lunes, 29 de mayo de 2017

Sueños de papel






                                                         SUEÑOS DE PAPEL










   —Tengo una lancha preparada Rachid, solo hay que esperar a que el agua esté como una alfombra y no haya luna llena.
   Rachid y su primo Muley hablan en voz baja junto al candil de petróleo cuya luz tiñe de tonos ambarinos los racimos de dátiles expuestos, incendia los higos secos, acentúa de amarillo el azafrán colocado en pirámide y el bermellón de las especias.
   —¡Cuidado! —alerta Rachid.
   Se sitúan junto al oscuro mostrador de la carnicería, fuera del oído de los guardias, detrás la rotunda espalda de una mujer marcada de glúteos, Gala Ifneña. Sobre ella, pende colgada de un gancho la cabeza ensangrentada de un camello con la mueca amarilla de los dientes y parece que sonríe plagada  de movibles lunares negros, moscas ahítas de glotonería pegadas al pastelón sanguíneo, enorme, mil veces mil al tamaño de sus bocas. Las moscas no pasan hambre en Sidi Ifni. El carnicero es un muchacho con calva y camiseta de letras que pregona Green Peace , no casa nada el ecologismo con el muestrario de cadáveres a tanto el kilo.
   El abigarrado mercadillo bulle en la noche del sagrado Ramadán al ritmo de la fiesta, al compás de la música.
   —Te hago un regalo al ofrecerte un sitio en la barca, ya sabes que sobran los candidatos.
   Rachid se siente inquieto, pregunta nervioso a su primo cuántos y quiénes embarcarán.
   —Hibrahím, Abdelkader, Karím, los dos hermanos Abdalá y nosotros.
   Sellan con un abrazo apretado el compromiso para la primera noche de mar en calma y tiempo propicio. Sus ojos brillan más que el carbón del anafe donde se asa la carne.
   Baba mira en silencio los preparativos de su hijo.
   —Padre, soy joven y fuerte, no hay trabajo, no hay comida... me muero de impaciencia, no soy un perro sumiso del reino de El Magreb, soy un hijo de la tribu de los Ait Baamarán, por mis venas corre un guerrero.
   Rachid es un hombre aunque solo tenga dieciséis menguados años. Levanta el hijo la cabeza y el padre reza su rosario de cuentas de ámbar: En el nombre de Dios, el clemente, el misericordioso
   Su hermana le prepara un tayin de pescado frito y pimientos aderezados con comino y salsa blanca de tahína; al sabor del sésamo parece que el cielo invada su boca. Naíma envuelve algunas tortas de msemen con miel y lo guarda en la mochila de su hermano, los españoles lo llaman dulces de pañuelos por la manera que tienen de doblarse sobre sí mismos en cuatro pliegues simétricos.
   — Adiós Imma.
   — Dios te bendiga hijo.   
   Su madre le da tres besos, el último en la frente, el de la bendición.
   Enfila el puerto bajando por la calle del Generalísimo Franco durante el tiempo que Sidi Ifni fue colonia española, ahora llamada de Ibno Sina.
   Cinco metros y medio de eslora y dos de manga a la búsqueda del sueño de papel, la residencia española. Detrás las luces de su pueblo se disuelven. No, no es niebla, son lágrimas que cristaliza la costa Ifneña.
   Suena una sura en la noche sin luna, cantinela apagada que acompaña el sonido del motor de gasoil. Golpea el agua la proa con un monótono ritmo.


       Guíanos por el sendero recto,
       El sendero de quienes agraciaste,
       No el de los execrados, 
       Ni de los extraviados

   Muley vomita, Rachid pasa un brazo por el hombro de su primo y aguanta las arcadas mientras amanece o parece que amanece.










                                              

