—Buenos días —saludó el joven mirando de reojo la estola de piel del pobre animal con ojos de cristal y pequeñas garras que tenía la anciana rodeando su cuello. —¿Piso?
—Diez. ¿No deberías subir por las escaleras, chico? A los repartidores y personal de servicio no deberían permitirle el uso del elevador. Tiene casi dos siglos, es una reliquia.
—No he visto ningún aviso que lo prohíba.
—Ni animales ni repartidores, y no necesariamente en ese
orden.
—Si los perros y sus dueños son educados no veo el
problema.
—¡Ni hablar!, el dichoso gato de una vecina arañó el asiento de terciopelo, ¿no lo ves rasgado por
ese lado? —señaló la anciana elevando la voz.
—Cálmese señora.
—Si mi marido viviera sabría ponerte en tu sitio. Seguro
que además eres rojo... porque tú no crees en Dios ¿eh?, ¿EHHH?
—¡Señora!
—¿Quién me dice a mi que en ese paquete no llevas una
bomba?, en este edificio viven muchos militares y gente de orden. ¡ANARQUISTA!
¡ATEO! —chilló la anciana enarbolando un
dedo delante de la cara del joven.
Por un momento, el repartidor imaginó lanzar una
patada a la nuez de la mujer a ver si de una puta vez se callaba la boca.
Undécimo piso, parpadea la luz del ascensor. La anciana
sale de él recolocándose su estola.
Una pareja encuentra al repartidor muerto en el
ascensor. Le faltan los ojos. Tiene la
cara plagada de pequeñas mordidas, como si una alimaña lo hubiera atacado.