lunes, 2 de diciembre de 2019

Punto de fuga

                                                                  Imagen de Eward Hopper





                                             

                                                   Punto de fuga


 

   Con los años he aprendido a viajar ligera de equipaje. En aquel entonces pasaba demasiado tiempo fuera de casa, casi siempre por trabajo. Tenía la costumbre de llevar conmigo la fotografía d emi marido; no una foto pequeña que resultara fácil guardar en la cartera. Todo un señor retrato enmarcado en plata que, en nuestro dormitorio, ocupaba la mesa de noche de la izquierda. Tiene..., tenía, una nariz importante y una expresión serena que me gustaba. 
   —No olvides llevarte a papá —solía recordarme con algo de sorna. Ya era una broma habitual en cada uno de mis viajes el “no te olvides de...”. Ahora, cuando lo pienso, sonrío con cierta tristeza.
   El día que cumplí los cuarenta, mi marido vino a nuestro apartamento de Milán sin avisar, quería darme una sorpresa. 
   Ninguno de los dos escuchamos la cerradura de la puerta al abrirse; estábamos profundamente dormidos, aún medio abrazados con la lasitud que el buen sexo deja en los cuerpos satisfechos. 
   Al levantarme vi uno de sus guantes en el suelo, el dedo índice, acusador, apuntaba  hacia la cama. 
   Inmediatamente, para comprobar mi sospecha, la casi certeza, llamé preocupada a Barcelona.
   —Hola mamá, ¿cómo estás? Feliz cumpleaños. ¿Cuándo vuelve papá?, ¿vendrás con él? Tengo muchas ganas de verte.
    No tuvimos un adiós definitivo, no hubo abogados,ni juzgados,  ni documentos que avalaran nuestras cada vez más prolongadas ausencias, tampoco hubo  pactos, ni desacuerdos, ni discusiones. A partir de entonces, los dos actuamos como autómatas, jamás hablábamos sobre...
   A pesar de mis deslealtades, de que la distancia entre nuestras dos camas era abismal, juro que lo amaba. Él nunca entendió la realidad de que existen tantos puntos de fuga como direcciones en el espacio. Yo lo quería con la fuerza de la costumbre, con la contundencia de la rutina, con todo el peso definitivo del proyecto familiar. Así lo pienso con la perspectiva que da el tiempo, desde mi presente mediato, desde el compartimento en el que hasta ahora, y por fortuna, viajo sola.
   Pese a que creí tomar el Direto, el tren hace una parada en la estación de Porta Susa, en Turín. En el andén, una mujer con las manos ahuecadas sobre su boca grita hacia alguna de las ventanillas cercanas: Quando arriverá a casa mi scriva súbito! Una escena anacrónica y bonita con la que fantaseo. Imagino como llega el hombre de la estación a su casa; un pasillo oscuro; el pellizco de luz en la pared que lo ilumina; el perchero dónde cuelga su sombrero. Enseguida toma la pluma y escribe sobre el papel con letra sesgada: Cara, te envío la presente para decirte que he llegado bien, a Dios gracias.
   Arranca el tren, no lo hace con el traqueteo pesado y lento que propicia la escena caduca que ensueño. Apenas se nota como acelera. Va como la seda. 
   Suena el móvil, es mi hijo, vendrá a recogerme a la estación. Le contesto que estoy bien, que no se preocupe y le pregunto: ¿Y tú cariño? Otro beso para ti. Yo también te quiero. 
   Intento dar una cabezada. No lo consigo. Ojeo un periódico de manera mecánica. En la página de sucesos un hombre ha matado a su padre; otro a su mujer. Lo cierro. 
   Miro el paisaje de una mujer reflejada en una mujer con la frente apoyada en el cristal, no se parece nada a mí, la que mira a quien me mira, en cierto modo  una asesina. ¡Asesina!, ¡asesina!,¡asesina!, exclaman los postes de la luz a velocidad vertiginosa; cada uno de ellos clamando un ¡asesina! El repiqueteo continuo de la lluvia en la ventanilla deletrea a-se-si-nas. La megafonía informa del último destino y con voz impersonal avisa de que, a bordo, se encuentra una asesina. 
   Procuro apaciguar mi corazón desbocado. A la derecha el monte; a la izquierda el mar. Pienso que hay paz en los bosques sin hollar y cierto éxtasis en las solitarias costas.
   Por fin arriba el tren a Barcelona. Tengo frío, tiemblo. Dejo el maletín en el suelo junto a mis piernas, me abrocho el abrigo y espero. Es raro que mi hijo no haya llegado aún, claro que el tráfico de...
   Me siento aturdida,  una mujer solitaria en el arcén mirando el tren que llega, el que se aleja, las vías, la marquesina de metal ondulado. Todo se resuelve en líneas paralelas convergentes hacia un punto de fuga diluido en el infinito. 
   Mi hijo me abraza mientras vuelvo poco a poco de mi ensoñación.
   —Tranquila mamá, no sufrió nada.
   —¿Eso es verdad? 
   —Nada, te lo prometo. Créeme, todo fue muy rápido. 
   —¿Cómo...?, ¿dónde?
  —Esta madrugada, en su despacho, con una de las pistolas de cuando estaba en el ejército.  
   —¡Dios!
   —¡Ojalá hubiera podido hacer algo más por él! Pasar más tiempo a su lado.
  —No te culpes cariño,  ya sabes que sufría de una profunda depresión. 
   —Anda, vámonos. Ya te iré contando de camino al tanatorio. 
  Dos trenes llegan casi a la misma vez encajonándonos en un pasillo de cristal y acero. Por encima del abrazo de mi hijo, de los ruidos de la estación, de la algarabía de la gente que llega o se va, se saludan o despiden..., las gaviotas graznan. Parece que ríen.