martes, 23 de mayo de 2017

11 M




                                    Por ellos, por todos ellos



   Cuando intento hacer memoria de aquel once de marzo, me recuerdo bajo la urdimbre del decimonónico atrio de la estación de Atocha sentado en uno de los bancos de forja que hay junto al invernadero, húmeda cúpula protectora sobre las plantas tropicales: orquídeas, plataneras, helechos, palmeras, rosas chinas y hasta tortugas de agua ajenas al frío de la mañana. A mi lado, un trasnochador con la madrugada aún pegada a sus roncas cuerdas vocales, entonaba la canción de ¿Qué hace una gaviota en Madrid? del cantoautor canario Caco Senante. Y así es como me sentía siempre en esa ciudad, como un pájaro extraño y ausente, más aún entre el bullicio del hormiguero de la estación madrileña donde esperaba a mi hija María. 
   No es fácil ser padre desde tan lejos. De vez en cuando escapaba de las islas para ver a mi hija. Si su madre y yo nos hubiéramos perdonado el daño que nos hicimos, el que le hice; si hubiese podido estar más a menudo con ella, si no le hubiera insistido a María que faltara a sus clases aquel jueves… aún sigo conjugando el verbo haber en tiempo pasado y condicional. La conciencia de mal padre, o de padre a destiempo, me abruma y llena de pena. No puedo dejar de torturarme.
   A las 7: 34, conservo el mensaje, María me avisa de que llegará a la estación en cinco minutos…yque la espere. ¡Pues claro cariño! Me lanza un sonoro beso. Unos minutos más tarde Atocha tiembla. Son las 07:37; a las 7:38 explotan dos bombas más en la estación de El pozo del Tío Raimundo, y otra al mismo tiempo en la estación de Santa Eugenia. Cuatro bombas detonan a una en la calle Téllez, 500 m. antes de la entrada a la estación de Atocha llamada también del Mediodía. 
   Todo es un infierno. 
   Llamo a mi hija. Suena su móvil. La llamo mil veces. 
   Los primero que auxiliaron a las víctimas contaron que las llamadas de los móviles no paraban de sonar. Algunos heridos contestaban. Los muertos no podían, nadie se atrevía a contestar por ellos, al menos al principio.
   Guardo su recuerdo de la última vez que la vi en la misma estación de Atocha, llena de vida, subiendo al vagón nº 2 Era verano y vestía vaqueros rotos y una leve camiseta de tirantes. 
   A menudo, las estaciones siniestradas de Madrid se llenan de flores, retratos, oraciones y velas por mi hija María y 150 españoles más.
   Y por los 16 rumanos.
   Por los 6 ecuatorianos.
   Por los 4 polacos.
   Por los 4 búlgaros.
   Por los 2 dominicanos.
   Por los 2 marroquís.
   Por los 2 ucranianos.
   Por los 2 colombianos.
   Por los 2 hondureños.
   Por el brasileño.
   Por el cubano.
   Por el senegalés.
   Por el chileno.
   Por el filipino.
   Por la francesa.
   Por los dos nonatos de tres meses y ocho meses de gestación. Por sus madres, una de ellas sobreviviente. 
   Por todos los de la madrugada negra de Mánchester, por todos los que mueren en nombre de la intolerancia en cualquier rincón del mundo.
   Y aunque me duela, intento recordar a mi hija como la última vez, sonriéndose a si misma en la imagen reflejada del cristal de la ventana de un tren tan encarnado como la sangre vertidas de las 191 víctimas mortales de los que se hacen llamar salvadores.
   Yo los llamo asesinos hijos de putas.











miércoles, 17 de mayo de 2017

El Dios del estanque dorado






                                                     

 

 

«Caminando en línea recta, no puede uno llegar muy lejos»,  dice  el abuelo pronunciando la frase como una sentencia. El niño asiente muy serio, como si comprendiera,  y yo, desde mi reino líquido, sonrío. Los dioses sabemos sonreír, se hace torciendo hacia arriba la comisura de los labios. Así. También puedo  leer los pensamientos de quienes asoman a mi espejo. Sé que a Pepito no le interesan los senderos aburridos, si lo dejaran, preferiría correr aventuras.

«Mamá  no me  deja salir, tiene miedo de que me  ocurra alguna desgracia como pasó con papá.  Miedo que me  pierda, de que me atropelle un camión, de que un meteorito caiga sobre mi cabeza,  o de que me rapte unabandadealbanocosovares. Mi madre  lo dice  así, todo seguido sin respirar.  Por eso, cuando voy al parque, tengo que ir de la mano de mi abuelo, el de las frases raras, aunque algunas veces parezca que lo lleve yo a él»  

Al pequeño no le importa la meta, menos aún la  zanahoria-premio al mejor corredor de caminos rectos. Tampoco sabe que existo y que soy el que soy: el Dios del estanque dorado.

Llamo al niño. Pepito asoma  por el borde de piedra.

     Chiquillo... illo... illo...

     Blande una espada imaginaria, aprieta la empuñadura  dispuesto a defenderse de los dragones del parque,de los ogros devoradores de niños,   de las ramas secas del árbol que rozan su espalda, de las ranas que croan, de las que no croan también, de la perca gigante que nada tranquila… la sombra de  su cuerpo  en los cantos del fondo  cristalino, hace que parezca  que dos peces, uno rojo y otro negro,  naden a la misma vez con  exactos movimientos.  Un baile.

