Dibujo de un niño escolar de La Palma sobre el volcán de Cumbre Vieja
EL VIEJO CORONEL
—¿Y cómo
es que no ha venido vuestro padre? —preguntó
el abuelo a mis dos hijos, mientras metía en el carro de la compra cinco
o seis bolsas de harina.
—Recuerda
que Jaime y yo nos separamos hace años —contesté en voz baja.
—¿Ah
sí…?
—Demasiada harina, papá.
—Hay
que abastecerse de alimentos no perecederos, agua, y pilas y velas por si acaso…
—¿Por
si acaso qué, abu? —preguntó Dani
—Por
si hay una guerra, o por si estalla el volcán.
—¡Vamos
a moriiiiir! —bromeó Pablo con voz tétrica asustando a su hermano pequeño.
Más
tarde, rescató del sótano su antiguo equipo de radioaficionado. Los niños se
entusiasmaron con él.
—¡Aquí
Radio Nacional emitiendo el parte de guerra!
—Ahora
yo. ¡Aquí Pablo emitiendo!
—¡Yo
ahora, yo, yo! ¡Aquí Dani mintiendo desde la casa del abu!
—No
se dice mintiendo, atontao.
—Atontao tú.
—Radio
España informando sobre la familia González —continuó el abuelo —. Tanto la
madre como los hijos se encuentran a salvo. El padre de los chicos
puede ponerse en contacto con ellos llamando al 922…
—Papá,
no digas nuestro teléfono.
Caí en la cuenta de que solo era un simulacro
en un transmisor obsoleto.
Los
chicos se fueron a dormir, tan cansados, que ni sintieron los temblores de
tierra.
—Así llevamos varias semanas, hija. Mejor os hubierais quedado en
Madrid.
—Te echábamos de menos, papá, y cómo no hay quien te saque de la isla,
no nos quedó otra que venir.
Durante el desayuno, el abuelo contó la erupción del Teneguía del 71 Me
asombraba que no recordara lo que había hecho hacía un rato, y sin embargo,
rememorara con precisión la explosión de décadas atrás.
—En cualquier momento esto reventará, y si lo hace por esta zona, Dios
nos coja confesados.
—¿Qué tal si el abuelo os enseña su tocadiscos? —pregunté para cambiar
de conversación.
—¡Que viejo es este cacharro! —exclamó Pablo. Los niños nunca habían
visto discos de vinilo.
—Más
viejo soy yo.
—¿Cuántos
años tienes, abu?
—¡Uf!,
la tira.
—¡Qué
canción más rara!
—Música
árabe para animar a las tropas marroquíes que luchan valientemente junto a
nuestro general Franco.
—¿Tiene
trompa ese general? —preguntó Dani.
—¿Cómo
va a tener trompa, pringao?
—Pringao tú.
—¡Papá!,
procura no hacer apología del franquismo.
—¡Qué
roja me has salido, hija!
Más tarde, montamos el árbol de navidad. El abuelo no quiso encender las
luces por si el enemigo nos bombardeaba.
—Tranquilos,
el sótano será nuestra salvación, tenemos alimentos suficientes para sobrevivir.
—Comida
para un millón de años por lo menos. Y
un montón de turrones y mazapanes —añadió Dani.
Pablo se llevó el índice a la sien, un gesto harto elocuente para describir que el abuelo había perdido un tornillo.
De repente,
se escuchó una tremenda detonación. Al asomarnos al patio vimos una enorme
columna de humo brotar por Cumbre Vieja.
—¡Hay
que largarse de aquí de IN-ME-DIA-TO! —ordenó el abuelo.
Cuando
la guardia civil alertó a los vecinos para que desalojaran las viviendas, ya
estábamos en el coche llevando con nosotros lo más perentorio.
Nos acogieron en “El Fuerte” atendido por la Cruz Roja.
—Papá,
desde que el aeropuerto vuelva a estar operativo regresamos a Madrid. Tú también
te vienes —decidí.
En el
cuartel, mi padre se ofreció a ayudar en lo que fuese. Sus dotes de mando
revelaban al antiguo militar. Se organizaron caravanas para ir a buscar al
pueblo las pertenencias de los vecinos ante de que la lava devorara las casas.
La suya fue la última en la que entró, recogió los regalos de sus nietos, la
condecoración de la Cruz Laureada de San Fernando y su uniforme. Dada las
circunstancias le permitieron vestir con él. Los militares con los que convivíamos se
cuadraban ante el coronel retirado como si aún siguiese en activo. Pensé que era
una concesión a un anciano con la chaveta ida.
Mis
hijos se hicieron amigos de otros niños refugiados y, bajo el mando del abuelo,
ayudaban en lo que podían. El abu “les ordenó”, cuidar y dar de comer a los perros y gatos perdidos o sin dueños.
En
pocos días, el pueblo desapareció bajo el torrente de lava: los hogares, la
escuela, la iglesia y comercios, las plataneras y hasta el cementerio.
Asistimos
a la misa castrense del gallo con recogimiento, y aunque mis hijos no sabían
ninguna oración, inclinaron sus cabezas uniendo las manos en una comunal esperanza de que el dragón
dejara de vomitar fuego y cenizas. Hasta para una descreída como yo, la navidad
tuvo sentido al sentir casi como propio el sufrimiento de quienes han perdido
hasta los recuerdos.
Al día siguiente tomamos el avión de regreso a Madrid. No hubo manera de
convencer al abuelo. El resto de las vacaciones
los chicos las pasarían con su padre.
—Ahora no puedo irme, hija, me necesitan. Con la ayuda que nos presten, si
los políticos cumplen lo que han prometido, y con el dinero de los seguros y de las indemnizaciones,
tenemos en proyecto edificar una casa
amplia en la otra punta de la isla a salvo del volcán.
—¿Tenemos… ?
—Por ahora somos diez.
No me extrañaría nada que lo nombraran Capitán General de la inusitada futura
comuna.
—Adiós,
Abu —. Dani se despidió a punto de
lágrima.
—¡A
sus órdenes, mi coronel! —Pablo se cuadró llevándose, en un saludo marcial, el índice
y el dedo medio de su mano derecha hasta la sien.
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