A pesar del
tiempo que ha pasado, conservo en mi
memoria el recuerdo de aquella época de acné, adrenalina, y de la envidia que sentía por Jacques, el hijo del francés
administrador del Club Mediterráneo de Alhucemas. Jacques nunca se ensuciaba
las manos, peligraba el puesto de su padre, para eso estaba su segundo, “el gordo”,
quien se encargaba de suministrar los cigarrillos de haxis, revistas pornográficas,
y dejarnos entrar en el Club por la puerta de atrás por un módico precio. Los que
se pasaban de rosca ya habían probado su
fuerza bruta.
En el 56, tras la anexión del protectorado a Marruecos, muchas familias españolas se marcharon de Villa Sanjurjo, cómo solíamos llamar a Alhucemas los que vivimos tantos años allí. Un nutrido grupo de españoles que tenían negocios en esas tierras, aguantaron unos años más; entre ellos Jacques y nuestra familia. Yo tenía veinte cuando me fui. A nuestro regreso a la península nos encontramos con una España pacata y moralista, duro de llevar sobre todo para nosotros, los jóvenes criados en el ambiente más libre de la colonia aunque fuera plaza militar. Al principio nos escribíamos cartas desde los diversos puntos de España que se fueron espaciando con el tiempo. Perdí la pista de Jacques y de tantos otros, hasta que, hace unas semanas, acudí a la agencia de un detective recomendado por un amigo policía. Fue toda una sorpresa encontrarme con él y con el gordo de ayudante.
Antes de
entrar en materia sobre mi problema estuvimos recordando viejos tiempos: el
Club Mediterráneo, el cine viejo, el bar del Cocodrilo, la dulcería del negro, la plaza Florido, el peñón anclado en mitad de la
bahía, el tremendo vendaval del 49 que destrozó el espigón de la playa
del Quemado…
—¿Sabes por
qué la llamaban así… la del Quemado?
Ante mi
negativa me contó que cuando se despeñaba algún animal por el acantilado que pendía sobre la cala, lo solían
quemar en la cueva grande.
—¿Recuerdas
las cuevas…?
—¡Claro!
—respondí —. Allí es donde intentábamos tirarnos a las chavalas, sobre todo a las
francesas.
—¡Oh mon
Dieu! ¿Te acuerdas de aquellas dos trottoires?, ya sabes, las que hacían la
calle, la Azabache y… ¿cómo se llamaba la otra, la
que retiró un brigada legionario…?
—La
Plexiglás. Claro que tú no necesitabas de putas, te las llevabas de calle a las niñas, sobre
todo a las francesitas.
Jacques
seguía siendo un tipo bien parecido, delgado, fibroso, los ojos como dos
ranuras rodeadas de finas arrugas desde donde parecía observar todo, casi
sospechar. El gordo estaba más gordo; me
dio un fuerte abrazo de gorila del que intenté zafarme sin respiración.
Eché un
vistazo a su despacho algo decadente. El poco mobiliario del que disponía, el
teléfono negro colgado de la pared, el ventilador que esparcía el humo de los
cigarrillos a medio apagar sobre un cenicero repleto de colillas, las láminas de
paisajes de diversos lugares del norte de África, las revistas de…
—¡Coño, Jacques…
veo que aún conservas las entregas del
Halcón maltés! Recuerdo que tenías la colección completa de tu padre y que nos
las dejabas leer.
— Por un módico
precio —río el gordo con la tremenda barriga temblándole como una gelatina.
—Solo me
quedan tres, las que pude rescatar. Son
muy difíciles de conseguir, valen una fortuna, solo aptas para coleccionistas
caprichosos.
—Te falta una.
—La tercera se la presté a una apreciada amiga. Ya no me
dedico al negocio del alquiler de comics —sonrió tras la vaharada de humo del
cigarrillo que sostenía entre los labios.
—Bueno,
cuéntame cómo te va. Por lo visto ahora te dedicas a resolver crímenes.
Sonrió de nuevo y contestó que llevaba a cabo otro tipo de actividades mucho más rutinarias,
como bajas laborales fingidas, investigaciones mercantiles, y sobre todo, infidelidades.
—Dime… ¿en qué puedo ayudarte? —preguntó haciendo una señal al gordo para que saliera del despacho.
Le enseñé una fotografía de mi joven esposa. Él la tomó entre sus manos y mirándola atentamente con sus ojos entornados, comentó un «muy guapa».
—Estoy
convencido de que me engaña.
Anotó todos
los datos que le facilité. DÓnde solía ir mi mujer, o al menos lo que me
contaba que hacía.
—Se ha matriculado en una academia de francés. Te he
apuntado la dirección y el horario. Todos los lugares dónde acude o me cuenta
la milonga de que va.
—¿Y hace
progresos?
—¿Con el
francés, dices?, sí, supongo que sí.
—Sabrás que ya por fin se ha despenalizado el adulterio aunque no te
puedas divorciar por ahora. Por lo que veo tienes buen pasar. Como no tenéis
hijos, si demostramos infidelidad, no
tendrás que pasarle manutención si os separáis.
—Quiero
evidencias, por eso he venido. Lo demás ya es cosa mía.
Durante varias
semanas, Jacques y el gordo la fotografiaron saliendo
de la academia, entrando en la peluquería, merendando con las amigas, yendo de
compras… un sinfín de tareas cotidianas que confirmaron su inocencia. Pagué con generosidad a Jacques dando por terminada la investigación.
Volví a casa
aliviado con el mayor ramo de flores que encontré.
—¿Y esto?
—preguntó mi mujer sorprendida.
La besé en
los labios con pasión bajándole las bragas. Lo hicimos a medio vestir sobre el sofá. Al terminar, recogió la ropa
esparcida por el suelo y desarrugó la revista sobre la que estaba tumbada. En la portada, y en francés, la tercera
entrega del Halcón Maltés.