Gato de azotea azul
Cuando el siroco sopla con su cálido aliento en dirección sudeste, una cúpula hedionda envuelve las casas azules de la aldea; sus habitantes tapian puertas y ventanas, taponan cualquier orificio por donde transite la peste de los pútridos restos de los carneros que inunda las calles tintadas de añil.
Casi todos los hombres trabajan en la tenería de las afueras del pueblo. Los más jóvenes remojan las pieles de los animales en los agujeros horadados en la piedra caliza, sacuden y restriegan los cueros hasta eliminar cualquier resto de carne o grasa, vierten sobre las pieles los odres que traen de sus casas con los orines de toda la familia y los suyos propios. Hacen bromas, ríen, juegan, comparan sus miembros de piel recortada en el prepucio, apuestan sobre quienes lanzan el chorro más lejano, más alto, o más potente, se creen ya hombres porque ayudan al sustento familiar aunque hasta hace sólo unos meses coreaban sumisos en la escuela los benditos Suras del Corán.
Bismillahir Rahmaanir Rahiim
En el nombre de Allah, clemente, misericordioso, Señor del Universo.
Todos trabajan en ella, o en el campo, menos las mujeres, el Imán, el ciego, y Abdel, el idiota sordomudo.
En el patio de la casa de la casamentera, abuela de Abdel, crecen los naranjos, la cidra y los jazmines con los que la vieja alcahueta hace fragancias, almizcles, resinas, aceites, pócimas, ungüentos y pomadas. Unta y perfuma a su nieto, al que llaman el endemoniado por los ataques que simula. El muchacho saber hacer como que tiembla, aprieta la mandíbula, su cuerpo fibroso se tensa hacia atrás formando un arco casi imposible. Procura siempre que ocurra el suceso en plena plaza o en día de mercado, cuando están transitadas las calles azules, de balcones y ventanas azules, de puertas azules y azoteas azules, todos se apartan del pobre infeliz que babea e invocan a Mahoma no sea que el mal de ojo se pegue.
En ausencia de sus maridos, las mujeres le hacen regalos, dulces, lo visten y miman. Nunca contará nada, no tiene lengua con la que hacerlo, ni oídos con los que escuchar. El trata a todas con la misma eficacia y brío, no demuestra preferencias. Abdel salta por los tejados de patio en patio, un gato silencioso. Besa los labios de Laila, tan dulce como dátiles, más aún que el fruto de la higuera. Lame sus pechos, ora uno, ora el otro, no se resuelve por ninguno, los junta y aprieta, su boca abarca entonces los dos. Se embelesa en la frontera del himen y ahí se detiene porque Laila es virgen, no quiere estropear su boda con el curtidor de pieles. Sabrá esperar, pronto estará casada. Mientras tanto, entra en Suleyma, antes hace una parada en la cama de la suegra, cuidadora de la honra del hijo ausente, no queda otra si quiere avanzar de mujer en mujer. Acaricia en el pasillo la cabecita morena de una niña de ojos negros, pronto crecerán y entonces... ¡Ah, entonces será suya!
El muchacho debe cuidarse del taimado ciego de la esquina, a veces cree que lo mira a través de sus legañas, también desconfía del Imán que llama a la oración desde el minarete, aunque se deja acariciar por sus manos en el hamman mientras el vapor del agua caliente los envuelve.
Entre la casa de su abuela y la de su preferida niña Laila habita un extranjero fumador de Kif. El dulce efluvio del cannabis de la vecina Ketama edulcora el patio azul. A menudo hace un alto en el camino, olvida sus citas, se entretiene, fuma y sorbe té con el extranjero, que mezcla la lengua árabe y francesa, y le cuenta historias que el sordo parece entender con los ojos como dos ranuras atentas, sonríen mucho y se comprenden. Abdel pasa los dedos con delicadeza por la piel de los libros de extraños signos que simulan hormigas negras en fila india ¡tan ordenadas!, prefiere las sinuosas volutas pletóricas de curvas de las azoras del Corán ¡tan bellas!
Si el chico fuma mucho, sueña, si sueña ensueña y se retrasa. Cuando por fin aparece de esa manera en la que asoma, ellas se quejan de que es tan pasivo y lento como una vaca, una vaca perfumada, aunque siempre se repone y entonces es gato zalamero de azotea azul, y ya perdonado, carnero que embiste y trepa por la piel de sus mujeres.
Tara - Isabel Caballero