viernes, 8 de abril de 2022

Agencia Halcón

 








  A pesar del tiempo  que ha pasado, conservo en mi memoria el recuerdo de aquella época de acné, adrenalina, y de  la envidia  que sentía por Jacques, el hijo del francés administrador del Club Mediterráneo de Alhucemas. Jacques nunca se ensuciaba las manos, peligraba el puesto de su padre, para eso estaba su segundo,   “el gordo”,  quien se encargaba de suministrar los cigarrillos de haxis, revistas pornográficas, y dejarnos entrar en el Club por la puerta de atrás por un módico precio. Los que se pasaban de rosca ya  habían probado su fuerza bruta.

  En el 56, tras  la anexión del protectorado a Marruecos,  muchas familias españolas se marcharon  de Villa Sanjurjo, cómo solíamos llamar a Alhucemas los que vivimos tantos años allí. Un nutrido grupo de españoles que tenían negocios en esas tierras, aguantaron  unos años más; entre ellos Jacques y nuestra familia. Yo tenía veinte cuando me fui. A nuestro regreso a la península  nos encontramos con una España pacata y moralista, duro de llevar sobre todo para nosotros, los jóvenes criados   en el  ambiente más libre de la colonia aunque fuera  plaza militar. Al principio nos escribíamos cartas desde los diversos puntos de España que se fueron espaciando con el tiempo. Perdí la pista de Jacques y de  tantos otros, hasta que, hace unas semanas, acudí a la agencia de un detective recomendado por un amigo policía. Fue toda una sorpresa encontrarme con él y con el gordo de ayudante.

  Antes de entrar en materia sobre mi problema estuvimos recordando viejos tiempos: el Club Mediterráneo, el   cine viejo, el bar del Cocodrilo,   la dulcería del negro, la plaza  Florido, el peñón anclado en mitad de la bahía, el tremendo vendaval del 49 que destrozó el espigón de la   playa del Quemado…

  —¿Sabes por qué la llamaban así… la del Quemado?

  Ante mi negativa me contó que cuando se despeñaba algún animal por el  acantilado que pendía sobre la cala, lo solían quemar en la cueva grande.

  —¿Recuerdas las cuevas…?

  —¡Claro! —respondí —. Allí es donde intentábamos tirarnos a las chavalas, sobre todo a las francesas.

  —¡Oh mon Dieu! ¿Te acuerdas de aquellas dos trottoires?, ya sabes, las que hacían la calle,   la Azabache y… ¿cómo se llamaba la otra, la que retiró un brigada legionario…?

  —La Plexiglás. Claro que tú no necesitabas de putas,  te las llevabas de calle a las niñas, sobre todo a las francesitas.

  Jacques seguía siendo un tipo bien parecido, delgado, fibroso, los ojos como dos ranuras rodeadas de finas arrugas desde donde parecía observar todo, casi sospechar. El gordo estaba más gordo; me dio un fuerte abrazo de gorila del que intenté zafarme sin respiración.

  Eché un vistazo a su despacho algo decadente. El poco mobiliario del que disponía, el teléfono negro colgado de la pared, el ventilador que esparcía el humo de los cigarrillos a medio apagar sobre un cenicero repleto de colillas, las láminas de paisajes de diversos lugares del norte de África, las revistas de…

  —¡Coño, Jacques… veo que aún conservas las entregas  del Halcón maltés! Recuerdo que tenías la colección completa de tu padre y que nos las dejabas leer.

  — Por un módico precio —río el gordo con la tremenda barriga temblándole como una gelatina.

  —Solo me quedan tres, las que pude rescatar.  Son muy difíciles de conseguir, valen una fortuna, solo aptas para coleccionistas caprichosos.

  —Te falta una.

  —La tercera se la presté a una apreciada amiga. Ya no me dedico al negocio del alquiler de comics —sonrió tras la vaharada de humo del cigarrillo que sostenía entre los labios.

  —Bueno, cuéntame cómo te va. Por lo visto ahora  te dedicas a resolver crímenes.

  Sonrió de nuevo  y contestó que llevaba a cabo otro tipo de actividades mucho más rutinarias, como bajas laborales fingidas, investigaciones mercantiles, y  sobre todo, infidelidades.

  —Dime… ¿en qué puedo ayudarte? —preguntó haciendo una señal al gordo para que saliera del despacho.

  Le enseñé una fotografía de mi joven esposa. Él la tomó entre sus manos y mirándola atentamente con sus ojos entornados, comentó un «muy guapa». 

  —Estoy convencido de que me engaña.

  Anotó todos los datos que le facilité. DÓnde solía ir mi mujer, o al menos lo que me contaba que hacía.

  —Se ha  matriculado en una academia de francés. Te he apuntado la dirección y el horario. Todos los lugares dónde acude o me cuenta la milonga de que va.

  —¿Y hace progresos?

  —¿Con el francés, dices?, sí, supongo que sí.

  —Sabrás  que ya por fin  se ha despenalizado el adulterio aunque no te puedas divorciar por ahora. Por lo que veo tienes buen pasar. Como no tenéis hijos,  si demostramos infidelidad, no tendrás que pasarle manutención si os separáis.

  —Quiero evidencias, por eso he venido. Lo demás ya es cosa mía.

  Durante varias   semanas, Jacques y el gordo la fotografiaron saliendo de la academia, entrando en la peluquería, merendando con las amigas, yendo de compras… un sinfín de tareas cotidianas  que confirmaron su inocencia. Pagué con generosidad  a Jacques dando  por terminada la investigación.

  Volví a casa aliviado con el mayor ramo de flores que encontré.

  —¿Y esto? —preguntó mi mujer sorprendida.

  La besé en los labios con pasión bajándole las bragas. Lo hicimos a medio vestir sobre  el sofá. Al terminar, recogió la ropa esparcida por el suelo y desarrugó la revista sobre la que estaba tumbada.   En la portada, y en francés, la tercera entrega del Halcón Maltés.

 

                                


                                   900 palabras

                                 Isabel Caballero