                                                                                               Isabel Caballero 



                                                                                                      




lunes, 18 de noviembre de 2019

Capoeira







   Rachid es más negro que el fondo del infierno, más listo que cien diablos juntos, le llega a la altura del corazón a Benearo. Ambos son esclavos, propiedad del mismo señor de las Madeiras.
   El gigante lucha con un pie anclado en la tierra. Sortea las piedras y guijarros que le arrojan, los cuchillos y puñales aumentan la apuesta. Se agacha e inclina, baila y muda con rapidez inusitada para alguien de tal tamaño. Ligado un brazo a la espalda y el otro suelto. El aire silba a su lado.
   Vuela su fama de tal modo que es honra del amo, lo alimentan y cuidan tanto como a sus caballos. 
   Rachid le cura las heridas con emplastos de barro y hierbas. Le enseña tácticas y danzas tribales de su tierra africana que aúna con estrategias de capoeira.
   El canario no sabe cómo se llaman sus artes, solo sabe que saltaba los barrancos de su isla como nadie y que era más fuerte que ninguno. 
    —¿Y tú Rachid…, de dónde viniste? 
    —Me apresaron en Tagaos, cabeza del reino de Bu Tata.
   Yo también era un hombre libre.  
   Tiembla el canario con el sonido de una flauta o llora porque el cielo se estrella, o se estremece porque sí. Su ancha nariz perforada por una anilla.
   Muchas mujeres han probado su hombría. Tantas que no abarca a todas. Rachid aprovecha alguna, no quiere que se canse el campeón.
  Frota con esparto trenzado el cuerpo de Benearo, limpia y restriega como una madre agitada que cuida de su enorme retoño. 
   Después se bañan en la poza bajo la higuera refractada y parece que la luz tiñera de verde a un gigante y a su menguada sombra. 
   —Eres como mi  madre. 
   —Una madre canija y negra. 
   Los dos se miran, y entonces, sonríen.



                                              300 palabras
                                            Isabel Caballero



viernes, 25 de octubre de 2019

Cartas a un niño sobre Francisco Franco



   Cuando era joven, por imperativo paterno y con el fin de que fuera tomando contacto con la dinámica de la empresa familiar, pasaba en nuestra imprenta la mayor parte del tiempo que me dejaba libre la facultad.
   Recuerdo el año en que editamos “Cartas a un niño sobre Francisco Franco”. El autor, marioneta del Régimen, firmaba con orgullo la biografía edulcorada del Generalísimo, Salvador de la Patria. En aquel entonces, no era fácil publicar fuera de la imposición del brazo férreo del Gobierno. Yo odiaba a Franco con toda la fuerza de mi juventud, con el empuje de las nuevas ideas que comenzaban a fraguarse en las universidades españolas en los años 60. Lo imaginaba empuñando una pluma con la que decretaba tantas muertes de paredón o de garrote vil, porque sí, sin paliativos, sin concesiones, aunque la guerra hubiese acabado en el 39.
   “Dedicado a todos los niños españoles”. Mira muchacho: has nacido, y quizá tu padre también, cuando un solo nombre en nuestro país, Francisco Franco, dice tanto como el nombre de la propia España. Voy a contarte la vida del Jefe del Estado español, que es como decir el Jefe de todo lo que vive y se mueve en nuestra Patria.

