miércoles, 15 de diciembre de 2021

El viejo coronel

 

                                 Dibujo de un niño escolar de La Palma sobre el volcán de Cumbre Vieja



                                        Participo en Tintero de Oro con un relato fuera de concurso 

                                                           

                                                                   EL VIEJO CORONEL

  

—¿Y cómo es que no ha venido vuestro padre? —preguntó  el abuelo a mis dos hijos, mientras metía en el carro de la compra cinco o seis bolsas de harina.

—Recuerda que Jaime y yo nos separamos hace años —contesté en voz baja.

—¿Ah sí…?

Demasiada harina, papá.

—Hay que abastecerse de alimentos no perecederos, agua, y pilas y velas por si acaso…

—¿Por si acaso qué, abu? —preguntó Dani

—Por si hay una guerra, o por si estalla el volcán.

—¡Vamos a moriiiiir! —bromeó Pablo con voz tétrica asustando a su hermano pequeño.

Más tarde, rescató del sótano su antiguo equipo de radioaficionado. Los niños se entusiasmaron con él.

—¡Aquí Radio Nacional emitiendo el parte de guerra!

—Ahora yo. ¡Aquí Pablo emitiendo!

—¡Yo ahora, yo, yo! ¡Aquí Dani mintiendo desde la casa del abu!

—No se dice mintiendo, atontao.

     —Atontao   tú.

    —Radio España informando sobre la familia González —continuó el abuelo —. Tanto la madre como los hijos se encuentran a salvo. El padre de los chicos puede ponerse en contacto con ellos llamando al  922…

     —Papá, no digas nuestro teléfono.

    Caí en la cuenta de que solo era un simulacro en un transmisor obsoleto.

    Los chicos se fueron a dormir, tan cansados, que ni sintieron los temblores de tierra.

     —Así llevamos varias semanas, hija. Mejor os hubierais quedado en Madrid.

     —Te echábamos de menos, papá, y cómo no hay quien te saque de la isla, no nos quedó otra que venir.

   Durante el desayuno, el abuelo contó la erupción del Teneguía del 71 Me asombraba que no recordara lo que había hecho hacía un rato, y sin embargo, rememorara con precisión la explosión de décadas atrás.

    —En cualquier momento esto reventará, y si lo hace por esta zona, Dios nos coja confesados.

   —¿Qué tal si el abuelo os enseña su tocadiscos? —pregunté para cambiar de conversación.

    —¡Que viejo es este cacharro! —exclamó Pablo. Los niños nunca habían visto discos de vinilo.

—Más viejo soy yo.

—¿Cuántos años tienes, abu?

—¡Uf!, la tira.

—¡Qué canción más rara!

—Música árabe para animar a las tropas marroquíes que luchan valientemente junto a nuestro general Franco.

—¿Tiene trompa ese general? —preguntó Dani.

—¿Cómo va a tener trompa, pringao?

Pringao  tú.

—¡Papá!, procura no hacer apología del franquismo.

—¡Qué roja me has salido, hija!

     Más tarde, montamos el árbol de navidad. El abuelo no quiso encender las luces por si   el enemigo  nos bombardeaba.

—Tranquilos, el sótano será nuestra salvación, tenemos alimentos suficientes para sobrevivir.

—Comida para un millón de años por lo menos.  Y un montón de turrones y mazapanes —añadió Dani.

Pablo se llevó el índice a la sien, un gesto  harto elocuente para describir que el abuelo había perdido un tornillo.

De repente, se escuchó una tremenda detonación. Al asomarnos al patio vimos una enorme columna de humo brotar  por Cumbre Vieja.

—¡Hay que largarse de aquí de IN-ME-DIA-TO! —ordenó el abuelo.

Cuando la guardia civil alertó a los vecinos para que desalojaran las viviendas, ya estábamos en el coche llevando con nosotros lo más perentorio.

Nos acogieron en “El Fuerte” atendido por la Cruz Roja.

—Papá, desde que el aeropuerto vuelva a estar operativo regresamos a Madrid. Tú también te vienes —decidí.

En el cuartel, mi padre se ofreció a ayudar en lo que fuese. Sus dotes de mando revelaban al antiguo militar. Se organizaron caravanas para ir a buscar al pueblo las pertenencias de los vecinos ante de que la lava devorara las casas. La suya fue la última en la que entró, recogió los regalos de sus nietos, la condecoración de la Cruz Laureada de San Fernando y su uniforme. Dada las circunstancias le permitieron vestir con él.  Los militares con los que convivíamos se cuadraban ante el  coronel retirado  como si aún siguiese en activo. Pensé que era una concesión a un anciano con la chaveta ida.

Mis hijos se hicieron amigos de otros niños refugiados y, bajo el mando del abuelo, ayudaban en lo que podían. El abu “les ordenó”, cuidar  y dar de comer a  los perros y gatos  perdidos o sin dueños.

En pocos días, el pueblo desapareció bajo el torrente de lava: los hogares, la escuela, la iglesia y comercios, las plataneras y hasta el cementerio.

Asistimos a la misa castrense del gallo con recogimiento, y aunque mis hijos no sabían ninguna oración, inclinaron sus cabezas uniendo las manos  en una comunal esperanza de que el dragón dejara de vomitar fuego y cenizas. Hasta para una descreída como yo, la navidad tuvo sentido al sentir casi como propio el sufrimiento de quienes han perdido hasta los recuerdos.

     Al día siguiente tomamos el avión de regreso a Madrid. No hubo manera de convencer al abuelo.  El resto de las vacaciones los chicos  las pasarían  con su padre.

     —Ahora no puedo irme, hija, me necesitan. Con la ayuda que nos presten, si los políticos cumplen lo que han prometido,  y con el dinero de los seguros y de las   indemnizaciones, tenemos en proyecto  edificar una casa amplia en la otra punta de la isla a salvo del volcán.

     —¿Tenemos… ?

     —Por ahora somos diez.

    No me extrañaría nada que lo nombraran Capitán General de la inusitada futura comuna.

—Adiós, Abu —. Dani se despidió a punto de lágrima.

—¡A sus órdenes, mi coronel! —Pablo se cuadró llevándose, en un saludo marcial, el índice y el dedo medio de su mano derecha hasta la sien.

 

 



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