lunes, 20 de mayo de 2019

Cuento sobre una gárgola, un hada y un dijinn









  

   El sonido de la flauta del ciego  ulula como el ardiente siroco, aire caliente que sopla entre las alas extendidas de los halcones que sobrevuelan el inmenso cielo del Sahara. Sus notas invaden el patio de mi casa donde mi hermana y yo hacemos los deberes bajo la sombra de un cañizo.
   Mi padre levanta la vista de su periódico y me regaña con semblante serio.
   —No te despistes y estudia, hija.
   Hago cálculos de matemáticas, también de geografía; tengo que resolver en qué punto exacto se cruzaría un tren (A), que parte de Constantinopla, a la velocidad constante de 1.500 Km/h, con otro tren (B), que sale de Viena a la mitad de la velocidad. ¿A qué distancia se encontrarían A y B, y en qué punto geográfico?, pregunta el complicado problema.
   Muerdo el lápiz de pensar y miro como el sol se enreda en el claro pelo de mi hermana pequeña. ¡Ay si yo fuera tan bonita como ella!
   Una gárgola se desprende del tejado y del pozo asoma un pequeño djinn de orejas puntiagudas y ojos verticales, por pupilas dos ranuras amarillas.
   Ambos discuten.
   —Si un tren saliera de Port Sudán y otro desde Zanzíbar, el punto exacto donde se cruzarían sería en Orán, justo enfrente de la mezquita donde venden los mejores melones de la zona —afirma el dijinn con total seguridad.
   —No hagas caso de este imbécil, te quiere confundir; esos lugares son puertos, no estaciones de tren —gorgotea la gárgola.
   ¡Ale Hop! Un hada madrina aparece radiante e inmaculada, como si el calor del patio no fuera con ella. Aparta con sus alas transparentes a mis dos conflictivos ayudantes.
   —¿Niña, que quieres?, ¿por qué me has despertado del país ideal dónde habito?
   —Es que quiero ser rubia, como mi hermana.
   Sonríe el hada de opereta vestida a la manera clásica: cucurucho de tul y varita estrellada de deseos, también unas gafas de sol para protegerse de la radiante luz.
   El pequeño y veloz djinn aparece y desaparece varias veces, hace piruetas absurdas y desesperadas para llamar la atención, solo ha tardado unos segundos en dar siete veces siete vueltas a la esfera del mundo y aún le sobra tiempo para echarle un ojo a los problemáticos deberes.
   —¿Cómo lo haces? —pregunto muerta de curiosidad —.¡Ojalá fuera tan rápida como tú!
   —No lo sé, imagino que estoy en un lugar y voy, y llego, sin más. Puedo hacer actos dificultosos que rebasan cualquier capacidad humana.
   —Sin embargo, no sabe hacer cálculos de trenes —se chiva la gárgola pétrea e inamovible, envidiosa de la agilidad del genio del submundo.
   —¡Anda que tú! —escupe el djinn.
   —En el medievo fui dragón cuellilargo de alas membranosas, comedor de doncellas vírgenes y caballeros de brillante armadura.
   —Ahora es desaguador de lluvias en los tejados, draconiano venido a menos, de qué le sirve dragar aguas si aquí en el Sahara apenas llueve
   —¡Vete a hacer puñetas a tu submundo!
   —¡Y tú a hacer gárgaras a tu sumidero!
  —¿De dónde venís? —pregunto poniendo punta final a la absurda discusión entre ellos.
   — De la cima, de lo alto de las iglesias y de las catedrales, y nos preciamos de ser grotescas y de parodiar los gestos de los seres humanos. Formamos sociedad en hileras sobre los tejados. Nunca estamos solas. Somos comunidad.
   —De la sima, o del pozo, o de lo que está más abajo del pozo o de la sima, y somos legión. Entre nosotros hay creyentes e impíos, justos e inicuos, ángeles o demonios, pero no hay ninguno que sea lento o torpe.
   —¿Y cómo es qué nadie os puede ver salvo yo?
   —Solo somos visibles para las niñas soñadoras que no parpadean, o que lo hacen tan rápido tan rápido que parece como que no. También nos ve el ciego que toca la flauta en el callejón del zoco.
   —¿Queréis saber de dónde procedo yo? —.El hada se hace la interesante tras su velo de tul ilusión.
   Con infinita paciencia le hago la pregunta, al fin y al cabo tiene poderes y puede convertirnos en sapos, o algo peor.
   —O en una gárgola —responde el dijinn mentalmente.
   —O en un dijinn —piensa la gárgola.
   —Vengo del mundo de los cuentos, de las leyendas, del éter. Como podéis observar, soy un ser vaporoso, etéreo y sutil —. Presume el hada entrometida que todo lo sabe, ¡bella y perfecta!, como si las miasmas del mundo no la rozaran, tan inmaculada que dan ganas de desinflar la burbuja en la que flota.
   —¿De qué tono lo quieres, niña?
   —¿El qué... ?
   —Pues qué va a ser tonta, tu pelo, ¿no querías ser rubia?
   El hada abre un muestrario con cien tonalidades tan brillantes y claras que ciegan.
  —Este..., no no, mejor ese, creo... —dudo. Ahora que está a mi alcance, dudo mucho.
   Se ríe con una carcajada tan estridente que aplasta el sonido de la flauta mágica, al dijinn y a la gárgola. Todo se apaga menos los deberes.
   —Lo siento, no puedo concedértelo.
   —¿Por qué no?
   —Porque solo soy un absurdo deseo de tu dorada infancia.
   Mi padre carraspea y mira la hora en su reloj de pulsera dando pequeños golpes sobre él con su dedo índice.
   —No te vayas, dime al menos a que altura se encontrarían los dos trenes de mi problema.
   Pero desapareció la muy hada mentirosa con su varita de plomo de hacer ¡flops!










                                         Isabel Caballero