  Cuando me negué a colaborar con la edición de la biografía,  mi padre puso el grito en el cielo, y como siempre,  discutimos. Mi madre, miedosa del "qué dirán", bajó volando las escaleras de nuestra casa situada en lo alto de la imprenta y exclamó: ¡Ay éste muchacho nos va a matar a disgustos! Si te escucha don Agapito se nos va a caer el pelo. Don Agapito, nuestro vecino, director de un instituto de enseñanza media, impuso en su centro la biografía como libro de texto adicional para la asignatura de Formación del Espíritu Nacional.
  Por la noche, mientras la familia dormía, me resarcía imprimiendo en el hectógrafo octavillas contra el Régimen; cada noche cien sumaban miles al poco tiempo.
 Es posible que muchos de nosotros, jóvenes estudiantes desconcertados y algo torpes, no supiéramos distinguir a Trotski de Lenin, ni en qué consistía con exactitud: “La Causa”. Queríamos hacer algo, lo que fuese. Los conceptos del franquismo se oponían, por norma, a nuestros aún inciertos principios, igual que se oponían a nosotros, jóvenes vanguardistas, las Fuerzas del Orden Público con sus tiros al aire tan frecuentes y certeros que atinaban en pleno corazón…, es lo que tienen las balas perdidas, que mudan su trayectoria por arte de magia. Acudíamos sedientos de reformas a las asambleas, manifestaciones, proyecciones de películas, recitales de música y de admirados poetas:

  Niños del mundo, si cae España… si cae ¡cómo va a quedarse en diez los dientes, en palotes el diptongo, la medalla en llanto!
   Jornadas de actos y jornadas pacatas de amor la mayoría de las veces. Casi todas las compañeras se negaban a abrirse de piernas no fuera que  las desmozaran, guerreras de discursos y tímidas de bragas para adentro. Teníamos que enamorarlas como mi padre enamoró a la suya, y aunque unos años más tarde hubo quema de sostenes fuera de nuestras fronteras, aquí, en ésta España nuestra, Josefa o Paca, por muy camaradas de partido que fuesen, exigían un compromiso en regla antes de la metida de mano o de lo que se terciara, y en eso andábamos, teorizando el amor libre y aguantando el dolor de huevos entre mítines y versos.
   Conocí a los ácratas  en profundidad a la vez que a Lola. Ella fue quien me enseñó la naturalidad en los modos; a guardarnos de los hijos no deseados; a dejarse llevar con la piel y con las entrañas; a entendernos a golpe de versos, de palabras y de actitudes. De ella me sorprendió que no comerciara con su sexo a cambio de una promesa conyugal. Recitábamos a Miguel Hernández,  nos amábamos con Vicente Aleixandre entre sangre a raudales y memorias melancólicas; odiábamos a Franco con la rabia de Neruda y con su misma certeza le auguramos su propio infierno.
  Y claro que editamos la jodida biografía, no quedaba otra.
  Mi amor por Lola se difuminó en la nada, o en la casi nada. Fue ella quien me dejó, nunca he podido ni he querido olvidarla. A mis padres no les gustaba nada la Lola roja y libertaria. Terminé casándome con una mujer muy distinta a ella.
   Hasta hace poco mantuve  la imprenta que fue de mi padre y de mi abuelo, claro que primero vino la transición…, los desnudos desplegables de la página central de las revistas, la aparente apertura y las desilusiones en quienes confiábamos. La cultura "underground" proliferó y contratamos a un dibujante de comic. Editábamos  sin restricciones con publicidad incluida de cualquier producto que el mercado ofrecía, hasta que tuvimos que cerrar la imprenta. El negocio es el negocio.
     

