Escarbé en la paja buscando al dueño del apéndice, para mi asombro, solo vide
la napia, e además, parlanchina.
Por obra de algún hechizo, las ñatas, liberta
de cara, pescuezo e cuerpo que la sostuviera, vocalizó en
perfecto castellano ausente del dulce timbre canario, un peninsular ¡pardiez!, a lo que contesté desenfundado raudo mi espada, pues
seguro era obra funesta del maligno o alguna burla de algún zagal, que haberlos haylos,
(zagales bromistas y encantamientos), pues… aunque ¡cosas veredes…!, ¿cómo ha de ser posible fablar sin boca, labios, dientes, paladar e lengua?
La nariz estornudó como estornudan las narices. Mi
condición de christiano bien nacido empujóme a responder con un
¡Dios os guarde!, a loquella contestó con cortesía de gracias. Establecióse dinmediato corriente de simpatía entre della e yo, hasta el punto que sentado a la sombra de la nariz, contóme su triste historia de elefante boca
arriba, reloj de sol, pez espada, pirámide invertida.
Resultó que habíase escapado de la cara de un celebrado
sonetista en la Villa de Madrid, e saltando de faz en rostro llegó hasta Cádiz; dallí embarcó hasta estas las Afortunadas donde
buscaba dueño donde aposentarse, aunque en su arriesgada aventura casi perece
entre el heno de donde la rescaté.
Luego que fuimos salido del camino y del lugar
dencuentro, ya más asosegado preguntéle la causa de su huida. Contó que ser frontispicio de un poeta era un
mal vivir, que aunque al principio el tal Francisco se apañaba con “una
olla de algo más de vaca que de carnero, salpicón las más noches, lentejas los
viernes e algún palomino de añadidura los domingos…”, desde que sus fieras sátiras molestara a
cierta gente por burlas que facía de chicos e grandes, ni a las viudas respetaba, menos aún a curas e
barberos, por lo que apenas hacían la merced de invitallo a su mesa, e si lo facían, lo ponían tan al fondo que era entrepuertas e comparsa de bulto, con lo que las viandas ni
olerlas, lo mejor se quedaba para los delantes.
Interesada la nariz en que tal me las aviaba, en como era la cocina de mi casa, que si estaba
surtida, si tenía dueña… pues todos saben quellas, las doñas, son las
que mandan de puertas para adentro. Parecióme mucho su interés
en las cosas domésticas que no
quedóme otra que confesar mi condición de no estar ni amancebado, ni conyugado,
e que folgar, no folgaba, salvo con
alguna ramera de baja estofa las pocas
ocasiones que disponía de ocho cuartos, y a veces ni de un cuartillo, a trueque de
recibir alguna purgación que otra, o
sarna e piojos de los catres poco dados
a lavativas. Al menos habíame salvado del mal de bubas, pero cierto es que poco
entraba a las mancebías.
—Yo, de
meretrices, ni olerlas, ¡por estas! —contestó la napia, aunque al no tener ni dedos
que llevarse a los labios, ni labios para besarlos, el juramento quedóse
cojo de gesto.
—Ha de saber vuecencia —razonéle
—, que los que entre papeles metemos la
nariz, somos magros de carne, solo hay
que vislumbrar lo enjuto e seco de mi semblanza,
además,
de conduta algo dispersa, que no sé si estoy fablando con una nariz de carne, huesecillos e cartílagos, o es cosa de fabulaciones algo enfermizas. Ya veis el escaso pecunio y poco yantar del que dispongo, e a no
ser por nuestros mayores, de mejor dinidá
e avíos, que de cuando en vez se apiadan
de mi condición rescatándome de las penurias e miserias que padezco, ya
sería defunto.
Despedíme apenado della, limpiéle una brizna de heno que aún restaba en
una de sus fosas e mostrelle el camino del convento dominico, a solo una legua
de camino, donde al menos las despensas, con fortuna, estarán abastecidas, e si no del todo, los espirituosos
e fecundos alambiques amenguarían sus penas.