Cuadro de una monja, de Diego Velázquez
DOMINIQUE NIQUE NIQUE...
Lo que peor llevaba del uniforme eran los horribles zapatos de
cuero; tenían dos pequeños botones esféricos difíciles de meter dentro de unos
ojales muy estrechos…, me recordaban a lo que las monjas contaban sobre un
camello y el ojo de una aguja. Cuando por fin conseguía abrocharlos, solía ser
tan tarde, que apenas daba tiempo a lavarme y peinarme antes de que la madre
Teresa revisara que SU grupo de internas estuviésemos im-po-lu-tas. Le gustaba
esa palabra. Mi cabeza repetía las dos últimas sílabas
cambiándole el sentido: pu-ta-pu-ta-reputa. Una pequeña revancha mental contra
la inquisitiva madre Teresa.
—Tú, García, ¿qué estás farfullando? —se dirigió a mi, nunca nos
llamaba por los nombres de pila.
—Estaba rezando, madre.
—Ahora rezarás en misa, ¡andando!
El padre siempre insistía: «rasca, rasca, hija mía, seguro que algún pecadillo más encontrarás». Ya confesa, respiré. Si la palmara en ese mismo instante, iría
directa al cielo sin parada intermedia.
Después de la misa matutina, salíamos de
la capilla entonando la canción del colegio:
Dominique, nique, nique
Vaaa
cantando amooor
Y lo
alegre de su canto
Solamente
habla de Dios
De la
paalaabra de Dioooos
A las ocho y media nos colocábamos en fila en el patio central.
Poco a poco iban entrando las externas; aunque
vestíamos el mismo uniforme gris, parecían
más alegres, diferentes a nosotras, como
si el mundo exterior fuera otro planeta.
En el colegio también vivían “las recogidas”. Se distinguían del resto
por usar mandil y pañuelo de color negro como si fueran viudas. Eran niñas de caridad. A cambio tenían que hacer tareas domésticas, como
servirnos la comida a nosotras, las de pago. Nos tenían prohibido confraternizar con ellas.
—Madre Teresa, ¿qué significa confa… confra… ternizar?
—Vosotras procurad no darles excesivas confianzas.
—Confraternizar viene de fraterno, y fraterno de hermano —se
chivó al oído mi listísima amiga Olga.
—Madre —levanté la mano — ,si todas somos hijas de Dios, ¿las
niñas de caridad son nuestras hermanas?
—¡García, no digas tonterías! —me reprendió la madre Teresa.
Las recogidas ocupaban asientos al final de las aulas y al fondo, en los oficios religiosos. A veces no asistían si había
tareas pendientes, o si se
celebraba algún acontecimiento, tenían que barrer y encerar
suelos, pulir las barandillas de
madera, frotar muebles y limpiar los cristales de toooodas las ventanas.
Sí, Olga Macías era mi mejor amiga, aunque las demás la
despreciaran por ser tan oscura. Me gustaba
escuchar sus historias del exótico lugar de donde venía.
—Algún día, los españoles se irán de Guinea. Mi tío dice que no
falta mucho.
Y si a tu tío lo hacen
Rey, seguro que toda tu familia vivirá en un palacio de marfil.
Será presidente, mucho
mejor que ser Rey, y se construirán escuelas por todos lados, desde Fernando Poo
a Río Muni, en la isla de Annobón, en la de Corisco, en las de Elobey Grande y hasta en la de Elobey Chico. Habrá Universidades en Malabo, Bata… y tendremos maestros, doctores,
ingenieros, astronautas…
Imaginé un lugar lleno de escuelas pegadas las unas a las otras.
No entendía tanto entusiasmo por los colegios. Yo estaba deseando que
llegara las vacaciones de verano para salir del internado.
—¿Todos en Guinea son como tú?
—¿Negros?, la mayoría. Yo
soy mulata fernandina. Los blancos no distinguen las
diferencias entre los Fang, de origen Bantú, y los bisios, y los nadowes… hasta hay
algunos pigmeos, que son muy pequeños, del tamaño de un niño.
—¿Y sois todos cristianos?
—Muchos sí que lo somos, depende.
Cuando al tío de Olga lo nombraron presidente de Guinea Ecuatorial, se convirtió en una niña
muy, pero que muy importante. A nadie
parecía importarle su color. Las monjas hicieron una merienda especial para
festejar el acontecimiento, no faltó de nada, todo por cortesía del primer presidente
de Guinea.
En el curso siguiente
cambió la cosa. El presidente ya no era tan amigo de España ni enviaba regalos al colegio. Las transferencias de Olga llegaba con retraso y
las monjas dejaron de tratarla con
cortesía. Cuando el dinero dejó de mandarse, la priora ordenó mudarla al cuarto de las niñas recogidas.
—Madre Teresa, déjeme irme con ella —le rogué entre lágrimas.
—¡García, a callar! Pronto
volverá con los suyos. Rezaremos
por ella y por todos los impíos ateos de su país.
Si hubiera podido, si existiera la magia, habría convertido a la monja en una cucaracha, la habría pisado con los zapatos de ojales tan estrechos que casi no entraban los botones; la aplastaría con toda la potencia de mi rabia. No pensaba confesarme por el odio que sentí por ella en ese momento. Recé para que ocurriera un milagro. Cualquier milagro.
La madre Teresa estornudó tres veces, y entonces vi
que un alargado moco
colgaba de su puntiaguda nariz balanceándose al mismo ritmo que su dedo mandón.
¡Vaya!, ¡tengo poderes! —pensé asombrada.
—¡Tú, García!, ¿de qué diantres te ríes?
No podía tomármela en serio con esa babosa verde saliendo de su
napia. Nunca más volvería a temerla. Esa era mi super arma secreta, saber que la
monja no era de acero inoxidable, sino de gelatina, tan enana por dentro como por fuera.
Cuando los familiares de Olga vinieron a recogerla, sin importarme el castigo, salí de la prietas filas marciales para darle un abrazo del que nos costó separarnos. De fondo sonaban las dulces voces de las alumnas entonando el himno del
internado:
Dominique,
nique, nique…
Isabel Caballero
900 palabras