miércoles, 28 de marzo de 2018

Viernes de Dolores





                         Viernes de Dolores

   El sargento Pellicer miró a la mujer por encima del carnet de identidad que sostenía en su mano. Nadie diría, a primera vista, que había nacido en el año... parecía algo más joven... unos cincuenta como mucho, aunque quizás bajo la capa de maquillaje y del rojo de los labios perfectamente delimitados...
   —Así que Dolores García, ¿cómo es que se hace llamar Mimí? 
   —No me hago, todo el mundo me llama así, será por los años que he vivido en Francia. 
   Pellicer ya se había informado de que Dolores fue una de las tantas siervas de la Casa Grande de aquellos tiempos de la España profunda y rural en la que aún persiste, en ciertos sectores, el atavismo de respetar el olivar del amo, y sobre todo, de envidiarlo, aunque éste tuviera derecho de pernada y de lo que le diera la gana al señorito. Es lo que pensaba el sargento poniéndose inconscientemente de parte de Dolores o Mimí. Él también era hijo de campesinos. 
   —Y antes de que lo averigüe, sí, fui puta y a mucha honra, pero ya no, pregunte a quien quiera. Sabrá usted también el éxito que ha tenido mi taller, por fortuna. 
   Cuando se quedó preñada del señorito le dieron unos dineros, no mucho, con el que se fue a París donde tenía una prima sirviendo. Después de parir a la criatura y agotado lo poco que tenía, Mimí se ganó la vida trotando la misma orilla izquierda donde los tardíos existencialistas que quedaban también se la buscaban, la vida y la compañía. En fin, una historia como tantas otras.   
   La niña le salió bonita y fina. Como la madre no quería que siguiera su mismo “trottoir”, desde que cumplió los trece la apuntó en un taller de confección para que tuviera oficio y que no viviera, como ella, de la entrepierna. 
   —Tenga en cuenta, señora García, que solo son preguntas rutinarias dada la relación que mantiene, que mantenía,   con don Eufemiano Sanabria. No obstante, puede negarse a responder y a consultar con un abogado si así lo considera. 
   —A ver qué culpa tengo  de que el hombre haya fallecido,  que yo sepa, tener un querido no está penado por la ley. 
   Dolores miraba de refilón al sargento Pellicer anotando en en cuaderno de tapas negras todo lo que ella contestaba.  Le ponía nerviosa las cenizas del cigarrillo que el hombre se olvidaba de sacudir sobre el cenicero. 
   —¿Por qué motivo volvió usted a España hace... diez, perdón,  once meses? 
   —Por mi hija, no quería que siguiera los mismos pasos que yo, o que mi fama la perjudicara. Ya le he dicho que montamos un taller de costura aquí. 
   —Sí, ya veo, “Casa Mimí” —ratificó el sargento mirando su cuaderno —cerca del pueblo donde nació. ¿No habría sido preferible instalarse en alguna ciudad más importante? 
   Pensó que el policía no sabía nada de negocios. Precisamente por lo provinciano del lugar a las señoras le encantaba todo lo que sonara a extranjero, ella conocía bien a sus paisanos... hizo correr el rumor de que trabajó en uno de los “ateliers” de costura más importantes de París. Su pronunciación algo gangosa, el arrastre de las guturales erres y el fingido olvido de algunos giros castellanos hicieron el resto. 
   —Mi hija es una creativa magnífica, tiene un  arte especial con las tijeras; contratamos un par de modistillas del lugar para las tareas más rutinarias... eh voilà! 
   Si es que  no aprendía, en el fondo era una sentimental. Cuando casualmente vio al señorito, ahora señor, se le salió el corazón de su sitio. Él la miró como los hombres miran a las mujeres guapas y al poco estaban charlando animadamente en una de las cafeterías de la pequeña ciudad. No la reconoció y ella, por no romper el “charme” del encuentro no le dijo que la mujer elegante y cosmopolita que parecía admirar tanto, era la Dolores, o Lolita, como él solía llamarla. 
   —Así que  el señor Sanabria se vistió de nazareno en la casa de usted ¿no es así? 
   —De nazareno no, ésta vez iba de penitente. Yo misma ayudé a vestirle, si es que vivía más conmigo que en su propia casa, se encaprichó de mí, ya ve, aunque no soy su única querida, investigue usted. 
   —Ya lo hemos hecho. 
  —la mujer, la legítima, ya está más que acostumbrada a tanto cuerno. 
  El viernes de Dolores ella misma le colocó la túnica de lino blanca y la capucha marrón con la que se cubriría el rostro, le sujetó a la cintura la madeja hecha de cuerdas de cáñamo con la que luego se golpearía la espalda y hombros, y también la “esponja”, y además, le embadurnó los pies con aceite de oliva y romero para aliviar el camino; andar descalzo durante la procesión llaga los pies aunque libere de los pecados. 
   No tuvo otra que decirle quien era, y que la chica era su hija, ni por esa dejaba de rondarla  el muy cerdo, si es que tuvo que hacer lo que hizo porque no había otra. 
   —¿Y cómo sé yo que es mía? Puedes haberte quedado preñada de cualquiera.
   —¿Es que ya no te acuerdas? Fuiste el primero, luego claro..., ya en París no me quedó más remedio que...
   —La que es puta es puta. Anda, déjate de monsergas y  hazme eso que sabes hacer tan bien. 
   Le gustaba encañonarle la cabeza mientras le hacía su habitual felación, caprichos de señor.  
   Un día me va a matar, algún día se le va a escapar un tiro a éste pedazo de cabrón. 
   Por más que hizo por apartar a su hija de él, no pudo. Él era el que mandaba, y punto pelota, y si le daba la real gana se la quitaría ejerciendo el derecho de padre con tal de tenerla en su cama. Era lo que había. Sin más. 


   Mimí era muy cariñosa con sus queridos animales: cinco gatos, dos perros y dos periquitos. Los mimaba en exceso, la mejor comida especializada por razas. Le daba a sus mascotas algo que ella nunca había tenido: ternura y cuidados. 
   Eufemiano Sanabria cumplió la penitencia anual el Viernes Santo ante la imagen de La Dolorosa. Los penitentes asieron la empuñadura de las madejas de sogas y, balanceándolas golpeaban sus hombros y espaldas alternativamente, ora a la izquierda, ora a la derecha. Los flageladores perdían la cuenta de los golpes y a una señal del ayudante contador, paraban. El hermano cofrade, cuando considera que el arrepentido ya había cumplido, avisaba al práctico, quien le picaba la piel con la esponja, un instrumento de cera con seis cristales en forma de estrellas, doce pinchazos, pues doce eran  los apóstoles. 
   Las marcas de sangre de tantos arrepentidos pecadores manchaban las piedras de las calles como un sagrado estigma. 
   El señor del lugar no sobrevivió dos días a las heridas.  Las sogas de esparto y la esponja pasadas por las defecaciones de los perros, periquitos y gatos produjeron en el penitente una septicemia mortal. Murió entre escalofríos, fiebres altas, respiración acelerada y frecuencia cardíaca elevada. En su funeral se le trató como a un mártir y fue enterrado con todos los honores. 
   Un caso desgraciado, a veces ocurren esas cosas. No hubo más preguntas del sargento Pellicer. 



                                                Tara - Isabel Caballero