                                                                                      Tara- Isabel Caballero

sábado, 19 de octubre de 2019

Soy tu hombre




                                                               

                                                                           Soy tu hombre



    —Si quieres un esclavo, aquí me tienes. Boxearé en el ring que me pidas.
    —¿En serio?
    —Soy tu hombre y tú, mi Diosa.
    —¿Sabes que una vez soñé con Dios?
    —¡Pero si eres atea!
   —No debería extrañarte, en mi familia hay antecedentes... a mi abuela se le apareció la virgen, me lo contó una tarde mientras cosía. Dijo: “Iba vestida de azul sentada sobre una nube, alcánzame las tijeras, niña”.
    —¡Caramba!
    —Tenía un costurero grande de raso pajizo que parecía un poema lorquiano de lo bonito que era y donde había que bucear para encontrar el dedal o la cinta métrica. Mi abuela pronunciaba con la misma naturalidad tijeras que virgen, como si las dos palabras tuvieran la misma composición y estructura.
    —Ven aquí anda, déjate de dioses y de vírgenes, y dime cómo te fue en la prueba.
    —Me cogieron de puerta. Laura dice que tengo que soltarme en el escenario, por algo hay que empezar... ¿Me estás escuchando?, mejor se lo cuento a ella, acaba de llegar. Venga..., duermete un rato.

    —¿Sabes Laura que a mi chico le aburro?, se le cerraron los ojos mientras le contaba lo de la dichosa prueba.
    —¡Qué capullo!
    —Hizo como que escuchaba. Al enfadarme me soltó un “soy tu hombre, muñeca, no te obsesiones. Me intereso en la misma medida por tus caderas que por tus pequeños problemas”
    —La palabra obsesión debería estar prohibida. ¿Somos amigas o no?, cuéntame que tal te fue.
    — Hago de puerta.
    — ¿De puerta? ¡No me jodas!








                                       250 palabras

                                       Tara - Isabel Caballero

                                        


jueves, 19 de septiembre de 2019

Un corto cuento algo mágico








                                                             Un corto cuento algo mágico





   Aquel día empezó mal. Me caí de la bici, y para que mi madre no me regañara por romperme el vestido, fui cojeando apoyada en el hombro de mi amiga hasta su casa. Valentina pensó que, al ser su padre veterinario, entendería de piernas aunque fuera la de una niña humana.
   —Cariño, hay que coserte un par de puntos.
   —¿Eso duele? —pregunté asustada.
   —Apenas los sentirás. ¿Sabes?, te voy a regalar un talismán. Una rosa del desierto.
   —¿Qué es un talismán?
   —Un amuleto, tiene poderes. Si lo sujetas con las dos manos mientras te curo no te dolerá nada o casi nada.
   —¡Ay... pincha! 
   —Y tanto que pincha, puede cortar hasta las ruedas de los neumáticos de los todo terreno cuando viajan por el desierto, y a la misma vez, es blanda.
   —¿Cómo puede ser una cosa dura y blanda al mismo tiempo?
   —Ya ves, ahí radica la magia de las cosas mágicas.
   —¿De qué está hecha? 
   —De yeso, agua y arena..., y de años.
   No entendí muy bien lo que intentaba explicarme  el padre de Valentina. Para  disimular que no lo sabía  asentí con la cabeza varias veces mientras miraba una estantería llena de piedras de colores. Todas tenían un pequeño letrero  con su nombre. La de color verde se llamaba cuarzo; había otro cuarzo rosa; la pirita era muy brillante con chispas plateadas; la turmalina, negra; la amatista violeta...
   —Si prefieras alguna otra puedes elegir la que quieras.
   De todas ellas la que más me gustaba es la que tenía entre las manos. No brillaba en la oscuridad, ni se encendía por dentro cuando le daba la luz. Había que sostenerla con cuidado por si cortaba, pero, sin duda, la rosa del desierto era la más bonita de todas.
   —Por ser tan valiente te pondré unos polvos mágicos en la herida, ¿vale?
   Aunque intenté concentrarme en mi rosa, por el rabillo del ojo vi como el padre de Valentina preparaba el yodo, unas gasas, e hilvanaba con un hilo negro una aguja algo curvada más grande que las de coser. Después me echó un espray en la brecha de la rodilla.
   —¿Y ese fuchi fuchi para qué es?, ¿ehh?
   —Tiene un nombre muy bonito. Se llama Cloretilo de Vitulia, si lo deletreas tres veces seguidas mientras miras la rosa, seguro, ¡segurísimo!, que no te dolerá ni una pizca.
   —Clo-re... ¡ay!, se me olvidó lo demás.
   —... tilo de Vitulia.
   —Clo-re-ti-lo-de-vi-tu-lia-clo-re-ti-lio-de-vi-tu-lia-clo-re...
   —Eso es. Bueno, pues ya está.
   —¿En serio?, pues no me ha dolido nada.
   —Ya te lo dije, niña desconfiada, ¿ves cómo existe la magia.
   —¡Hum...!



