Imagen del artista gráfico Belga, afincado en Canarias,
Jean Leclercqz Kelza
LA OTRA
El
faro asoma su largo cuello pétreo por encima de la escollera, parece que haga
un guiño al mar pletórico de barcas. Se celebra el día del Carmen. Los
marineros pasean a sus vírgenes, tan apretados los pueblos costeros qué se
rozan las fronteras de las parroquias. Codo a codo, los curas bendicen el mar a
golpe de hisopo.
En la cofradía de pescadores han
arrestado a “la otra”, la no bendecida de oficialidad ecuménica, no le han
dejado pasear el agua de julio.
La oficiosa quiere que la saquen, pero el cura dijo que no, y lo elevó al Obispo; su Excelencia Reverendísima se negó, y lo elevó a prohibición; el pueblo dijo que sí, que sacarían a su Carmen bendecida o no, porque lo dice el pueblo y punto.
La oficiosa quiere que la saquen, pero el cura dijo que no, y lo elevó al Obispo; su Excelencia Reverendísima se negó, y lo elevó a prohibición; el pueblo dijo que sí, que sacarían a su Carmen bendecida o no, porque lo dice el pueblo y punto.
No pudo ser. Custodian su urna dos
guardias civiles henchidos de devoción mariana, sostienen los tricornios
acharolados sobre sus pechos. Huele la cárcel a flores, a brea, a calafate y a
ron, también a pregón de sardina fresca y a coraje contenido… si no fuera por
el retén de la pareja armada ya se habría liado la marimorena, seguro.
La virgen no tiene capilla, sólo
una vitrina de cristal en la cofradía, y ahí está Carmen, más bonita que
ninguna, enjoyada de promesas, hierática virgen prohibida. Sólo tiene doce
años, la compraron los pescadores con sus dineros en una tienda de un ex
dominico, comercio que hace esquina a la porteña iglesia llamada de La Luz. Su
propietario vende imágenes policromadas de santos, ángeles, vírgenes, cirios,
reliquias de todas clases, y hasta un pedacito del madero aquel que dio para
tanta venta. La compró el pueblo sin la ayuda de la iglesia. El guardia Rafael
dio cien mil pesetas de las de antes; un tal Antonio, carpintero, le hizo la
urna; otra vecina le cosió el manto azul, y el patrón del “Capitán Lezama”, la
trajo a la cofradía en su furgoneta envuelta en varios sacos de arpillera no
fuera que se quebrara por el camino. Él hubiera querido envolverla en raso,
terciopelos y sedas, pero lo que “hay es lo que hay”, y con éste pensamiento se
conformaba el hombre.
Así que llegó la virgen hizo
enseguida varios milagros, porque Juana recibió al día siguiente carta de su
hijo desaparecido en la que contaba que estuvieron a la deriva muchos días, y
que arribaron a las costas berberiscas con vida, que pronto volverían. También, al
amanecer del día siguiente al que trajeron la imagen de la capital, las
barcas volvieron cargadas de atunes, tantos que casi se hundían.
Por fin tenían madre amantísima
estrenando devotos, cautiva liberta de la vitrina de aquel fraile que rezaba:
”Se vende virgen a tanto, manto y corona aparte”. Sí, el pueblo ya tiene
patrona aunque no la avale ninguna aparición, ni el beneplácito de la santa
madre iglesia.
Por la tarde del día de fiesta, ya
apagado el bullicio de las procesiones vecinas, cosen las familias las redes y
apañan los aparejos bajo las sombras azules de las barcas. Se escucha el
rasgueo de las cuerdas de un timple y una voz de cristal que pregunta, siempre
pregunta lo mismo la otra:
Hijos míos, ¿ya hablaron con el
Señor Obispo de lo mío?