La ventana de Jeremías
Los habitantes del poblado de Agnitseral situado al sur de la isla atlántica de Orreihel, se despertaron la mañana del día de Gloria por lo inusual del silencio, y todos a una se asomaron al mar. Por primera vez desde hacía meses los rumores bajo él cesaron. La quietud del océano resultaba más temible aún que el sonido de los ya acostumbrados seísmos.
Todos recordaron aquella noche en que la tierra y el mar temblaron; una luna rotunda y clara iluminaba el pequeño puerto rebosante de vecinos asustados a medios vestir. Al amanecer, una mancha verde, pequeña al principio, apareció en el mal llamado “mar de la calma” que a las pocas horas abarcó una larga franja costera.
Los sismógrafos detectaron una erupción volcánica, aún sin emerger, a cinco millas de la costa; las recogidas de muestras confirmaron el diagnóstico de los vulcanólogos que plagaban la isla desde que comenzaron las posibles amenazas. Hasta los niños de la escuela enseguida aprendieron palabras nuevas como tremor, o piroclastos: conglomerados de cenizas, corales y sal que flotaban junto a las tortugas y a los cientos de peces muertos de todas clases, inclusos los que habitaban las profundidades marinas raras veces avistados.
Cuando empezó a hervir el agua y el aire olía a sulfuro, las autoridades evacuaron los pueblos costeros de esa zona sur temiendo una pronta explosión. Las barcas, como una procesión mariana pero esta vez sin virgen que pasear, dieron la vuelta a la isla y se situaron en el espigón de la parte norte donde hubo algunas rencillas con los pescadores que ya ocupaban el lugar. Las barcas se tuvieron que abarloar las unas a las otras en previsión del mal tiempo o de algún posible maremoto.
El alcalde de Orreihel recomendó que los vecinos desalojados anotaran los daños causados por los temblores. La señora Lebasi apuntó la vajilla destrozada, antes de romperse la tenía expuesta en una vitrina de madera de teca y cristal a buen recaudo del polvo y de las pocas cuidadosas manos de sus revoltosos nietos…, ahora ya no podría presumir más de bohemia, y apuntó aumentando la docena: cristalería compuesta de tantas piezas de opalino rosado. El cabrero contó las cabras que dejaron de dar leche, las que parieron mal y a destiempo y las ganancias que no obtuvo. Otro lugareño apuntó los huevos multiplicados por cien de las gallinas ponedoras que dejaron de poner. Todo el que pudo reclamó algo roto o descompuesto.
Pronto, o muy pronto, emergería una columna de vapor de varios cientos de metros de altura, luego ascendería una enorme fuente de blancos, grises y negros, una gigantesca cresta de gallo formada de gases y humos, ¡todo un espectáculo!, así que Jeremías se dispuso a sacarle rédito a su ventana, no había otra tan asomada al mar como la suya, un aventajado otero por el que disputaban las televisiones insulares y hasta las del continente. Cuando reventara el volcán submarino sacaría una buena tajada del asunto.
Algunos tenían miedo, recordaban que sus abuelos ya hablaban de una profecía aciaga, estaba grabado en las piedras volcánicas del risco con signos de los antiguos aborígenes: de una planicie de agua surgía una columna de destrucción, así lo signaba la predicción gráfica.
El cura esgrimía los evangelios, Mateo 24:3 ”Luego se fueron al monte de los Olivos, y los discípulos preguntaron al Maestro que cuando ocurrirían esas cosas, y cuales serían la señales de su venida, y Jesús le contestó que oirían rumores de fin del mundo, y habría hambre y terremotos en muchos lugares, el mar se levantaría cubriendo la faz de la tierra… todo eso sería apenas el comienzo de los sufrimientos de la humanidad”. Muchos rezaban y temían, y otros tenían puestas sus esperanzas en que el seísmo los salvaría de la miseria.
La mañana de domingo de Gloria el mar estaba tan tranquilo como una balsa de aceite, las burbujas se calmaron, de la mancha de azufre no había ni rastro.
Jeremías asomado a su precaria ventana avistó cómo un velero henchía sus telas al conjuro del alisio ajeno al volcán, ya calmado, que bulló durante meses con la misma efervescencia que hierve la avaricia.