428 palabras

   

                                    Isabel Caballero


jueves, 11 de julio de 2019

El cerebro del alma





                                                                                 







    Antes de abrir la puerta hubo un tiempo en que bandadas de aves  acudían a visitarme. Sus arrullos, gorjeos, graznidos y trinos me reconfortaban. Entre todas ellas prefería a los colibrís. Batían sus alas mientras libaban del alma de mi cerebro o del cerebro del alma. Cuando extendían sus lenguas... ¡ahhh!, entonces  todo se inundaba de infinitas  impresiones! El color de la música, el sexo redimido, la piel abierta, los sentidos dispuestos a recibir sus caricias excitando puntos vírgenes que  incendiaban sensaciones jamás imaginadas.
    —Son alucinaciones que recrea tu mente enferma. ¿Desde dónde  vienen tus pájaros?, ¿dónde están las huellas de sus pisadas?, ¿y los excrementos?..., porque defecarán ¿no? —ironizaba el doctor.
    —Acuden desde los lejanos páramos, las suaves praderas, los  húmedos manglares y los bosques umbrosos;  desde el calor de los cielos y la frialdad de los infiernos, y no cagan porque vienen ya cagados.
    Ya no escucho voces. Más allá de la puerta, el mundo exterior  es plano. El psiquiatra diagnostica  esquizofrenia en fase residual. Pienso que rebaja el paraíso a patología.


                                                                174 palabras


                                                                                                                             Isabel Caballero 


                                            



                                                    






lunes, 8 de julio de 2019

PROSOPÓN




PROSOPÓN

Sin máscaras, sin parodias
persona que suena
resuenan personas
¿Y cómo te digo que duele
que ya tu mirada
que ya tu mirada
no mira de la misma forma?
Cuelgas la careta y
dices que sí, que aún todavía
me quieres de aquella manera
de cuando decías, decías…
No valen poemas
no valen palabras vacías
mentiras de plata de cuando mi piel
a ti te ponía… ¿recuerdas?
de aquella manera
No valen  ya  versos
sin ecos apenas
las verdes fronteras
que ya no  suenan…  a nada
Hablan los poetas
suenan, resuenan
de aquella manera.



Unos versos sin pretensiones poéticas, dedicado a la amiga Emerencia.

lunes, 20 de mayo de 2019

Cuento sobre una gárgola, un hada y un dijinn









  

