Don
Jacinto padecía de alergia primaveral.
Además de tener aversión a las flores,
sufría cierta ansiedad, pues tenía
merecida fama de gafe.
Sus
compañeros intentaron animarle.
—Ahora,
ya jubilado, podrás dedicarte al arreglo
de bonsáis.
—Quita,
quita, ¡se me está agravando la puñetera antrofobia! —respondió.
Al
término del ágape tomó aire dispuesto a
soltar el discurso memorizado. Cuando
iba a pronunciar sus primeras palabras, los pétalos de flores del centro de
mesa se desprendieron de sus corolas, levitaron unos segundos para asombro de
todos y fueron a parar a la cara del disertador. Una margarita colgaba de su
bigote y de los escasos pelos de su cabeza, rosas y jazmines.
A
la espera de que estudiaran su extraño caso no salía de casa dada su mala
suerte. Asomado a la ventana para tomar
el fresco, una maceta de geranios cayó desde la terraza del ático sobre su cráneo matándolo al instante.
Desde
los parques y jardines; desde los puestos de flores; desde las macetas de balcones y ventanas…, volaban toda clase de
flores hasta cubrir por completo el coche funerario. Más bien parecía una
alegre romería que un cortejo fúnebre.
En
el cementerio, las coronas procedentes
de otras tumbas se estrellaban contra el nicho de don Jacinto. Las
autoridades, alarmadas, decidieron
exhumar e incinerar el cuerpo, esparciendo después sus cenizas en altamar.
Algunos navegantes cuentan sobre el misterioso avistamiento
de un cada vez más creciente círculo de colores flotando entre
las olas. El olor a flores nadie lo puede explicar.
250 palabras
Isabel Caballero