lunes, 2 de diciembre de 2019

Punto de fuga

                                                                  Imagen de Eward Hopper





                                             

                                                   Punto de fuga


 

   Con los años he aprendido a viajar ligera de equipaje. En aquel entonces pasaba demasiado tiempo fuera de casa, casi siempre por trabajo. Tenía la costumbre de llevar conmigo la fotografía d emi marido; no una foto pequeña que resultara fácil guardar en la cartera. Todo un señor retrato enmarcado en plata que, en nuestro dormitorio, ocupaba la mesa de noche de la izquierda. Tiene..., tenía, una nariz importante y una expresión serena que me gustaba. 
   —No olvides llevarte a papá —solía recordarme con algo de sorna. Ya era una broma habitual en cada uno de mis viajes el “no te olvides de...”. Ahora, cuando lo pienso, sonrío con cierta tristeza.
   El día que cumplí los cuarenta, mi marido vino a nuestro apartamento de Milán sin avisar, quería darme una sorpresa. 
   Ninguno de los dos escuchamos la cerradura de la puerta al abrirse; estábamos profundamente dormidos, aún medio abrazados con la lasitud que el buen sexo deja en los cuerpos satisfechos. 
   Al levantarme vi uno de sus guantes en el suelo, el dedo índice, acusador, apuntaba  hacia la cama. 
   Inmediatamente, para comprobar mi sospecha, la casi certeza, llamé preocupada a Barcelona.
   —Hola mamá, ¿cómo estás? Feliz cumpleaños. ¿Cuándo vuelve papá?, ¿vendrás con él? Tengo muchas ganas de verte.
    No tuvimos un adiós definitivo, no hubo abogados,ni juzgados,  ni documentos que avalaran nuestras cada vez más prolongadas ausencias, tampoco hubo  pactos, ni desacuerdos, ni discusiones. A partir de entonces, los dos actuamos como autómatas, jamás hablábamos sobre...
   A pesar de mis deslealtades, de que la distancia entre nuestras dos camas era abismal, juro que lo amaba. Él nunca entendió la realidad de que existen tantos puntos de fuga como direcciones en el espacio. Yo lo quería con la fuerza de la costumbre, con la contundencia de la rutina, con todo el peso definitivo del proyecto familiar. Así lo pienso con la perspectiva que da el tiempo, desde mi presente mediato, desde el compartimento en el que hasta ahora, y por fortuna, viajo sola.
   Pese a que creí tomar el Direto, el tren hace una parada en la estación de Porta Susa, en Turín. En el andén, una mujer con las manos ahuecadas sobre su boca grita hacia alguna de las ventanillas cercanas: Quando arriverá a casa mi scriva súbito! Una escena anacrónica y bonita con la que fantaseo. Imagino como llega el hombre de la estación a su casa; un pasillo oscuro; el pellizco de luz en la pared que lo ilumina; el perchero dónde cuelga su sombrero. Enseguida toma la pluma y escribe sobre el papel con letra sesgada: Cara, te envío la presente para decirte que he llegado bien, a Dios gracias.
   Arranca el tren, no lo hace con el traqueteo pesado y lento que propicia la escena caduca que ensueño. Apenas se nota como acelera. Va como la seda. 
   Suena el móvil, es mi hijo, vendrá a recogerme a la estación. Le contesto que estoy bien, que no se preocupe y le pregunto: ¿Y tú cariño? Otro beso para ti. Yo también te quiero. 
   Intento dar una cabezada. No lo consigo. Ojeo un periódico de manera mecánica. En la página de sucesos un hombre ha matado a su padre; otro a su mujer. Lo cierro. 
   Miro el paisaje de una mujer reflejada en una mujer con la frente apoyada en el cristal, no se parece nada a mí, la que mira a quien me mira, en cierto modo  una asesina. ¡Asesina!, ¡asesina!,¡asesina!, exclaman los postes de la luz a velocidad vertiginosa; cada uno de ellos clamando un ¡asesina! El repiqueteo continuo de la lluvia en la ventanilla deletrea a-se-si-nas. La megafonía informa del último destino y con voz impersonal avisa de que, a bordo, se encuentra una asesina. 
   Procuro apaciguar mi corazón desbocado. A la derecha el monte; a la izquierda el mar. Pienso que hay paz en los bosques sin hollar y cierto éxtasis en las solitarias costas.
   Por fin arriba el tren a Barcelona. Tengo frío, tiemblo. Dejo el maletín en el suelo junto a mis piernas, me abrocho el abrigo y espero. Es raro que mi hijo no haya llegado aún, claro que el tráfico de...
   Me siento aturdida,  una mujer solitaria en el arcén mirando el tren que llega, el que se aleja, las vías, la marquesina de metal ondulado. Todo se resuelve en líneas paralelas convergentes hacia un punto de fuga diluido en el infinito. 
   Mi hijo me abraza mientras vuelvo poco a poco de mi ensoñación.
   —Tranquila mamá, no sufrió nada.
   —¿Eso es verdad? 
   —Nada, te lo prometo. Créeme, todo fue muy rápido. 
   —¿Cómo...?, ¿dónde?
  —Esta madrugada, en su despacho, con una de las pistolas de cuando estaba en el ejército.  
   —¡Dios!
   —¡Ojalá hubiera podido hacer algo más por él! Pasar más tiempo a su lado.
  —No te culpes cariño,  ya sabes que sufría de una profunda depresión. 
   —Anda, vámonos. Ya te iré contando de camino al tanatorio. 
  Dos trenes llegan casi a la misma vez encajonándonos en un pasillo de cristal y acero. Por encima del abrazo de mi hijo, de los ruidos de la estación, de la algarabía de la gente que llega o se va, se saludan o despiden..., las gaviotas graznan. Parece que ríen.


                                                                                               Isabel Caballero