   El sonido de la flauta del ciego  ulula como el ardiente siroco, aire caliente que sopla entre las alas extendidas de los halcones que sobrevuelan el inmenso cielo del Sahara. Sus notas invaden el patio de mi casa donde mi hermana y yo hacemos los deberes bajo la sombra de un cañizo.
   Mi padre levanta la vista de su periódico y me regaña con semblante serio.
   —No te despistes y estudia, hija.
   Hago cálculos de matemáticas, también de geografía; tengo que resolver en qué punto exacto se cruzaría un tren (A), que parte de Constantinopla, a la velocidad constante de 1.500 Km/h, con otro tren (B), que sale de Viena a la mitad de la velocidad. ¿A qué distancia se encontrarían A y B, y en qué punto geográfico?, pregunta el complicado problema.
   Muerdo el lápiz de pensar y miro como el sol se enreda en el claro pelo de mi hermana pequeña. ¡Ay si yo fuera tan bonita como ella!
   Una gárgola se desprende del tejado y del pozo asoma un pequeño djinn de orejas puntiagudas y ojos verticales, por pupilas dos ranuras amarillas.
   Ambos discuten.
   —Si un tren saliera de Port Sudán y otro desde Zanzíbar, el punto exacto donde se cruzarían sería en Orán, justo enfrente de la mezquita donde venden los mejores melones de la zona —afirma el dijinn con total seguridad.
   —No hagas caso de este imbécil, te quiere confundir; esos lugares son puertos, no estaciones de tren —gorgotea la gárgola.
   ¡Ale Hop! Un hada madrina aparece radiante e inmaculada, como si el calor del patio no fuera con ella. Aparta con sus alas transparentes a mis dos conflictivos ayudantes.
   —¿Niña, que quieres?, ¿por qué me has despertado del país ideal dónde habito?
   —Es que quiero ser rubia, como mi hermana.
   Sonríe el hada de opereta vestida a la manera clásica: cucurucho de tul y varita estrellada de deseos, también unas gafas de sol para protegerse de la radiante luz.
   El pequeño y veloz djinn aparece y desaparece varias veces, hace piruetas absurdas y desesperadas para llamar la atención, solo ha tardado unos segundos en dar siete veces siete vueltas a la esfera del mundo y aún le sobra tiempo para echarle un ojo a los problemáticos deberes.
   —¿Cómo lo haces? —pregunto muerta de curiosidad —.¡Ojalá fuera tan rápida como tú!
   —No lo sé, imagino que estoy en un lugar y voy, y llego, sin más. Puedo hacer actos dificultosos que rebasan cualquier capacidad humana.
   —Sin embargo, no sabe hacer cálculos de trenes —se chiva la gárgola pétrea e inamovible, envidiosa de la agilidad del genio del submundo.
   —¡Anda que tú! —escupe el djinn.
   —En el medievo fui dragón cuellilargo de alas membranosas, comedor de doncellas vírgenes y caballeros de brillante armadura.
   —Ahora es desaguador de lluvias en los tejados, draconiano venido a menos, de qué le sirve dragar aguas si aquí en el Sahara apenas llueve
   —¡Vete a hacer puñetas a tu submundo!
   —¡Y tú a hacer gárgaras a tu sumidero!
  —¿De dónde venís? —pregunto poniendo punta final a la absurda discusión entre ellos.
   — De la cima, de lo alto de las iglesias y de las catedrales, y nos preciamos de ser grotescas y de parodiar los gestos de los seres humanos. Formamos sociedad en hileras sobre los tejados. Nunca estamos solas. Somos comunidad.
   —De la sima, o del pozo, o de lo que está más abajo del pozo o de la sima, y somos legión. Entre nosotros hay creyentes e impíos, justos e inicuos, ángeles o demonios, pero no hay ninguno que sea lento o torpe.
   —¿Y cómo es qué nadie os puede ver salvo yo?
   —Solo somos visibles para las niñas soñadoras que no parpadean, o que lo hacen tan rápido tan rápido que parece como que no. También nos ve el ciego que toca la flauta en el callejón del zoco.
   —¿Queréis saber de dónde procedo yo? —.El hada se hace la interesante tras su velo de tul ilusión.
   Con infinita paciencia le hago la pregunta, al fin y al cabo tiene poderes y puede convertirnos en sapos, o algo peor.
   —O en una gárgola —responde el dijinn mentalmente.
   —O en un dijinn —piensa la gárgola.
   —Vengo del mundo de los cuentos, de las leyendas, del éter. Como podéis observar, soy un ser vaporoso, etéreo y sutil —. Presume el hada entrometida que todo lo sabe, ¡bella y perfecta!, como si las miasmas del mundo no la rozaran, tan inmaculada que dan ganas de desinflar la burbuja en la que flota.
   —¿De qué tono lo quieres, niña?
   —¿El qué... ?
   —Pues qué va a ser tonta, tu pelo, ¿no querías ser rubia?
   El hada abre un muestrario con cien tonalidades tan brillantes y claras que ciegan.
  —Este..., no no, mejor ese, creo... —dudo. Ahora que está a mi alcance, dudo mucho.
   Se ríe con una carcajada tan estridente que aplasta el sonido de la flauta mágica, al dijinn y a la gárgola. Todo se apaga menos los deberes.
   —Lo siento, no puedo concedértelo.
   —¿Por qué no?
   —Porque solo soy un absurdo deseo de tu dorada infancia.
   Mi padre carraspea y mira la hora en su reloj de pulsera dando pequeños golpes sobre él con su dedo índice.
   —No te vayas, dime al menos a que altura se encontrarían los dos trenes de mi problema.
   Pero desapareció la muy hada mentirosa con su varita de plomo de hacer ¡flops!










