La luz de mis ojos
Cuando
cae la tarde, en la franja violácea que separa el día de la noche y el silencio
envuelve todas las cosas, salvo la clara certeza de que ya no te tengo…
entonces mis pensamientos se agitan con algo muy parecido al desconcierto. Y
como siempre, sigo levantándome a la misma hora, haciendo lo que suelo hacer
siempre, porque soy una mujer sosegada menos cuando te pienso.
No siempre fue así, donde ahora
hay costumbre, antes hubo esplendor: recuerdo aquellos no tan lejanos días
gloriosos, cuando nuestras miradas apuntaban hacia el mismo esperanzador
horizonte situado en el eje de aquel presente ya pasado, y con idéntica pasión
gozábamos de casi todo, de las cosas grandes, de las cosas chicas; si ahora
desfilaran de nuevo ante nuestros ojos pasarían desapercibidas, sombras veladas
de lo que fueron. Quizás yo misma también sea una parodia, mueca de una pasión,
ya pálpito inútil.
Él era la luz de mis ojos.
Mis amigas insisten en que tengo
que salir, así, de modo imperativo. Como las quiero mucho accedo a sus
cariñosas exigencias y me disfrazo de otra mujer casi guapa, casi alegre, casi
viva.
En la fiesta, hago como si nada me
afectara: sonrío cuando escucho a la concejala de festejos subir taconeando la
tarima, y decir… no sé qué dice, lo de todos los años, supongo. La gente
aplaude. Miro al músico soplador de micrófonos, probando, probando, un, dos,
un, dos. Más tarde levanto los brazos y coreo al grupo “Tekila” y su
eterno Rock and Roll en la plaza del pueblo.
Ahora veo a un hombre
tan enano que roza el suelo. Lo conozco bien, más aún cuando niega, o reniega.
Sujeta por la cintura a la bonita muchacha que tiene al lado, la mira como
solía mirarme, del mismo modo y manera. Murmura algo a su oído, ella ríe,
ríe, ríe… y aunque su risa no se escucha con el barullo de la música,
reconozco la alegría de sentirse deseada en su cabeza inclinada hacia
atrás, en la curva perfecta de su cuello y los ojos iluminados de él
cuando la admira. Se enciende el cielo con los fuegos artificiales
encuadrando de manera intermitente a la pareja que forman una sola figura. Ya
no escucho nada... ni los petardos, ni el parloteo, ni la bulla del gentío, ni
a mi amiga con un ¡será cabrón!, ni a la otra con un ¡anda, vámonos de aquí!
Él era la luz de mis ojos, ahora hay un silencio espeso que envuelve todas las cosas.