martes, 30 de enero de 2018

Crónica sobre una provinciana





         Crónica sobre una provinciana




  A Rosa le parecía tener un cartel colgado de su cara que pregonaba: “Atención, viuda en buen estado”, claro que con los posibles de su fallecido esposo le salían pretendientes hasta debajo de las piedras. Como ninguno le gustaba y se aburría mucho, se escapaba del pueblo cada vez que podía.
  Lo primero que hizo en la capital fue ir al nuevo Centro Comercial. Subió en el ascensor panorámico que llevaba directamente a la sección de oportunidades... aunque luego lo pensó mejor, al fin y al cabo era libre para gastarse como le diera la gana el dinero tanto tiempo restringido por el rácano difunto.
   En el prestigioso local donde entró con cierta timidez, sonaba un violín de fondo y un ligero aroma a lavanda inglesa impregnaba el ambiente. Enseguida se sintió fuera de lugar, la falda algo arrugada por el largo trayecto. Se excusó con la dependienta, mucho mejor vestida que ella incluida la vez que se emperifolló para la boda de postín del hijo del señor alcalde. No fuera que creyeran que era una paleta casi ordenó que le enseñaran lo mejor de la tienda
    La arruga es bella, contestó de inmediato la empleada señalando la falda y oliéndose una buena venta.
  —¿Ah sí?
   —¡Por supuesto señorita!, fue el lema por excelencia de nuestra firma durante los ochenta —afirmó amablemente a la vez que le mostraba dos lineales y sencillos vestidos.
   Lo de señorita le encantó a Rosa, al igual que el peloteo, aunque los vestidos, la verdad, no mucho.
    —Mmm... negros no, mejor estampados... o al menos que tengan algún adorno en el hombro, o fruncidos en la cintura...
   —Tiene usted razón señorita, lo esquemático y minimalista está ab-so-lu-ta-men-te demodé. Ahora marca tendencia lo barroco —añadió la dependienta observando de reojo la anticuada enagua.
   Rosa, a sus cuarenta y algo, conservaba la misma cintura de antes de casarse, claro que le hubiera encantado tener hijos, pero en fin, no hay que darle vueltas a lo que ya no tiene remedio. La dependienta enseguida llamó a la encargada, quien después de saludarla con cortesía rozó los encajes del sujetador evaluándolos con las puntas de sus dedos preguntándole si eran de Chantilly, y Rosa le contestó que sí por no quedar mal, aunque de Chantilly sólo conocía la crema. Agradeció haberse puesto su mejor juego interior regalo de su difunto marido, el pobrecito nunca escatimaba en ropa íntima, al fin y al cabo fue el beneficiario durante veinte años de lo que había dentro.
    —Le traeré algo que le va a entusiasmar, querida.
  Volvió cargada de ropa y acompañada por Monssieur Pièrre, estilista, quien, después de ser presentado y olisquearle el dorso de la mano, se sentó en uno de los sofás circulares color metalizado del amplio vestidor, como si ver a señoras casi desnudas fuera un hecho natural.
   —¿Tomaría usted te, café, o prefiere una copa de Dom Pérignon?
  —Adoro el Don Periñón, mi esposo y yo, que en paz descanse, siempre lo tomábamos
   —Para mí un turco —ordenó el estilista.
   La gente salía y entraba, pinchaban alfileres, medían, retiraban vestidos para volver a traer otros, surgía, como por arte de magia, todo tipo de complementos: zapatos, bolsos, cinturones, collares, broches, imperdibles y pulseras, y hasta algún tocado y sombrero. Vestidos desperdigados y multitud de cajas vacías pues su contenido estaba sobre ella, en sus brazos, hombros, cuello, o cabeza. Un lugar muy activo, casi afiebrado.
   —Convendría abrirle una cuenta en nuestra firma señora de...
  —Rosita, viuda de Rodriguez, de los Rodriguez de toda la vida— añadió eufórica.
  El Mesié se llevó la taza de café a los labios mientras ella apuraba su tercera copa burbujeante. El dichoso violín sonaba con insistencia cansina mientras se probaba unos largos pendientes de cristal de roca de Boucherón que iluminaba su cara, o eso le dijo el amanerado estilista. 

