¡Que viene el lobo!
—Yo era el puto amo del lugar hasta que dejé de serlo. Al fin y al cabo, les dimos trabajo a todos ellos.
—Bueno, quitaremos lo de puto amo, Carlos, no queda bien para un artículo.
—Por supuesto, solo era un comentario informal. No grabe eso.
Mi hermano Carlos sacudió con el revés de la mano unas pelusas imaginarias de sus pantalones. Mantenía las piernas cruzadas; el blazer azul marino de botonadura metálica, abierto; los zapatos tan brillantes que se reflejaban en ellos los fluorescentes del techo. De vez en cuando echaba un vistazo a la pequeña grabadora que el periodista dispuso sobre la mesa y continuó hablando con cierta displicencia, algo habitual en él.
—Mi familia tenía una granja de abejas negras canarias. Una raza que hace miles de años se separaron de sus homólogas, las abejas africanas. Diferenciadas de sus congéneres, formaron una nueva especie en las islas. La marca de nuestra miel, con un alto grado de pureza, es equivalente a calidad y prestigio. Éramos de los primeros exportadores del país y lograremos serlo de nuevo
Todo un hombre de negocio mi hermano, aprovechando al máximo la entrevista para publicitar el nuevo proyecto. Si los abuelos y nuestros padres vivieran, no sé si estarían orgullosos de nosotros. Recordé el declive del negocio familiar, el cierre, la bancarrota, el impago al personal.
—La granja daba trabajo a mucha gente —intervine por primera vez siguiendo las reglas pautadas por él para promocionar la empresa.
—Eso ya lo dije yo, María. Como le decía… éramos una familia importante. Los primeros bancos de la iglesia estaban reservados para mis abuelos y mis padres…, y para nosotros dos, claro —dijo señalándome con el dedo índice y a sí mismo con el pulgar.
—Los forasteros solían preguntar quiénes eran esas personas. “¡Ah! Son los dueños de El Colmenar”, contestaba alguien. Así se llamaba la granja. El pueblo se sentía orgulloso de que el lugar fuera tan próspero.
—¿Qué recuerda de su infancia, señorita?
—Éramos felices. Crecí entre flores y abejas, entre aromas y zumbidos. Aprendí a respetarlas y a comprender su comportamiento. Jamás ninguna de ellas me clavó su aguijón. Ya le digo, era una niña contenta de vivir en el valle, donde el aire es limpio y florecen los almendros, el brezo, la lavanda…
—El alimento de los bichos es la flora. — Interrumpió Carlos algo molesto por lo que él llamaría estúpido romanticismo. Continuó exponiento que, al ser tan variada y diversa, hace que la miel sea sumamente especial, con unos matices y aromas únicos.
—Por esa razón es tan requerida nuestra excelente producción.
—Por esa razón es tan requerida nuestra excelente producción.
—¿En qué fecha será la inauguración de la nueva fábrica?
—El próximo sábado. Está usted invitado, por supuesto. La Granja ya está en funcionamiento, no es tan grande como la original, pero estoy convencido de que pronto, ¡muy pronto!, volveremos a estar entre los primeros exportadores.
—Disculpe Carlos, hay rumores de que sus abejas no son las originarias negras, sino una especie mezcladas con…
—Chismes sin fundamento. Tenemos las genuinas abejas negras, las mejores, puesto que poseen una capacidad de supervivencia que muy pocas razas tienen. Son resistentes a las enfermedades, no solo por genética, sino por su comportamiento de limpieza bestial. El único problema es que son extremadamente mansas.
—¿Y eso es malo?, disculpe mi ignorancia Carlos, supongo que al ser mansas no picarán.
—Lo que ocurre es que la avispa lobo le dobla en tamaño. Los machos se limitan a libar el néctar diezmando el territorio, lo que no es poco, desde luego, pero las hembras, ¡joder las hembras…! —exclamó mi hermano.
—¿Qué ocurre con ellas?
—Son unas inteligentes asesinas —contesté al periodista —. En unas pocas horas los batallones de avispas pueden aniquilar a miles de abejas. Excavan sus nidos bajo tierra, y allí mantienen a las abejas que cazan en estado semiinconsciente, lo que supone alimento fresco para sus larvas. Se llegaron a entrometer en mis pesadillas infantiles, más de una vez desperté aterrorizada pensando que me faltaba un trozo de la cara, una mano...
Carlos me hizo un leve gesto para que no me extendiera, y entonces me callé. No conté que las lobos acabaron con las abejas en el invierno en que nevó por primera vez en el valle. Las que no perecieron, huyeron. En el cobertizo protegido del frio y de los ataques de las temibles avispas, se vigilaba con mimo los pocos paneles intactos que pudieron salvarse. Una reina aterciopelada, de velloso manto y sensibles antenas por panal. Multitud de macetas protegidas del frio servían de alimento a las supervivientes, en especial el aromatizado romero.
Aquella madrugada de enero pude ver, desde mi ventana, luz en el cobertizo y salí casi sin abrigarme. Y ahí estaban, revoloteando por encima de las felices cabezas de mis abuelos. Mi padre quieto como una estatua cubierto en parte por ellas, un manto movible, un dulce zumbido de abejas.
Sin embargo, no hubo más cosechas de miel. Aquello fue el principio del fin.
Aquella madrugada de enero pude ver, desde mi ventana, luz en el cobertizo y salí casi sin abrigarme. Y ahí estaban, revoloteando por encima de las felices cabezas de mis abuelos. Mi padre quieto como una estatua cubierto en parte por ellas, un manto movible, un dulce zumbido de abejas.
Sin embargo, no hubo más cosechas de miel. Aquello fue el principio del fin.
—Son auténticas, garantizado, se lo aseguro —mintió.
Mi hermano ha conseguido un híbrido muy parecido a la abeja negra canaria, un poco mayor y más agresiva. No hay que ser experto en mieles para distinguir la diferencia de sabor.
Carlitos es un lobo feroz. La voz de alarma de: ¡que viene el lobo… que está viniendo!, no es solo una escena de un cuento de niños para no dormir.
Isabel Caballero