                                         Isabel Caballero


sábado, 23 de marzo de 2019

Cuerno de cabra









   
   Carmen me presentó al profesor de filología a la salida del paraninfo. Todos comentaban la escena de la violación. Hacía una década que la película había hecho furor, y aunque el cine de culto, junto al de arte y ensayo, era lo que molaba, “Cuerno de cabra” me pareció un peñazo.
   Daba datos el profesor sobre la Bulgaria del siglo XVII y lo magníficamente ambientado del medio rural. Ahora, más de treinta años después, recordando aquellos primeros momentos, parecía que estuviera sentando cátedra con el manido discurso  y la puesta en escena de sus vastos conocimientos cinéfilos. Las caras embobadas de sus alumnas daban grima, solo faltaba que se bajaran las bragas para completar el gesto de rendición absoluta. 
   No, no me gustó nada “Cuerno de Cabra”. 
   Carmen, como siempre ocurría, con su labia era el epicentro de cualquier reunión haciendo competencia al verbo fácil del filólogo. En la tertulia improvisada ambos debatían como si les fuera la vida en ello.
   —¿Y tú qué opinas, María? —me preguntó el profesor.
   Me daba cierto apuro ponerme en contra de la favorable opinión general sobre la puñetera película. Solo tenía diecisiete  años, empezando mi primero de carrera. Era novicia en casi todo. 
   Fuimos al local donde solía reunirse una ecléctica muestra del panorama ochentero: ácratas, panfletarios idealistas de sueños fútiles; varios incipientes góticos mezclados con algún hippie trasnochado; alumnos de la escuela oficial de Bellas Artes junto a grafiteros oficiosos; artistas del pop, del punk-rock y demás aves transgresoras del paraíso. 
   Al fondo estaba el grupo de teatro en el que  Carmen participaba. Fue a charlar un rato con ellos dejándome sin su amparo. No sabía de qué hablar y no tenía, aún carezco de ella, la dialéctica y la soltura de palabra de mi inteligente amiga. 
   —¿Te gusta el sitio? —preguntó el profesor haciéndome partícipe de la conversación con preguntas poco comprometidas, como: ¿verdad María?, ¿a qué sí María? En ocasiones mis opiniones eran tan pocos convencionales que le hice sonreír sin proponérmelo. Si el filo reía, la pandilla improvisada reía más. Aquella noche me gané fama de graciosa sin serlo, por lo visto tenía golpes de efectos, (lo dijo en francés).
   Después de tocar el grupo canario “Teclado frito”, sonó Eric Clapton. Todos se pusieron a corear a la voz de “Cocaine”. El profesor se las ingenió para estar siempre a mi lado. Con su locuacidad didáctica me explicó que la letra estaba en contra de la droga y que Eric, (lo llamaba Eric, como si fuesen amigos desde la infancia), añadió en sus actuaciones en directo la frase de “that dirty cocaine”, por si no se entendía el mensaje de que la coca era sucia. Mucho más tarde supe la blanca causa de sus ojos brillantes y de sus puntuales verborreas. 
   Carmen volvió  bebiendo una cerveza a morro, ya llevaba unas cuantas, aunque el alcohol raras  veces hacía mella en ella. Se sentó a mi lado. Todo en su actitud indicaba su protectorado. “Coto privado”, advertía el brazo, que sin rozarme, mantenía sobre el respaldo de mi asiento. 
   —Mira el cabronazo —dijo mi amiga entre dientes, señalando con la barbilla el póster de un heavy metal satánico de afilados cuernos. Según la postura que adoptara el filo, la cornamenta daba la impresión de coronar su testa. 
   El profesor, ajeno a la burla, garabateaba algo en una pequeña libreta. Improvisó unos bellísimos versos sobre el juego de sombras de mis pestañas y la línea de mi perfil, al parecer, perfecta. Los rompí cuando encontré, tiempo después, en uno de los bolsillos de su gastada chaqueta de ante, el mismo, exacto, dulce, exquisito poema sensible, salvo la dedicatoria a otra muchacha tan crédula y entregada como yo.
   Me enamoré de él enseguida, tardó en meterme en su cama lo que él quiso que tardara. Yo era virgen, la única virgen, seguramente, en todo el recinto universitario; una virgen con cara de virgen con el sello de virgen estampado en mi frente. Yo era virgen de todo menos de la boca de Carmen y de su férreo control. Una virgen de nombre María.