  —¡Ah por fin asoma la luz a sus ojos mi querida señora! ¿Se da cuenta de lo hermosa que es usted?
  Luego vino lo de la cuenta
  —¿Es una broma? —Protestó Rosita con la voz ahogada mientras un flash de luz iluminaba su Visa de oro. Los lamés giraban en torno a ella; los dorados brillos formaban figuras concéntricas mezclándose los moarés y satenes con las casposas presunciones; los reflejos de las sedas salvajes con la hipócrita opulencia de los chiffons. Las redes de gasas y tules enredaron su mano que se resistía a soltar la jodida tarjeta. La encargada tironeaba de ella mientras el estilista apuntaba algo en su libreta de anotar tendencias, supongo que el hombre procedería a registrar un nuevo caso de provinciana venida a más.

miércoles, 17 de enero de 2018

Parodia sobre un policial



                                             


    

     Soy el hombre que encontró el cadáver de la mujer del ático.
     A los de la Gendarmerie Nationale les pareció demasiado casual que fuera precisamente yo, escritor de artículos policiales por entregas en el semanario “La voix de la raison”, quien les alertara del suceso. Era mi vecina, por tanto no es tanta la casualidad, pensé, sin embargo no quise discutir con la Autoridad, no fuera que me cargaran el muerto a mí, un extranjero sin apenas recursos. Les conté lo que sospechaba, uno de ellos tomaba nota de todo lo que decía en un pequeño cuaderno de tapas verdes y anillas del mismo color. Seguramente padecía de cierta presbicia, pues después de escribir tomándose su tiempo, estiraba el brazo para leer sus apuntes junto al único foco de luz natural de mi apartamento.
     —Mmmm…, así que desde este balcón fue desde donde usted pudo ver…
     —No hay otra ventana o balcón, señor Inspector.
     —Tengo entendido que es usted escritor.
     —Sí, eso intento.
     A veces hago incursiones en el género fuera del corsé realista, de inmediato son atajadas por el Señor Director, mi jefe, un pequeño burgués aspirante a mecenas que navega entre la literatura y la publicidad de los excelentes productos del barrio. Siempre me anima con su gangoso “Amigo mío, no nos queda otra que escribir para ellos”. El comunal tratamiento le obliga a ser generoso, tanto que no me paga un franco, a cambio me presta su buhardilla mientras dure nuestro "nos".
     Desde mi ventana puedo ver la cúpula del Sagrado Corazón asomada como una esperanza blanca sobre los tejados, flotando sobre las cosas, incluso sobre mi estómago vacío porque lo cierto es que como más bien poco. Es lo que hay. Por fortuna, en alguna ocasión me invita a almorzar algún amable parroquiano, la última vez, el perfumista. Antes de terminar la inevitable sopa de cebolla ya ha surgido en mi cabeza una nueva coartada, un giro en la trama, otro sospechoso más, quizás debido a los efluvios del mediocre vino de la viña de Montmartre donde crecen las vides al amparo de la tapia del cementerio, el mismo caldo que presta alas al anfitrión para solicitarme que el nombre de la futura protagonista de mi próxima entrega sea el de Marie Claire.
      —En los policiales no hay un solo protagonista señor.
     —Bueno, las reglas están para saltárselas ¿no cree usted? —guiñó un ojo a la vez que señalaba con la barbilla la bandeja de cordero asado que portaba  un camarero en volandas
   —Efectivamente, Marie Claire es un bonito nombre —afirmé convencido.
     Satisfecho, el perfumista se lanzó sobre los riñones de cordero con extremo deleite a pesar de su acre olor a orines; si su nombre no fuera el de Adolphe, debería llamarse Leopold, de apellido Bloom.
