miércoles, 17 de enero de 2018

Parodia sobre un policial



                                             


    

     Soy el hombre que encontró el cadáver de la mujer del ático.
     A los de la Gendarmerie Nationale les pareció demasiado casual que fuera precisamente yo, escritor de artículos policiales por entregas en el semanario “La voix de la raison”, quien les alertara del suceso. Era mi vecina, por tanto no es tanta la casualidad, pensé, sin embargo no quise discutir con la Autoridad, no fuera que me cargaran el muerto a mí, un extranjero sin apenas recursos. Les conté lo que sospechaba, uno de ellos tomaba nota de todo lo que decía en un pequeño cuaderno de tapas verdes y anillas del mismo color. Seguramente padecía de cierta presbicia, pues después de escribir tomándose su tiempo, estiraba el brazo para leer sus apuntes junto al único foco de luz natural de mi apartamento.
     —Mmmm…, así que desde este balcón fue desde donde usted pudo ver…
     —No hay otra ventana o balcón, señor Inspector.
     —Tengo entendido que es usted escritor.
     —Sí, eso intento.
     A veces hago incursiones en el género fuera del corsé realista, de inmediato son atajadas por el Señor Director, mi jefe, un pequeño burgués aspirante a mecenas que navega entre la literatura y la publicidad de los excelentes productos del barrio. Siempre me anima con su gangoso “Amigo mío, no nos queda otra que escribir para ellos”. El comunal tratamiento le obliga a ser generoso, tanto que no me paga un franco, a cambio me presta su buhardilla mientras dure nuestro "nos".
     Desde mi ventana puedo ver la cúpula del Sagrado Corazón asomada como una esperanza blanca sobre los tejados, flotando sobre las cosas, incluso sobre mi estómago vacío porque lo cierto es que como más bien poco. Es lo que hay. Por fortuna, en alguna ocasión me invita a almorzar algún amable parroquiano, la última vez, el perfumista. Antes de terminar la inevitable sopa de cebolla ya ha surgido en mi cabeza una nueva coartada, un giro en la trama, otro sospechoso más, quizás debido a los efluvios del mediocre vino de la viña de Montmartre donde crecen las vides al amparo de la tapia del cementerio, el mismo caldo que presta alas al anfitrión para solicitarme que el nombre de la futura protagonista de mi próxima entrega sea el de Marie Claire.
      —En los policiales no hay un solo protagonista señor.
     —Bueno, las reglas están para saltárselas ¿no cree usted? —guiñó un ojo a la vez que señalaba con la barbilla la bandeja de cordero asado que portaba  un camarero en volandas
   —Efectivamente, Marie Claire es un bonito nombre —afirmé convencido.
     Satisfecho, el perfumista se lanzó sobre los riñones de cordero con extremo deleite a pesar de su acre olor a orines; si su nombre no fuera el de Adolphe, debería llamarse Leopold, de apellido Bloom.
     A la hora de la siesta, el sol, clavado en el cielo del verano de París, sombreaba a rayas el cuerpo desnudo de Marie Claire a través de las persianas entornadas. Al menos así lo imaginé, y al perfumista regalando a su joven amiga el sobre quincenal con el dinero acordado camuflado entre el lote de esencias, y además, su precioso nombre publicado. Seguramente presumió de que casi todo el artículo lo había escrito él aunque lo firmara otro. Hay que dar oportunidades a los jóvenes que empiezan, más aún si están muertos de hambre —añadiría con cierta complacencia.
     Entre el ático C de la amiga del perfumista, y el mío, ático A, vivía la ya fallecida “Cecile Lelarge - Concertiste”, rezaba la placa de su puerta. La tarde anterior a la muerte de la profesora de música, hacía tanto viento que, del otro lado del fino tabique apenas se escuchaban los acordes del piano, los ejercicios repetitivos de sus torpes alumnos. Por fin la última nota cesó… y poco después comenzó el ruido. Un ruido rítmico, gemidos que no conseguía apagar el siseo del aire colándose por las rendijas del balcón. El aspecto anodino y discreto de la concertista, la seca expresión de sus saludos, el frunce apretado de su boca no hablaba de la mujer apasionada de edad incierta que no paró de gemir en toda la noche, siempre con la misma cadencia, ora paraba, ora seguía, ora sollozaba, suspiraba o volvía a jadear mientras yo intentaba escribir sobre temores, venganzas, motivos, oportunidades y medios.
     De madrugada se calmó el viento y por fin cesaron los sonidos sensuales de mi vecina. Cuando abrí la ventana vi a la concertista tendida inerte boca arriba en el suelo de su balcón y avisé inmediatamente a la policía. Los gendarmes me hicieron preguntas sobre ella. Apenas la conocía. Les conté lo de la noche anterior.
    —¿Tiene idea de quién era su acompañante nocturno?, ¿llegó a verlo usted?
     —No señor, ya le dije que solo escuché lo que escuché, no tenía ni idea de que la señora concertista tuviera un affaire d'amour.
     —Y de su otra vecina, ¿qué sabe usted?
     —Pues lo que sabemos todos, que está muy rica.
   —En su apartamento se encontró una revista con un artículo firmado por usted. La descripción de la joven protagonista coincide plenamente con la de ella, incluido el nombre de Marie Claire.
     Mientras el gendarme anotaba en su cuaderno lo que supuse mis respuestas, dudé por un momento en explicarle la historia del perfumista, claro que entre quedarme sin los sabrosos almuerzo que me ofrecía, o que hubiera alguna duda sobre mi falta de cooperación, opté por largar lo poco que sabía, al fin y al cabo estaba acostumbrado a pasar hambre.
     —Lo que le decía, que está muy rica y que a menudo recibe a caballeros, supongo que ya se habrá informado. Ella era una simple trottoir de las calles de Montmartre hasta que el señor Adolphe la retiró, aunque el infeliz cree que es el único con el que la señorita duerme la siesta.
     —¡Ajajá! —contestó el inspector en francés.
     Durante tres días fui agasajado por todo el mundo, no daba abasto a tanta invitación. Escuchaban mi teoría sobre lo que ocurrió la noche del asesinato. Los vecinos consideraban mi opinión, las mujeres me sonreían, incluso tuve una aventura con Marie Claire, y gratis. Mi jefe pactó un salario. La vida parecía sonreírme, pues todo el mundo supuso que gracias a mi testimonio darían con el posible asesino de la concertista, no en vano escribo lo que escribo, y al menos sobre papel, resuelvo casos de dificultad máxima.
     Al poco tiempo de realizar la autopsia, se supo que una antena del tejado doblada por el embate del viento fue la autora de los jadeos inexistentes de la infeliz fallecida por una parada cardiorrespiratoria, también la responsable de acabar con mi incipiente carrera de escritor policial.
     En fin, c'est la vie.




Dedicado especialmente a la compañera Eva Loureiro, experta en policiales.