domingo, 5 de noviembre de 2017

Parodia sobre un paraguas



                                                          
                                                         Por favor... leerlo con música




                       Parodia sobre un paraguas


   
   Si tuviera que definirme, diría de mí mismo que soy un objeto formado por una superficie cóncava e impermeable sujeta a una estructura de varillas dispuestas alrededor de un eje central; por el lado opuesto termino en un mango por donde suelen asirme. Mi objetivo primordial es impedir que quien me porte no se moje con la lluvia, un artilugio no del todo eficaz, porque tuve el gravísimo infortunio de ser regalado a una isleña de secano.
     En fin, como todo el mundo sabe, soy un paraguas.
     No sabe que hacer conmigo, es torpe, no me pliega con presteza cuando estamos dentro de un habitáculo, lo cual impide el paso por la puerta hecha para salir, o para entrar, no para atascarla.
     La isleña no está acostumbrada a llevar prendas de invierno y, además, es de naturaleza lenta comparada con los acelerados peninsulares; entre que se quita el abrigo, la bufanda, los guantes... ya todo el mundo se ha comido su ración de churros madrileños y el café se ha enfriado, entonces, en ayunas, vuelve a colocarse toda la ropa encima, y me abre, o me clava como si fuera una daga virtual en la espalda o el vientre de cualquier ciudadano tranquilo que se asusta al ver a una loca haciendo cabriolas, piruetas absurdas y desesperadas. Un pánico atroz se apodera de todos ellos que enseguida se apartan, y hacen bien.
     Podrían haberme regalado a cualquier otra persona acostumbrada a utilizarme con soltura, a veces incluso me usan de bastón, o de cayado, puedo ser un elemento útil, a la par que elegante. En la oscuridad soy un faro, un resguardo en la tormenta, una cúpula satinada, una guarida confortable.
   Cuando me busca en el fondo del rincón donde me relega, procuro hacerme pequeño, diminuto e invisible, pero dado mi tamaño termina por encontrarme y someterme de nuevo a los vaivenes de su inexperta mano.
   Ahora mismo intenta cerrarme, o abrirme, me agita como una posesa, hace trisss trasss, hasta que consigue romperme alguna varilla. Suspiro, un suspiro paragüil. 

  No pierdo la esperanza de que se olvide de mí en cualquier esquina, y de que alguien con carnet de conducir paraguas me maneje con un poco más de respeto.

Segunda versión de "Parodia sobre una paraguas", presentado para CAFÉ LITERAUTAS, como máximo 750 palabras. Palabras obligadas triángulo, amarillo y cuchara. Reto optativo entorno de lluvia.
Los compañeros de Café Literautas me han ayudado mucho a la corrección del texto, especialmente Estrella Amaranto, pepe e Isan. Graciassss.



               Parodia sobre un paraguas 
                      (Versión 2)

   Si tuviera que definirme, diría de mí mismo que soy un objeto formado por una superficie cóncava e impermeable sujeta a una estructura de varillas dispuestas alrededor de un eje central; por el lado opuesto termino en un mango por donde suelen asirme.
   En fin, como supongo que ya sabréis, soy un paraguas. 
   Mi objetivo primordial es procurar, que quien me porte, no se moje con la lluvia. Soy un ingenioso artilugio, no del todo eficaz, porque tuve el gravísimo infortunio de ser regalado a una isleña, para más inri, de secano. 
   Cuando paseamos, ella debajo y yo encima, la lluvia sobre ambos con el tumulto de su música líquida salpicando mi resbaladiza cubierta, más que caminar, chocamos con otros peatones. A pesar de mi llamativo color amarillo fluorescente, visible desde bien lejos, no tienen manera de evitarme. La atolondrada canaria continuamente se excusa con un ¡ay perdón! o un ¡usted disculpe! 
   No sabe que hacer conmigo: trastabilla, tropieza con un escalón, con el borde de la acera, o contra la carrocería de los coches aparcados. Es torpe, no me pliega con presteza cuando estamos dentro de un habitáculo, lo cual, además de atraer la mala suerte, impide el paso por la puerta hecha para salir, o para entrar; no para atascarla conmigo. Me sacude dentro dejándome en cualquier sitio con el peligro de que alguien pise el charco que deja mi húmeda huella y se rompa la crisma. Para que nadie resbale, algún empleado tiene que apresurarse a colocar la señal en forma de triángulo advirtiendo del peligro. 
   La isleña no está acostumbrada a llevar prendas de invierno y, además, es de naturaleza lenta comparada con los acelerados peninsulares. Entre que se quita el abrigo, la bufanda, los guantes..., ya el chocolate o el café con leche se ha enfriado y todo el mundo ha dado buena cuenta de la ración comunal de churros madrileños. Entonces, casi en ayunas, vuelve a colocarse toda la ropa encima, y me abre vertiendo el azucarero o tirando la cuchara de algún infeliz parroquiano. Ya en la calle, me clava como si fuera una daga virtual en la espalda o el vientre de cualquier ciudadano tranquilo que se asusta al ver a una loca haciendo cabriolas, piruetas absurdas y desesperadas. Un pánico atroz se apodera de todos ellos que enseguida se apartan, ¡y hacen bien!
   Podrían haberme regalado a cualquier otra persona acostumbrada a usarme con soltura. A veces, quienes me aprecian, me utilizan de bastón, o de cayado. Puedo ser un elemento útil a la par que elegante. En la oscuridad soy un faro, una guarida confortable, un resguardo en la tormenta, una cúpula satinada, el refugio de los besos.
   ¡Ojalá se decidiera por mis homólogos!, un impermeable o una gabardina la mar de eficaces contra la lluvia, pero nada, ¡que no hay manera! Dependiendo del tiempo, se empeña en tener una relación amorosa-esporádica conmigo. Una querencia a una sola banda que no comparto, pues le tengo verdadero pavor.
   Cuando me busca en el fondo del rincón donde me relega, por fortuna cae poca agua en su isla atlántica, procuro hacerme diminuto e invisible, pero dado mi descomunal tamaño termina por encontrarme y someterme de nuevo a los vaivenes de su inexperta mano. Entonces, mis telas satinadas tiemblan.
   Ahora mismo está intentando cerrarme, o abrirme, no sé lo que pretende, me agita como una posesa, hace trisss trasss, hasta conseguir romperme alguna varilla. Suspiro, un suspiro paragüil. Me armo de paciencia, quedo algo descompuesto y torcido con la vana ilusión de que se olvide de mí en cualquier esquina; con la vacua esperanza de que alguien con carnet de conducir paraguas me maneje con cierta cordura y con un poco más de respeto.