viernes, 7 de abril de 2017

El profesor



                 El profesor




   El anfitrión había cuidado al máximo todos los detalles de la fiesta. De fondo la música de los escogidos discos de Jazz con esa insistencia cansina a punto de saxo. Por la casa, esparcidos con manipulada estrategia sus títulos preferidos: Mounin de manera casual junto a una jarra de cerámica con crisantemos, y el manifiesto del surrealismo de André sobre un sofá marcando página cien veces recorrida. Solía llamar a los autores por sus nombres de pila, o por algún apelativo como si mencionarlos de esa manera los hiciera más cotidianos, de tal manera que Proust era Marcelo, y Joyce el irlandés, o el jodido irlandés. Si alguien se llamaba Ernesto ineludiblemente el profesor exclamaría ¡Ah, un nombre importante!, y si en su jardín hubiera un almendro buscaría una Eloísa para plantarla bajo él; Atalá y René suspiraban en la cocina junto a una fuente de limones, y el costumbrista Larra elevado a crítico social descansaba aburrido en una estantería del baño asomando esquina entre las plegadas toallas en tonos crudos. Un ligero desorden estudiado en las estanterías, mezclados los libros de bolsillo con algún volumen encuadernado en piel, y aún sin colgar de la pared, una acuarela de los primeros tiempos de un pintor afamado abarquillada por una de las orillas, sin cristal, ni marco.
   —No es de sus mejores trabajos —solía comentar el profesor restando importancia el encuentro fortuito de la lámina y enseguida se disponía a enseñar, sobre toda si la chica era guapa, el de tela de arpillera de su dormitorio al mismo tiempo que escondía unas bragas olvidadas estampadas de rojo y negro. Sthendal se meaba de la risa apoyado en la mesilla de noche, y la verdad, que yo también, pues la demostración continua de la movida intelectual resultaba ridícula además de agotadora para quien, como yo, la conocía a fondo. Por fortuna ya no le quiero pero ¡cuánto le quise!
   En la fiesta bailo alguna pieza con él, llevamos el ritmo tan bien como si toda la vida nos hubiésemos movido juntos. Me sujeta de la cintura con un solo brazo y de vez en cuando me inclina hacia atrás.
   —Lástima que ya no sean pareja —murmura alguien.
   Ahora está hablando con la becaria de zoología, el profesor domina el arte de la genuflexión y lo edulcora el cabrón de cortesía extremada. A la “zoo” le mira los pechos, los dos, como si por casualidad se posaran en ellos mientras completa una frase. Habla y habla y gesticula con calma con su mano derecha, parece que dibuje círculos concéntricos en el aire de la fiesta, la izquierda en el bolsillo. Me presenta a quienes no me conocen como su querida colega y dice de mí que soy tremendam-ente efici-ente y brill-ante enfatizando los entes y los antes, y a mí me dan ganas de cerrarle de un puñetazo su boca ped-ante. ¡En fin! El profesor es un bluf. 
   Alguien cuenta un corto cuento que se titula corto cuento cacofónico; alguien tañe una guitarra; alguien da una escueta exposición sobre la vida sexual del escarabajo azul del Orinoco. La “zoo” aplaude con frenesí y con la agitación de sus manos se mueven sus enormes pechos de vaca.
   El profesor recita sus alejandrinos con voz engolada y seria, lo hace mejor cuando entona versos que no son suyos. Un borracho vomita en la mitad de un hemistiquio, el profesor tuerce el gesto por la interrupción que entorpece el clima, lleva trabajando en sus alejandrinos todo el trimestre. Se escucha una ruidosa cisterna en el váter del pasillo, buen contrapunto lírico.