     Vuelvo a llamar con mi dulce voz impostada: escucha... escucha... cucha...cucha…

   «Esto no me gusta, no es divertido», piensa Pepito. Para ganarme su confianza cambio de estrategia. Ya no soy un Dios,  ahora soy un grillo, froto mis patas contra las alas y los chirridos envuelven al niño por todos lados, no sabe si sueno por aquí, o por allá.

    Pepito... pito... pito..., no temas,  solo soy un grillo, cri-cri.

   Enseguida se pone a buscar debajo de las piedras, entre las hojas, hasta que me encuentra y dice, y digo, decimos los dos: ¡qué guay... qué guay... qué guay!

     Ahueca la mano como si fuera una copa, y con cuidado, sin cerrarla del todo, enseña al abuelo su presa antes de guardarla  en su gorra de lana.   Me lleva a su casa. No puedo respirar, como soy un Dios me convierto en aire, ¡zas!, ahora soy aire, antes fui grillo, y agua, también fui luz y antes de la luz, puede que sombra. 

   Cuando el niño abre la gorra-jaula salta un pequeño pez. Pepito abre asombrado la boca. Con  un mágico ¡allez hop!,  hago que su último recuerdo fuera pillar un pescadito   en vez de un grillo, ¡qué listo soy!... y corriendo corriendo, el chico me arroja a un círculo abombado del que, por muchos esfuerzos que hago, no puedo escapar. A través de sus paredes miro a Pepito que me mira a mí. Le ordeno que me libere, pero nada, no hay manera, por lo visto lejos del estanque solo soy un  prisionero sin poderes celestiales al que tienen que alimentar porque si no, la palmo.

     Pasa el tiempo, no sé cuánto, ¡el tiempo de los humanos es tan constreñido! Sé contar siglos, milenios, eternidades, pero no los segundos que ruedan  despacio dentro de esta cárcel de cristal.

     Y por fin, un día me sacan de mi letargo, me bambolean y agitan. A través de la ventana del coche, puedo ver desfilar los paisajes de manera precipitada: trozos  de cielo, pedazos de nubes, algún pájaro,  los postes de la luz. Veo el cuerpo de Pepito piramidal, desde el regazo que me sostiene parece un gigante, sus manos son enormes, dos manchas blancas que rodean mi cárcel traslúcida, su cabeza se pierde en las alturas, parece un Dios. Ahora asoman las copas de los árboles del parque donde moraba en mi  paraíso acuático. Lo dejamos atrás, y con él mis esperanzas de regresar al dorado reino del estanque.

   ¡Ya llegamos, abuelo!

   Las manos de Pepito sostienen la esfera que me circunda y con un grito de alegría me lanza al agua. Un mar agitado, inmenso, salado,   donde nadan  peces mayores que yo, otros dioses que me devoran enseguida. Desde el estómago de uno de ellos escucho a Pepito feliz gritando un: ¡adiós, adiós, que te vaya bonito!

 

 