     A la hora de la siesta, el sol, clavado en el cielo del verano de París, sombreaba a rayas el cuerpo desnudo de Marie Claire a través de las persianas entornadas. Al menos así lo imaginé, y al perfumista regalando a su joven amiga el sobre quincenal con el dinero acordado camuflado entre el lote de esencias, y además, su precioso nombre publicado. Seguramente presumió de que casi todo el artículo lo había escrito él aunque lo firmara otro. Hay que dar oportunidades a los jóvenes que empiezan, más aún si están muertos de hambre —añadiría con cierta complacencia.
     Entre el ático C de la amiga del perfumista, y el mío, ático A, vivía la ya fallecida “Cecile Lelarge - Concertiste”, rezaba la placa de su puerta. La tarde anterior a la muerte de la profesora de música, hacía tanto viento que, del otro lado del fino tabique apenas se escuchaban los acordes del piano, los ejercicios repetitivos de sus torpes alumnos. Por fin la última nota cesó… y poco después comenzó el ruido. Un ruido rítmico, gemidos que no conseguía apagar el siseo del aire colándose por las rendijas del balcón. El aspecto anodino y discreto de la concertista, la seca expresión de sus saludos, el frunce apretado de su boca no hablaba de la mujer apasionada de edad incierta que no paró de gemir en toda la noche, siempre con la misma cadencia, ora paraba, ora seguía, ora sollozaba, suspiraba o volvía a jadear mientras yo intentaba escribir sobre temores, venganzas, motivos, oportunidades y medios.
     De madrugada se calmó el viento y por fin cesaron los sonidos sensuales de mi vecina. Cuando abrí la ventana vi a la concertista tendida inerte boca arriba en el suelo de su balcón y avisé inmediatamente a la policía. Los gendarmes me hicieron preguntas sobre ella. Apenas la conocía. Les conté lo de la noche anterior.
    —¿Tiene idea de quién era su acompañante nocturno?, ¿llegó a verlo usted?
     —No señor, ya le dije que solo escuché lo que escuché, no tenía ni idea de que la señora concertista tuviera un affaire d'amour.
     —Y de su otra vecina, ¿qué sabe usted?
     —Pues lo que sabemos todos, que está muy rica.
   —En su apartamento se encontró una revista con un artículo firmado por usted. La descripción de la joven protagonista coincide plenamente con la de ella, incluido el nombre de Marie Claire.
     Mientras el gendarme anotaba en su cuaderno lo que supuse mis respuestas, dudé por un momento en explicarle la historia del perfumista, claro que entre quedarme sin los sabrosos almuerzo que me ofrecía, o que hubiera alguna duda sobre mi falta de cooperación, opté por largar lo poco que sabía, al fin y al cabo estaba acostumbrado a pasar hambre.
     —Lo que le decía, que está muy rica y que a menudo recibe a caballeros, supongo que ya se habrá informado. Ella era una simple trottoir de las calles de Montmartre hasta que el señor Adolphe la retiró, aunque el infeliz cree que es el único con el que la señorita duerme la siesta.
     —¡Ajajá! —contestó el inspector en francés.
     Durante tres días fui agasajado por todo el mundo, no daba abasto a tanta invitación. Escuchaban mi teoría sobre lo que ocurrió la noche del asesinato. Los vecinos consideraban mi opinión, las mujeres me sonreían, incluso tuve una aventura con Marie Claire, y gratis. Mi jefe pactó un salario. La vida parecía sonreírme, pues todo el mundo supuso que gracias a mi testimonio darían con el posible asesino de la concertista, no en vano escribo lo que escribo, y al menos sobre papel, resuelvo casos de dificultad máxima.
     Al poco tiempo de realizar la autopsia, se supo que una antena del tejado doblada por el embate del viento fue la autora de los jadeos inexistentes de la infeliz fallecida por una parada cardiorrespiratoria, también la responsable de acabar con mi incipiente carrera de escritor policial.
     En fin, c'est la vie.




