sábado, 8 de octubre de 2022

El desierto que me habita

 




                                                           




                                                   EL DESIERTO QUE ME HABITA

 

La familia de Alba fue determinante en mi vida. Me acogieron gracias al programa de niños saharauis en Canarias con el fin de alejarnos,  durante los meses del estío, de las condiciones extremas en las que vivíamos en el campamento de refugiados de Tinduf, en Argelia. Solo tenía doce años,  la misma edad que la  única hija del matrimonio. 

     Lo primero que hizo Pino, la sirvienta de confianza de la señora,  fue restregarme la mugre   en  la imponente bañera, la única, hasta entonces,  que había visto en mi vida.

     —¡Pero que niña tan sucia Dios mío de mi vida! ¡Estate quieta, chiquilla del demonio! —farfullaba Pino.

     —Yo no demonio, yo Maimun, no  susia,  siniora Pino,  yo  morena protesté por tanto estropajo arañándome la piel y tantos tirones de peine de mis apretados rizos. 

     Me hicieron reconocimientos  médicos exhaustivos para evaluar mi precaria salud. Baja de hierro, algo de  anemia  y necesitada de mayor graduación en las gafas de culo de botella.  Lo peor fue el martirio del dentista.

     Las  primeras noches dormí con Pino. Acostumbrada a compartir el poco espacio vital de la “hamada” con mi numerosa familia, estar  sola me aterraba. Alba llegaría en unos días  desde el  prestigioso internado galés, "Atlantic College", en el Reino Unido.

      

      —¿Sabes Mimu?...


      —Maimun corregí.


     La señorita estudia en un castillo del siglo... no me acuerdo, pero por lo visto es muy muy viejo. Mira, aquí tengo un papel con una fotografía. Léelo tú, no sé donde he metido las dichosas gafas. 


     Leí en el folleto desplegable que se trataba de un castillo del siglo XII. El colegio se fundó en 1962 con el fin de promover el entendimiento internacional a través de la educación a los jóvenes y hacer que se sintieran empoderados para remarcar una diferencia positiva.

     —¿Y todo eso qué quiere decir?

     —Pues no sé, seniora Pino,  yo no sigura…,  lo de la diferincia no mi gusta.

     Alba me odió nada más verme. Yo estaba vestida con su ropa de anteriores temporadas de su surtido vestidor.  Me miraba de reojo y hablaba tan deprisa con sus padres que apenas lograba comprender lo que decía. Después se encerró en su cuarto dando un portazo.

     Como de costumbre, cené en la cocina. El personal  de servicio  charlaba  con el acento peculiar canario que me costaba comprender. Pino dijo algo parecido a   que no había derecho que trajeran a una pobre criatura para luego pasar de ella. La pobre criatura era yo. Creo que fue el chófer   quien  contestó que la señorita Alba era una consentida y que el señor pensó que era buena idea  que la señorita  fuera consciente de  otras realidades. La otra realidad también era yo.

     —Mi niña, tú no estar triste, nosotros cuidarte —dijo Pino gesticulando mucho  y en voz muy alta, como si yo fuera sorda, dándome un cariñoso  abrazo y hablando como hablan los indios en las películas del oeste. Guardé silencio y  pensé que ellos desconocían que en  Tinduf teníamos televisión, antenas parabólicas,  una escuela con  dos maestras,  un cine al aire libre y algo parecido a un pequeño dispensario médico… y coraje y determinación y armas y  soldados y escritores y poetas. No solo había cabras, camellos  y  arena en Tinduf.

     A los pocos días no le quedó otra que confraternizar conmigo, supongo que obligada por sus padres. Fuimos juntas a un lugar que llamaban club náutico. Pasó de mi como de la mierda. No me quité la ropa porque me daba vergüenza enseñar mi escuálido cuerpo dentro del minúsculo bañador de dos piezas  y además porque no sabía nadar. La piscina inmensa era como un desierto líquido inabarcable   y transparente. Alguien de su grupo tuvo la genial idea de tirarme a ella vestida.

     La inmensidad era azul. La inmensidad era blanca. La inmensidad era luminosa. Cuando abrí los ojos el sol entró a raudales en mis pupilas a la misma vez que salía agua de mis pulmones. La boca de Alba sobre la mía prestándome su aire.

     Luego supe cómo se enfrentó a su pandilla de imbéciles. A partir de entonces  se abanderó como mi hermana de piel.

     Los siguientes veranos fueron distintos. Mientras tanto, nuestras cartas de papel se cruzaban en la franja  que separa las Canarias del Sahara, un cementerio marino de los tantos que se atreven a surcar  por él en precaria situación. Después llegó  el móvil e internet. De vez en cuando funciona internet en Tinduf. Ya saben, no solo hay arena en el Sahara.

     Años más tarde casi todo su entorno se  volvió del revés: sus inquisitoriales padres, el colegio galés, la sociedad caduca… fue un proceso lento pero incisivo. No fue fácil para ninguna de las dos. Ella ha mutado mi concepto del mundo en blanco y negro;  he descubierto el matiz de los grises. Yo he cambiado en ella su escala cromática.  Entre ella y yo no hay color ni  distancia.

     Estudié medicina becada por el gobierno español. Pronto volveré al destierro apátrido al que nos  tienen condenados. Quiero y deseo  ser útil.  Ella es reportera gráfica  y hace unas fotos de la leche. Viaja por el mundo y el mundo por ella. De vez en cuando nos encontramos y entonces  nuestros  universos se detienen.

     No solo habita el desierto en mí,  también el desierto, aunque sea amarillo, tiene tatuado en su sinuosa anatomía el nombre de Alba.






                                                                         Isabel Caballero
                                                                         890 palabras