RATA DE ARCHIVADOR
Dada mi condición de historiadora me destinaron a la ciudad autónoma de Melilla a rescatar, ordenar, y finalmente digitalizar, los buques españoles que operaban en la franja marítima entre España y Marruecos. Era mi primer trabajo no teórico y carecía de experiencia.
Con una mochila llena de expectativas, ilusión y algo
de miedo, me embarqué desde Málaga. Al parecer, me adelanté varias semanas
a la ejecución de dicha Ley de
Puertos del Estado que facultaba al Gobierno para la constitución del personal civil. Todos mis compañeros actuales, por llamarlos de
alguna manera, eran militares de diversos grados. No colaboraron
en hacerme partícipe de los diversos trabajos de mi área de historiadora, no sé
si por ser mujer, joven, inexperta o simplemente porque les jodía desprenderse
de lo que hasta ahora había sido sus dominios. Me advirtieron que no me pagarían el tiempo
anticipado
–Ya que me he adelantado por error, estaría
agradecida, señor comandante, le ruego que me permita… —comenté subiéndole la graduación —para ir poniéndome
al tanto de…
Me cedieron el archivo. Un sótano lúgubre pletórico de libros y legajos.
Comencé por el que encontré más antiguo, 1888, un tomo escrito a plumilla de la
construcción e historia registral, incluso hundimientos o desguaces de los
diversos buques mercantes.
Lo cierto es que tenía poca pasta hasta que me pagaran, supongo que
por orgullo e independencia me avergonzaba pedir ayuda a mis padres.
Descubrí un pequeño baño con ducha y un
catre en el cuarto contiguo. Sin pedir permiso a la Autoridad, compré algo de
productos de limpieza, y con mi saco de dormir me las apañé. Al no haber
vigilancia por la tarde noche aprovechaba para echarle un vistazo a las
normativas y al funcionamiento de las oficinas gracias al juego de llaves que
encontré para salir a comer y tomar el aire.
Lo peor de la primera noche fue la rata que asomaba al oler la comida que traía de fuera. Al principio se mostraba cautelosa. En un par de días y con paciencia, dejamos de tener miedo la una de la otra. Sus ojos eran de color miel. A la semana empezaron a crecer mis uñas de pies y manos tanto como las suyas. La soledad hacía que hablara en voz alta con ella. Parecía entenderme. No sé si fue debido a que la alimentaba bien que cada vez me parecía más grande. A la luz de la única bombilla del aseo, en el espejo medio resquebrajado del lavabo descubrí que mi melena se estaba volviendo de un rubio ceniciento. Falta de luz solar, supuse.
Las llaves debieron de cambiarla de lugar,
al no encontrarlas, comíamos los
desperdicios que los militares dejaban en sus papeleras: la mitad de un
sándwich, las cortezas de una pizza…. Repartíamos todos los tesoros comestibles que encontrábamos. Me enseñó que mezclando las sobras con el
papel, bien salivado y
masticado de las añejas hojas de los libros registrales saciábamos algo el
hambre.
Hablé con ella, o con él, desconocía su
género. Le expliqué que los tomos ni se tocaban, que dependía de mi futuro
trabajo. Pasó de mi cómo de la mierda.
Perdí la noción del tiempo. Dormíamos
juntos, y para entonces ya descubrí que era todo un macho repetidor, siempre
sabía cuándo me encontraba en las mismas
condiciones sensitivas que él.
Cierto día se escuchó mucho jaleo y al
mediodía una especie de celebración. Por la noche la rata y yo descubrimos que era la despedida de los
militares cediendo sus funciones a los funcionarios civiles. Nos pusimos a tope
de comida y sobras, y el resto lo arrastramos al sótano a buen recaudo. Tendríamos comida para
cierto tiempo.
La rata parecía preguntarme vibrando
sus bigotes tan largos ya cómo los míos, si no me iba a
presentar a mis nuevos compañeros. Yo había engordado tanto que parte de la
ropa se había rajado.
A las siete de la mañana las limpiadoras hicieron su trabajo en las oficinas y también en el sótano. Nos escondimos como pudimos. Mi macho y yo ya éramos casi del mismo tamaño. Escuchamos conversaciones gracias a meternos, yo arrastrarme, por los tubos de ventilación verificando que el cambio de poder se había producido. Alguien preguntó por la historiadora. Alguien contestó que había desaparecido a partir del primer día. Alguien habló con la policía y con mi familia. Mi móvil ya no funcionaba. Estaba tan inflada que comprendí que estaba preñadA.
Hasta el nacimiento de las criaturas me divertía escribiendo historias inventadas en las últimas hojas de los tomos registrales, “Los bereberes atacaron a la tripulación que valientemente se defendió…” la rata escupía sobre las letras recién trazadas, arañaba con sus garras para envejecer la tinta y el escrito.
Una mañana
un nuevo historiador exigió que
los libros, para preservarlos de la humedad, los subieran a las oficinas para
digitalizar lo que se pudiera. Escondimos a nuestras crías para no dar la
alarma y le enseñamos que el silencio era nuestra mejor arma.
Al
historiador "Honoris Causa", lo volvieron
a premiar al cabo de unos años por los datos extraordinarios que encontraron en
algunos de los libracos, (los que yo había escrito como pude con mis garras de
rata).
Algunas
de las muchas crías que tuvimos emigraron a otras latitudes una vez
crecidas, pues no era cuestión de que nos descubrieran y nos exterminaran, dado el hito histórico y sorprendente que habíamos logrado en horario nocturno.
900 palabras
Isabel Caballero