EL DESIERTO QUE ME HABITA
La familia de
Alba fue determinante en mi vida. Me acogieron gracias al programa de niños
saharauis en Canarias con el fin de alejarnos,
durante los meses del estío, de las condiciones extremas en las que
vivíamos en el campamento de refugiados de Tinduf, en Argelia. Solo tenía doce años, la misma edad que la única hija del matrimonio.
Lo primero que hizo Pino, la sirvienta de
confianza de la señora, fue restregarme
la mugre en la imponente bañera, la única, hasta entonces, que había
visto en mi vida.
—¡Pero que niña tan sucia Dios mío de mi
vida! ¡Estate quieta, chiquilla del demonio! —farfullaba Pino.
—Yo no demonio, yo Maimun, no susia,
siniora Pino, yo morena —protesté por tanto estropajo arañándome la piel y tantos tirones de peine de mis apretados rizos.
Me
hicieron reconocimientos médicos
exhaustivos para evaluar mi precaria salud. Baja de hierro, algo de anemia
y necesitada de mayor graduación en las gafas de culo de botella. Lo peor fue el martirio del dentista.
Las primeras noches dormí con Pino. Acostumbrada
a compartir el poco espacio vital de la “hamada” con mi numerosa familia,
estar sola me aterraba. Alba llegaría en
unos días desde el prestigioso internado galés, "Atlantic College",
en el Reino Unido.
—¿Sabes Mimu?...
—Maimun —corregí.
—La señorita estudia en un castillo del siglo... no me acuerdo, pero por lo visto es muy muy viejo. Mira, aquí tengo un papel con una fotografía. Léelo tú, no sé donde he metido las dichosas gafas.
Leí en el folleto desplegable que se trataba de un castillo del siglo XII. El colegio se fundó en 1962 con el fin de promover el entendimiento internacional a través de la educación a los jóvenes y hacer que se sintieran empoderados para remarcar una diferencia positiva.
—¿Y todo eso qué quiere decir?
—Pues no sé, seniora Pino, yo no sigura…, lo de la diferincia no mi gusta.
Alba me odió nada más verme. Yo estaba
vestida con su ropa de anteriores temporadas de su surtido vestidor. Me miraba de reojo y hablaba tan deprisa con
sus padres que apenas lograba comprender lo que decía. Después se encerró en su
cuarto dando un portazo.
Como de costumbre, cené en la cocina. El personal de servicio charlaba con el acento peculiar canario que me costaba
comprender. Pino dijo algo parecido a
que no había derecho que trajeran a una pobre criatura para luego pasar
de ella. La pobre criatura era yo. Creo que fue el chófer quien
contestó que la señorita Alba era una consentida y que el señor pensó
que era buena idea que la señorita fuera consciente de otras realidades. La otra realidad también
era yo.
—Mi niña, tú no estar triste, nosotros
cuidarte —dijo Pino gesticulando mucho y
en voz muy alta, como si yo fuera sorda, dándome un cariñoso abrazo y hablando como hablan los indios en
las películas del oeste. Guardé silencio y pensé que ellos desconocían que en Tinduf teníamos
televisión, antenas parabólicas, una
escuela con dos maestras, un cine al aire libre y algo parecido a un
pequeño dispensario médico… y coraje y determinación y armas y
soldados y escritores y poetas. No solo había cabras, camellos y arena
en Tinduf.
A los pocos días no le quedó otra que
confraternizar conmigo, supongo que obligada por sus padres. Fuimos juntas a un lugar que llamaban club náutico. Pasó de mi como de la mierda. No me quité la ropa porque me daba
vergüenza enseñar mi escuálido cuerpo dentro del minúsculo bañador de dos piezas y además porque no sabía nadar. La piscina
inmensa era como un desierto líquido inabarcable y transparente. Alguien de su grupo tuvo la
genial idea de tirarme a ella vestida.
La inmensidad era azul. La inmensidad era
blanca. La inmensidad era luminosa. Cuando abrí los ojos el sol entró a
raudales en mis pupilas a la misma vez que salía agua de mis pulmones. La boca
de Alba sobre la mía prestándome su aire.
Luego supe cómo se enfrentó a su pandilla
de imbéciles. A partir de entonces se
abanderó como mi hermana de piel.
Los siguientes veranos fueron distintos.
Mientras tanto, nuestras cartas de papel se cruzaban en la franja que separa las Canarias del Sahara, un
cementerio marino de los tantos que se atreven a surcar por él en precaria situación. Después llegó el móvil e internet. De vez en cuando funciona
internet en Tinduf. Ya saben, no solo hay arena en el Sahara.
Años más tarde casi todo su entorno se volvió del revés: sus inquisitoriales padres,
el colegio galés, la sociedad caduca… fue un proceso lento pero incisivo. No
fue fácil para ninguna de las dos. Ella ha mutado mi concepto del mundo en
blanco y negro; he descubierto el matiz
de los grises. Yo he cambiado en ella su escala cromática. Entre ella y yo no hay color ni distancia.
Estudié medicina becada por el gobierno
español. Pronto volveré al destierro apátrido al que nos tienen condenados. Quiero y deseo ser útil. Ella es reportera gráfica y hace unas fotos de la leche. Viaja por el
mundo y el mundo por ella. De vez en cuando nos encontramos y entonces nuestros universos se detienen.
No solo habita el desierto en mí, también el desierto, aunque sea
amarillo, tiene tatuado en su sinuosa
anatomía el nombre de Alba.
Isabel Caballero
890 palabras