                                           Tara - Isabel Caballero



viernes, 11 de enero de 2019

Algo parecido a una carta de amor mientras escucho un saxo







                  Algo parecido a una carta de amor mientras escucho un saxo



   Cariño, te escribo desde la mesa de la cocina, a mi lado hay un centro de naranjas de la China China China que tú llamas mandarinas, ¡huelen a gloria bendita!
   Cuando leas la presente, parece que te estoy viendo, seguro sacarás el lápiz amarillo de penalizar las terminaciones en “inas”. Apunta siete.
   Ahora salgo a pasear, ¿me ves?, estoy paseando. Se me quedan las cosas, todas las cosas, colgadas de los ojos, y es que me fijo mucho para después contártelas. El cielo es más amplio desde que te escribo. Mira, en la playa hay una joven madre tumbada boca abajo sobre la arena. Su niño chico, más de dos años no tendrá, le ha parecido que el lugar más cómodo es el trasero de su mamá, se ha sentado satisfecho en el curvo sofá, claro que pronto se cansará de su mullido trono porque los niños son así, se aburren de los juegos enseguida. Me gusta contarte esto porque sé que vas a sonreír. Hacerte reír siempre me ha resultado fácil, que me quisieras para “los siempres” un imposible.
   Escucho el mar que va y viene, a veces solo parece que viene. De vez en cuando, una ola mayor que las otras hace más ruido que las demás al llegar a la orilla, en su retroceso los cantos y piedras que arrastra la resaca suenan a... no me sale la palabra, ¿cómo llamarías al sonido de las piedras cuando retroceden? Escríbeme y cuéntamelo, cuéntamelo de esa manera tan tuya, colocando las palabras como gemas preciosas, una tras otras, íntimas, sin estorbarse. Cuéntamelo a tu manera, ya sabes de lo que hablo.
   ¿Recuerdas cuándo los tres, el schnauzer, tú y yo, éramos tan felices? , claro que la felicidad tiene la mala costumbre de comportarse con efecto retroactivo, cuando se escurre de nuestras vidas nos recuerda aquella vez en la que ¡Ay! fuimos tan felices sin saber que lo éramos. ¡Vaya!, acabo de hacer algo parecido a un retruécano, que consiste en repetir una frase en el orden inverso de los elementos,   y ya sé que sonríes conmigo pues fuiste tú quien me enseñó  las figuras retóricas y sobre cómo dejarse llevar con el cuerpo. Sobre el manejo del  alma nunca hablamos.
   Me gustaría decirte algo interesante, como por ejemplo: “la labor incesante del sujeto trascendente culmina en la unidad última del sujeto y el objeto, (estoy recitando una frase de uno de tus sesudos libros olvidados en mi casa, en aquella nuestra casa). La leo una y otra vez... la labor incesante del sujeto extravagante... la extravagancia del sujeto cesante... y con franqueza, no tengo ni puñetera idea de lo que significa.
   Vuelvo a casa. Suena  un saxo mientras intento algo parecido a una carta de amor. Prometo no mencionar en ella las palabras prohibidas: Felicidad, Alma, Corazón, Siempre, Nunca, Adiós. Prometo pasar por encima de las frases grandilocuentes y comprometidas, no rozar las emociones, navegar entre dos aguas, mantener el tipo, ser equilibrada, acróbata de la cuerda floja, no respirar por si acaso duela, prometo sobre todo no amarte. Acabo de decirte una mentira.
   Y porque la vida es así,  te deseo que escribas bien y mucho, también a mí misma, no para que, como siempre, triunfes o yo consiga publicar, solo para que nos mantengamos en pie como hasta ahora hemos hecho.




                                          Tara  (Isabel Caballero)