jueves, 16 de abril de 2020

Santa







                                                           SANTA



   

   La curandera tiene siete gallinas, un gallo encarnado, una cabra, un huerto, la cueva que asoma al risco y el viento.
  Una mujer le enseña las ronchas del abdomen, la llagas del pliegue de las nalgas, las de la cara interna de los muslos...
  —Es por culpa del pecado de tu marido que va y viene, lleva y trae, con todas se revuelca. Úntate con el jugo de una pita y apártalo de tu cama, si es que puedes.
  A otra mujer le amarra lazos con la mandrágora.
  —Con esto ya no podrá soltarse de tus muslos, tendrás que aprender a ser más hembra que ninguna. Mézcla la caléndula con el bulbo de un jazmín regado con tu sangre del mes. Se lo das de tu mano, podrás gozar de tu hombre toda la noche sin que desfallezca.
  Ayuda a nacer y a morir.
  —No puedo curar a tu padre, Manuel.
  —Sálvalo Santa, te daré lo que me pidas.
  —¿Plantaste, como te dije, la ruda en la puerta de tu casa con luna creciente?
  —Sí Santa, y se ha secado en tres días.
  —Pues en tres días se muere. Que se ponga en paz con Dios y con los suyos.
  —Él lo sabe. Nos pidió que a su muerte saliera la cofradía de las ánimas benditas rogando por su alma.
  —Dale estas yerbas para que no sufra. No se lo digas a nadie, por aquí no todos me quieren y el cura menos aún. Andan diciendo que soy bruja.
  —También cuentan que tienes tratos con el diablo, que te dan calambres y te revuelcas en el suelo.
  —Solo son convulsiones de mi cerebro enfermo.
  Cuando encontraron a la santera tirada en plena calle, la llevaron a casa de una vecina. Los que allí se encontraban juraron que una lechuza blanca se coló por la ventana posándose, por un instante, en el pecho de la desmayada, y que al momento, una pestilencia inundó todo el cuarto.
  —Echa sangre y espuma por la boca.
  —Se ha mordido la lengua.
 —Cuando llegó a estas tierras se secaron los tilos, las vinagreras, los berrazales..., recuerdo que fue el año que pusieron la electricidad quitando la belmontina y el petróleo del alumbrado de las calles.
  —Está endemoniada.
  —Juro que una noche la vi levitando un palmo del suelo.
  —Se acuesta con nuestros hombres y los deja secos, sin substancia en los tuétanos, con los pómulos salientes, la piel convertida en tegumentos.
  —¡Llamad al padre!, él sabrá sacarle el diablo del cuerpo.
  El párroco fue a la casa precedido de mucha gente. Con él traía la biblia. Abriéndola por el evangelio de San Lucas, XI, 24-26, leyó en voz alta, para que todos escucharan, que cuando un espíritu impuro no puede abatir el cuerpo que habita, llama a otros siete espíritus peores que él, y entre todos se apoderan de la voluntad del poseído. También dijo que hablaría con el obispo diocesano para que enviaran un sacerdote exorcista.
  —Esta mujer está poseída. Nunca entra en la iglesia. La tengo calada desde hace tiempo.
  —¿Qué hacemos con ella cuando espabile, padre?
  —Pues denunciadla, hay suficientes testigos de sus maldades. ¿No decías, Sebastiana, que a tu hijo le dio a beber alguna de sus porquerías y que el niño murió en pocas semanas? ¡Habrá que saber que veneno le suministró a tu criatura!
  —Vomitó aguarchirle amarillento que se corrompía en cuajarones y mi niño se fue apagando entre sudores fríos mientras ella recitaba esto que dijo:

  Con dos te veo
  Con cinco te encanto
  La sangre te bebo
  El corazón te parto


  —¿Cómo no avisaste enseguida a la autoridad?
  —Me daba miedo de que hiciera maleficios a mi familia, aojara al ganado o pudriera la cosecha.
  —Hilario, ¿estás seguro de que los abortos de tu mujer eran debidos a causas naturales?
  —Visitaba a Santa porque los hijos no se le agarraban al vientre.
  —Pues ya veis lo que ocurre por andar con brujas en vez de confiar en los designios de nuestro Señor.
  Santa despierta con la cara de un demonio pegada a la suya. En la mano empuña un crucifijo.
  —¿Qué ha pasado?
  —Bien lo sabes, mujer. Vete a la cueva en donde habitas y no vuelvas por el pueblo. No quiero verte más por aquí. ¡Fuera!
  Cuando llega a su gruta, Santa se limpia del mundo. Mezcla el cornezuelo con el haxis, un rezado, un buen deseo, y esas hierbas que resucita o mata: la belladona. Unge su frente con estramonio, las alas con beleño negro. Vuela y a su lado el cielo se estrella.
  De madrugada, con las pupilas dilatadas, vuelve de la franja rosa que separa la noche del día.
  Desde su otero observa el valle: la tabaiba, el brezo, la retama, el tejo y la cicuta. Lo que mata. Lo que cura.
  —¡Santa... Santa...! —llama con urgencia alguien que la necesita.
  —¿Qué ocurre María?
  —¡Santa... mi hija está pariendo, lleva muchas horas empujando! La criatura no quiere salir.
  —Puede que venga de nalgas.
  La santera  toma lo necesario para ayudar a la parturienta. Con el hatillo bien sujeto a la espalda, desciende del monte hacia la casa cercana al pueblo. Sopla el alisio, alborota con su émbolo caliente el cabello y las faldas de ambas mujeres. El cielo de las cumbres es tan radiante que ciega. Todo parece ligero y fácil, tanto como la línea fugaz del vuelo raudo de una alondra.






                             Isabel Caballero



                                             

                               900 palabras