lunes, 5 de abril de 2021

Sobre Palmira

 





SOBRE PALMIRA

 

 

Hay episodios de mi infancia y adolescencia  de los que  nadie más que yo sabe como los viví y sentí.  Si los contara Palmira,  diría que fui  una mala hija a la que tuvo que enviar  a un internado por rebelde. El colegio fue una bendición comparado con la casa familiar.  Mi padre, como siempre, guardaba silencio acatando las decisiones de su taxativa esposa.  Un marido servicial casado en régimen de separación de bienes  con una mujer rica y autoritaria en la misma proporción. Desde su fallecimiento, un infarto fulminante,   no había vuelto a pisar la casa. Nunca le guardé rencor, solo piedad; comprendo que Palmira aplasta a cualquiera que tenga  bajo su yugo. ¡Ojalá hubiera tenido cojones para imponerse a ella!

El albacea   me escribió   avisando del  estado terminal de Palmira.  No quería   que la llamara mamá o madre. Imposible  imaginarla enferma,  desvalida o  a punto de….

  «¡Justo a tiempo!», pensé sin ningún remordimiento, al fin y al cabo hacía muchos años que no sabía nada de ella. Estaba desesperada, me encontraba en la más absoluta   miseria, el casero reclamándome meses de alquiler y  la editorial rechazando borradores por infumables. Lo más probable es que me haya desheredado, aunque no puede privarme de “la legítima”.  ¡Jódete, Palmira!, exclamé en voz alta.

Tomé el primer avión que pude. Regresé con la  sensación de fracaso, de no estar  nunca a la altura: una escritora frustrada.

—Señora, su hija acaba de llegar.

Entré en su enorme dormitorio en semipenumbra. Las brasas casi extinguidas  de la chimenea prestaban una leve luz rojiza  a la estancia.   La lámpara de la mesilla de noche enfocándole las manos que sostenía un rosario. El anillo de rubíes, del que nunca se desprendía,  una sangrienta herida en el dedo índice. Su cara permaneció en la sombra hasta que la enfermera encendió varias luces.

—Siéntate aquí —dijo en voz muy baja añadiendo un por favor, hija,  y unas ligeras palmadas sobre el cobertor.

Me sorprendió su fragilidad,  el  diminuto cuerpo   perdido en la enorme  cama de columnas retorcidas de madera labrada.  Siempre me pareció un trono imponente  en vez de un lecho apacible donde descansar.

—¿Cómo estás?

—Eso debería preguntártelo yo a ti, Palmira.

—Llámame mamá. Ya ves, me estoy muriendo.

No supe que contestar. Ella y yo nunca tuvimos comunicación. Creí que la odiaba todavía por su indiferencia hacia mi, los desprecios, los abusos, la falta total de amor maternal, pero… ¿cómo detestar a una anciana moribunda?

—Te he hecho llamar  para pedirte perdón. Por lo que más quieras, hija, perdóname  —repitió.

Pensé que tendría miedo de su inminente muerte  y querría redimirse ante el Dios  redentor en el que, al parecer,  tanto creía.

—Todo este tiempo he pensado  en lo que te hice sufrir. Quise llamarte muchas veces. Siento profundamente todo el dolor que te he causado.

—No hables más, Palm… mamá, que te fatigas.

—Ya sabes que todo lo que tengo es tuyo —dijo quitándose el valioso anillo que centelleaba en su dedo, poniéndolo en el mío con cierta dificultad.

—Palmira, no es necesario que…

—Te han preparado tu dormitorio de cuando eras…, de cuando vivías con nosotros. Mañana hablaremos con más calma,  estoy muy cansada.

Me ofreció su frente. No tuve otra que darle un ligero beso  en ella. Salí del dormitorio casi de puntillas pensando que quizás era hora de perdonar los agravios. Sentí algo de conmiseración por ella y también por mí misma.

Sobre las ocho de la mañana tocaron en mi puerta;  la doncella de mi madre entró sin pedir permiso.

—Señorita, le he subido el desayuno. Le recuerdo que a las once  es el funeral  de la señora, que en paz descanse.

—¿Qué dice usted?

No me contestó. Dejó la bandeja sobre una mesilla y salió. Tomé solo el café, me vestí lo más rápido que pude  y bajé al salón donde me esperaban dos hombres. Se presentaron como el albacea y el secretario de mi madre.

—Supongo —dijo el secretario—, que ha traído usted vestuario  para la ocasión. Si no es así le conseguiremos algo más adecuado para el servicio religioso.

—¿Mi madre falleció anoche?, ¿cómo es que no me despertaron?

—Doña Palmira expiró unas horas antes de su llegada, ya vio usted su cuerpo yacente. Siento que no llegara a tiempo para...

—Pero si yo estuve con...

El albacea advirtió que cualquier objeto  propiedad de la difunta, debía quedar  bajo su  tutela y custodia hasta la lectura del testamento, incluyendo el anillo de rubíes. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que aún lo tenía en mi dedo. Lo deposité en la palma de su mano, no me costó desprenderme de él. Nunca me gustó.

Desde entonces ha pasado mucho tiempo  y una batalla judicial perdida. Su cohorte  de abogados de prestigio demostraron mi incapacidad mental.  La posible solución legal para poder  disponer algún día del patrimonio, si superara mi patología,  fue aceptar internarme en un psiquiátrico. Cada seis meses un  comité médico elegido por el albacea  evalúa  mis facultades mentales. Sospecho de todos aunque ya no tengo energías,  ni manera  de demostrarlo.

Cada vez divago  más y ya no escribo.

La última salida a escena de Palmira  fue   magistral. Espero que escuche mis entusiastas aplausos por su  implacable actuación “post mortem”   mientras su alma perversa se pudre en los infiernos.

 

 


                                             Isabel Caballero