«Caminando en línea recta, no puede uno llegar muy lejos», dice el abuelo
pronunciando la frase como una sentencia. El niño asiente muy serio, como si
comprendiera, y yo, desde mi reino líquido, sonrío. Los dioses
sabemos sonreír, se hace torciendo hacia arriba la comisura de los labios. Así.
También puedo leer los pensamientos de
quienes asoman a mi espejo. Sé que a Pepito no le interesan los senderos
aburridos, si lo dejaran, preferiría correr aventuras.
«Mamá no me deja salir, tiene miedo de que me ocurra alguna desgracia como pasó con papá. Miedo que me pierda, de que me atropelle un camión, de que
un meteorito caiga sobre mi cabeza, o de
que me rapte unabandadealbanocosovares. Mi madre lo dice así, todo seguido sin respirar. Por eso, cuando voy al parque, tengo que ir de
la mano de mi abuelo, el de las frases raras, aunque algunas veces parezca que
lo lleve yo a él»
Al pequeño no
le importa la meta, menos aún la
zanahoria-premio al mejor corredor de caminos rectos. Tampoco sabe que
existo y que soy el que soy: el Dios del estanque dorado.
Llamo al
niño. Pepito asoma por el borde de
piedra.
Chiquillo...
illo... illo...
Blande una
espada imaginaria, aprieta la empuñadura dispuesto a defenderse de los dragones del
parque,de los ogros devoradores de niños, de las
ramas secas del árbol que rozan su espalda, de las ranas que croan, de las que
no croan también, de la perca gigante que nada tranquila… la sombra de su cuerpo en los cantos del fondo cristalino, hace que parezca que dos peces, uno rojo y otro negro, naden a la misma vez con exactos movimientos. Un baile.
Vuelvo a llamar
con mi dulce voz impostada: escucha... escucha... cucha...cucha…
«Esto no me gusta, no
es divertido», piensa Pepito. Para ganarme su confianza cambio de estrategia. Ya
no soy un Dios, ahora soy un grillo,
froto mis patas contra las alas y los chirridos envuelven al niño por todos
lados, no sabe si sueno por aquí, o por allá.
Pepito...
pito... pito..., no temas, solo soy un
grillo, cri-cri.
Enseguida
se pone a buscar debajo de las piedras, entre las hojas, hasta que me encuentra
y dice, y digo, decimos los dos: ¡qué guay... qué guay... qué guay!
Ahueca la mano como si fuera una copa, y con
cuidado, sin cerrarla del todo, enseña al abuelo su presa antes de
guardarla en su gorra de lana. Me
lleva a su casa. No puedo respirar, como soy un Dios me convierto en aire, ¡zas!,
ahora soy aire, antes fui grillo, y agua, también fui luz y antes de la luz,
puede que sombra.
Cuando el
niño abre la gorra-jaula salta un pequeño pez. Pepito abre asombrado la boca. Con un mágico ¡allez hop!, hago que su último recuerdo fuera pillar un pescadito
en vez de un grillo, ¡qué listo soy!... y
corriendo corriendo, el chico me arroja a un círculo abombado del que, por
muchos esfuerzos que hago, no puedo escapar. A través de sus paredes miro a
Pepito que me mira a mí. Le ordeno que me libere, pero nada, no hay manera, por
lo visto lejos del estanque solo soy un prisionero sin poderes celestiales al que
tienen que alimentar porque si no, la palmo.
Pasa
el tiempo, no sé cuánto, ¡el tiempo de los humanos es tan constreñido! Sé
contar siglos, milenios, eternidades, pero no los segundos que ruedan despacio dentro de esta cárcel de cristal.
Y
por fin, un día me sacan de mi letargo, me bambolean y agitan. A través de la
ventana del coche, puedo ver desfilar los paisajes de manera precipitada:
trozos de cielo, pedazos de nubes, algún
pájaro, los postes de la luz. Veo el
cuerpo de Pepito piramidal, desde el regazo que me sostiene parece un gigante,
sus manos son enormes, dos manchas blancas que rodean mi cárcel traslúcida, su
cabeza se pierde en las alturas, parece un Dios. Ahora asoman las copas de los
árboles del parque donde moraba en mi paraíso
acuático. Lo dejamos atrás, y con él mis esperanzas de regresar al dorado reino
del estanque.
¡Ya
llegamos, abuelo!
Las manos
de Pepito sostienen la esfera que me circunda y con un grito de alegría me
lanza al agua. Un mar agitado, inmenso, salado, donde nadan peces mayores que yo, otros dioses que me
devoran enseguida. Desde el estómago de uno de ellos escucho a Pepito feliz
gritando un: ¡adiós, adiós, que te vaya bonito!