Dedicado especialmente a la compañera Eva Loureiro, experta en policiales.

miércoles, 3 de enero de 2018

Sin retorno








   

                     

     A pesar del frío, abrimos el alto ventanal asomado al horizonte de estrellas, nada hacía presagiar que fuera la última vez, nuestra última vez para todo: para las caricias, para nuestros encuentros fugaces, para algún reproche que otro, para amarnos como solo los desesperados lo hacemos.
     A menudo me sentía alejada de su vida, una tenue sombra en el leve hueco entre dos fechas de su agenda. No, no era fácil vernos, ni siquiera nuestro refugio era un lugar seguro al margen de la prensa.
     —El enemigo acecha —solía decir con una sonrisa.
     Era una noche de luna radiante, parecía que la hubieran colgado adrede delante de nuestros ojos, un aderezo en nuestro encendido escenario.
     —¿Estás seguro de que no ha sido uno de tus hombres quien ha preparado éste cielo?
     Aún estábamos mojados de flujos y sudor, él odiaba que saliera disparada a ducharme. A los dos nos gustaba sentirnos húmedos.
     —Claro que no —contestó por fin —aunque no te lo aseguro, ¿recuerdas aquella vez...?
     Me quedé esperando el final de la frase, en ocasiones usaba en sus discursos largas pausas teatrales, silencios premeditados,un método, una manera de atraer la atención sobre su persona, un foco verbal, sin duda era el genio de la palabra. Le escuchaba hablar medio adormilada, el impulso de su aliento en mi cuello cuando preguntó el ¿recuerdas...?
     Lo que ocurrió después fue tan inesperado como pudiera ser que el cielo, con sus estrellas, meteoritos, cometas, lunas y satélites se derrumbara desde su precario equilibrio hidrostático sobre nuestras cabezas. No hizo falta que me inclinara sobre su pecho para comprobar que ya no le latía el corazón, supe que no estaba a mi lado, lo decía el vacío de los ojos, la ausencia del que habitaba su cuerpo, la boca extremadamente abierta en el último acto aeróbico de su vida. De fondo sonaba el Mesías de Haendel, un hombre enorme que comía por cuatro, su música era física..., me di cuenta de que estaba recitando de manera mecánica sus opiniones sobre sus apreciados clásicos, supongo que para no llenarme de pavor porque un rato antes estábamos follando como locos, como dos furtivos enamorados.
     Puede que ahora crean que lo he matado, dice la historia que siempre es una mujer la que envenena. Encendí la luz de la mesilla y levanté el vaso, ya con el hielo derretido, mirando al trasluz el licor de almendra del que media hora antes bebíamos los dos, una mezcla de sabor extraordinaria, un poco amargo y un poco dulce, como la vida. Apuré lo que quedaba de un trago.
     Llamé por el busca a uno de sus guardaespaldas alojado en la cabaña vecina, tardaron en venir lo justo para encontrarme vestida y enseguida se ocuparon de todo. Ni siquiera pude llorar vencida en la avioneta de vuelta a casa, la cabeza del piloto no se giró ni una sola vez, ni arrebujada en una manta térmica pude dejar de sentir frío, ¡tanto frío!
     En los periódicos de la mañana la noticia de su inestimable pérdida en primera plana, la radio, la televisión, desde todos los medios anunciaron su óbito por un fallo cardiaco mientras descansaba en el refugio familiar junto a su esposa. El entierro, y a pesar de su pública notoriedad, se hizo en el más estricto círculo íntimo.
     Algunas veces me pregunto qué quiso contarme con su inacabada pregunta del recuerdo de un  ayer.
     Nadie debe arrepentirse de mirar el cielo, aunque desde entonces las noches despejadas ya no me parecen tan armoniosas, las estrellas no están colocadas en el firmamento con el único fin de que él y yo las contemplemos, se apagó la luz de mis ojos, que las miren otros, que otros y otras se embelesen con ellas, al fin y al cabo solo son gases, plasmas, fantasmas de lo que antaño fueron.




                                 Tara - Isabel Caballero