SOBRE PALMIRA
Hay episodios de mi infancia y
adolescencia de los que nadie más que yo sabe como los viví y
sentí. Si los contara Palmira, diría que fui una mala hija a
la que tuvo que enviar a un internado por rebelde. El colegio fue una
bendición comparado con la casa familiar. Mi padre, como siempre,
guardaba silencio acatando las decisiones de su taxativa esposa. Un
marido servicial casado en régimen de separación de bienes con una mujer
rica y autoritaria en la misma proporción. Desde su fallecimiento, un infarto
fulminante, no había vuelto a pisar la casa. Nunca le guardé
rencor, solo piedad; comprendo que Palmira aplasta a cualquiera que tenga
bajo su yugo. ¡Ojalá hubiera tenido cojones para imponerse a ella!
El albacea me escribió
avisando del estado terminal de Palmira. No quería que
la llamara mamá o madre. Imposible imaginarla enferma, desvalida o a punto de….
«¡Justo a tiempo!», pensé sin
ningún remordimiento, al fin y al cabo hacía muchos años que no sabía nada de
ella. Estaba desesperada, me encontraba en la más absoluta miseria,
el casero reclamándome meses de alquiler y la editorial rechazando
borradores por infumables. Lo más probable es que me haya desheredado, aunque no
puede privarme de “la legítima”. ¡Jódete, Palmira!, exclamé en voz alta.
Tomé el primer avión que pude. Regresé
con la sensación de fracaso, de no estar nunca a la altura: una
escritora frustrada.
—Señora, su hija acaba de llegar.
Entré en su enorme dormitorio en semipenumbra.
Las brasas casi extinguidas de la chimenea prestaban una leve luz rojiza
a la estancia. La lámpara de la mesilla de noche enfocándole
las manos que sostenía un rosario. El anillo de rubíes, del que nunca se
desprendía, una sangrienta herida en el
dedo índice. Su cara permaneció en la sombra hasta que la enfermera encendió
varias luces.
—Siéntate aquí —dijo en voz muy baja
añadiendo un por favor, hija, y unas
ligeras palmadas sobre el cobertor.
Me sorprendió su fragilidad, el
diminuto cuerpo perdido en la enorme cama de columnas
retorcidas de madera labrada. Siempre me pareció un trono imponente
en vez de un lecho apacible donde descansar.
—¿Cómo estás?
—Eso debería preguntártelo yo a ti,
Palmira.
—Llámame mamá. Ya ves, me estoy
muriendo.
No supe que contestar. Ella y yo nunca
tuvimos comunicación. Creí que la odiaba todavía por su indiferencia hacia mi,
los desprecios, los abusos, la falta total de amor maternal, pero… ¿cómo
detestar a una anciana moribunda?
—Te he hecho llamar para pedirte
perdón. Por lo que más quieras, hija, perdóname —repitió.
Pensé que tendría miedo de su inminente
muerte y querría redimirse ante el Dios redentor en el que, al
parecer, tanto creía.
—Todo este tiempo he pensado en lo
que te hice sufrir. Quise llamarte muchas veces. Siento profundamente todo el
dolor que te he causado.
—No hables más, Palm… mamá, que te
fatigas.
—Ya sabes que todo lo que tengo es tuyo
—dijo quitándose el valioso anillo que centelleaba en su dedo, poniéndolo en el
mío con cierta dificultad.
—Palmira, no es necesario que…
—Te han preparado tu dormitorio de
cuando eras…, de cuando vivías con nosotros. Mañana hablaremos con más
calma, estoy muy cansada.
Me ofreció su frente. No tuve otra que
darle un ligero beso en ella. Salí del dormitorio casi de puntillas
pensando que quizás era hora de perdonar los agravios. Sentí algo de
conmiseración por ella y también por mí misma.
Sobre las ocho de la mañana tocaron en
mi puerta; la doncella de mi madre entró sin pedir permiso.
—Señorita, le he subido el desayuno. Le
recuerdo que a las once es el funeral de la señora, que en paz
descanse.
—¿Qué dice usted?
No me contestó. Dejó la bandeja sobre
una mesilla y salió. Tomé solo el café, me vestí lo más rápido que pude y
bajé al salón donde me esperaban dos hombres. Se presentaron como el albacea y
el secretario de mi madre.
—Supongo —dijo el secretario—, que ha
traído usted vestuario para la ocasión. Si no es así le conseguiremos
algo más adecuado para el servicio religioso.
—¿Mi madre falleció anoche?, ¿cómo es
que no me despertaron?
—Doña Palmira expiró unas horas antes de
su llegada, ya vio usted su cuerpo yacente. Siento que no llegara a tiempo
para...
—Pero si yo estuve con...
El albacea advirtió que cualquier
objeto propiedad de la difunta, debía quedar bajo su tutela y
custodia hasta la lectura del testamento, incluyendo el anillo de rubíes. Hasta
ese momento no me había dado cuenta de que aún lo tenía en mi dedo. Lo deposité
en la palma de su mano, no me costó desprenderme de él. Nunca me gustó.
Desde entonces ha pasado mucho tiempo
y una batalla judicial perdida. Su cohorte de abogados de prestigio
demostraron mi incapacidad mental. La posible solución legal para
poder disponer algún día del patrimonio, si superara mi patología,
fue aceptar internarme en un psiquiátrico. Cada seis meses un
comité médico elegido por el albacea evalúa mis facultades
mentales. Sospecho de todos aunque ya no tengo energías, ni manera de
demostrarlo.
Cada vez divago más y ya no
escribo.
La última salida a escena de Palmira
fue magistral. Espero que escuche mis entusiastas aplausos
por su implacable actuación “post mortem” mientras su alma
perversa se pudre en los infiernos.
Isabel Caballero