Claro que no —contestó por fin —aunque no te lo aseguro, ¿recuerdas aquella vez...?
     Me quedé esperando el final de la frase, en ocasiones usaba en sus discursos largas pausas teatrales, silencios premeditados,un método, una manera de atraer la atención sobre su persona, un foco verbal, sin duda era el genio de la palabra. Le escuchaba hablar medio adormilada, el impulso de su aliento en mi cuello cuando preguntó el ¿recuerdas...?
     Lo que ocurrió después fue tan inesperado como pudiera ser que el cielo, con sus estrellas, meteoritos, cometas, lunas y satélites se derrumbara desde su precario equilibrio hidrostático sobre nuestras cabezas. No hizo falta que me inclinara sobre su pecho para comprobar que ya no le latía el corazón, supe que no estaba a mi lado, lo decía el vacío de los ojos, la ausencia del que habitaba su cuerpo, la boca extremadamente abierta en el último acto aeróbico de su vida. De fondo sonaba el Mesías de Haendel, un hombre enorme que comía por cuatro, su música era física..., me di cuenta de que estaba recitando de manera mecánica sus opiniones sobre sus apreciados clásicos, supongo que para no llenarme de pavor porque un rato antes estábamos follando como locos, como dos furtivos enamorados.
     Puede que ahora crean que lo he matado, dice la historia que siempre es una mujer la que envenena. Encendí la luz de la mesilla y levanté el vaso, ya con el hielo derretido, mirando al trasluz el licor de almendra del que media hora antes bebíamos los dos, una mezcla de sabor extraordinaria, un poco amargo y un poco dulce, como la vida. Apuré lo que quedaba de un trago.
     Llamé por el busca a uno de sus guardaespaldas alojado en la cabaña vecina, tardaron en venir lo justo para encontrarme vestida y enseguida se ocuparon de todo. Ni siquiera pude llorar vencida en la avioneta de vuelta a casa, la cabeza del piloto no se giró ni una sola vez, ni arrebujada en una manta térmica pude dejar de sentir frío, ¡tanto frío!
     En los periódicos de la mañana la noticia de su inestimable pérdida en primera plana, la radio, la televisión, desde todos los medios anunciaron su óbito por un fallo cardiaco mientras descansaba en el refugio familiar junto a su esposa. El entierro, y a pesar de su pública notoriedad, se hizo en el más estricto círculo íntimo.
     Algunas veces me pregunto qué quiso contarme con su inacabada pregunta del recuerdo de un  ayer.
     Nadie debe arrepentirse de mirar el cielo, aunque desde entonces las noches despejadas ya no me parecen tan armoniosas, las estrellas no están colocadas en el firmamento con el único fin de que él y yo las contemplemos, se apagó la luz de mis ojos, que las miren otros, que otros y otras se embelesen con ellas, al fin y al cabo solo son gases, plasmas, fantasmas de lo que antaño fueron.




                                 Tara - Isabel Caballero