                                           Tara - Isabel Caballero



jueves, 11 de mayo de 2017

ESan Dionisio






                                   San Dionisio



   Simón, el antiguo sepulturero, me contaba la historia del cementerio en mayestático equilibro,  y es que era uno de esos borrachos dignos que casi nunca perdía las formas;  parecía un ilustrado guía de voz engolada cuando hablaba sobre San Dionisio.
   —En 1893 una epidemia de cólera invadió la isla diezmando  sus habitantes, fue especialmente cruenta en ésta zona. Fue entonces cuando  hicieron San Dionisio; el antiguo cementerio no daba para tanto cuerpo.
   Enseñaba el lugar con un amplio gesto de la mano que abarcaba las desvencijadas tumbas, las cruces,  el ángel de la entrada, la que antaño fuera  capilla y luego  un cuarto de aperos.
   Un bajo muro  separaba el cementerio de la playa y del chiringuito,  donde Simón y yo,  siempre acabábamos tomando algo.  El tipo me caía bien.
   —¿Cómo van las cosas? —se interesó mirando  los planos del futuro tanatorio de tres plantas con vistas al mar.
   —¿Quitarán todas  las tumbas?, mire,  tengo a mi madre enterrada allí. —Señaló una de ellas.
   —Conservaremos la capilla y el ángel, no modificaremos demasiado el  recinto original. Este lugar tiene carácter, la tendencia actual es combinar lo clásico con lo puntero, ¿entiendes de lo que hablo? —le pregunté enderezando los planos que Simón miraba del revés; el ángel y su flamígera espada boca abajo como un mal presagio.
     Simón se entristeció sin motivo aparente. Se le escaparon dos lágrimas. Una resbaló despacio  haciendo un camino sinuoso hasta la barbilla, la otra se detuvo junto al lagrimal.  Lloraba  con gravedad y en silencio.
   —¿Llevas mucho tiempo  trabajando aquí, Simón?   
   —Hasta que lo cerraron, de sepulturero, de jardinero, de lo que fuera… Tenía las tumbas como la patena,  mire que pena como crece ahora la maleza, aquella siempreviva la planté en el 74,  justo el año que cerraron el cementerio.
   —¿Cuántos enterrados hubo a causa de  la epidemia?
   —Creo que del pueblo y alrededores  unos cuarenta, a mí me emplearon en el 55,  y al cierre de cementerio  me dieron la patada.   
    —¿Tu padre también era sepulturero?
   —Al principio sí, luego trabajó en la carretera, casi todos los presos ayudaron a construirla, a muchos de ellos los mataron.
   —¿De qué presos hablas?
   —¿De cuáles van a ser?, los  de la guerra, invíteme a un trago por caridad que sea de ron si puede ser.
   Lo dijo todo seguido, sin respirar. Pedí otros dos rones y al rato volvió  con la misma cantinela.
   —La tengo ahí a mí madre… no le pude conseguir  su  medicina. La penicilina solo la podían conseguir los ricos.  Como el  camposanto es suyo, cuando la espiche  podría  hacerme el favor  de enterrarme con ella o junto a ella.
   Desistí de explicarle al infeliz el significado de  una multinacional.
   De aquella noche conservo un  vago recuerdo de imágenes turbias: Simón y yo bebiendo y cerrando bares; Simón dando un discurso subido a una mesa;  Simón defendiéndome con un león en una pelea con alguien…
   Cuando desperté, estaba aterido en el suelo de la capilla, pegado a la espalda de Simón, compartiendo una manta que hedía. Se dio la vuelta y me sonrío. No sabría decir que apestaba más, si su boca etílica, o el raído cobertor que aparté con asco.
   Unos días después, excavando el solar  adyacente al cementerio encontramos otra fosa.
   ¡Carajo! A lo mejor mi padre está entre estos desgracios. Dios lo tenga en su gloria —exclamó Simón persignándose varias veces.
   —No le cuentes esto a nadie.
    Enseguida comuniqué el hallazgo a la empresa. La consigna fue seguir trabajando, echar cemento sobre la fosa extramuros, despedir al maquinista y a los peones, pagarles un sobresueldo a todos y contratar gente de fuera. 
   Eso hice. Desde entonces siempre tengo sed.
   Y después,  una larga nebulosa, un rosario de días iguales los unos a los otros, días de medir a golpe de pasos tambaleantes el cementerio porque nunca encajaban las variables medidas: unas veces se alargaba unos metros hasta el fondo, otras parecía ensancharse y comerse parte de la arena de la playa. Días de borracheras que terminaban, a menudo,  durmiéndolas en la capilla junto a Simón.
   La carta de despido no tardó en llegar. Motivo: incumplimiento del calendario establecido para  finalización de la obra.  No tenía coartada, ni justificación. Recuerdo que sentí alivio.
   Le entregué el dossier de documentos al nuevo técnico, un joven bien peinado de camisa blanca  y  cartera al hombro.
   Nos tomamos la penúltima Simón y yo, mientras, desde la tasca,  mirábamos al eficaz   perito midiendo  de nuevo  el pequeño cementerio de San Dionisio.


   

jueves, 4 de mayo de 2017

Al son de un bolero





                                                 

                                                        AL SON DE UN BOLERO





   No soporto los momentos posteriores en los que no está, o parece que no está, tan lejos y distante de mí. No entiendo cómo puede quedarse dormida de esa manera, a medio gesto. Cuando acabamos, con los ojos cerrados se sube su prenda de seda y se derrumba boca arriba, así, sin más. Por fuera es tan suave como la ropa que suele rozarla, todo a su alrededor combina con ella: el cobertor de terciopelo, las sábanas satinadas, las cortinas de gasa, tejidos de amable tacto; el tono de su piel tiene la cualidad de simular estar irrigada no por la sangre de sus venas, sino por una materia mucho más sutil, puede que nácar, marfil, o amaneceres rosas. Parece estar hecha de algodón y armiño, y sin embargo, es de acero inoxidable.
   ¡Vaya por Dios! Vuelvo a ponerme romántico, algo que ella odia. Tampoco le gusta que me encorve cuando camino, que no me implique en los negocios como debiera, que no gane más dinero, ni tenga éxito social, que no especule, ni medre, ni aumente. A mi mujer le gustan muy pocas cosas de mí, al fin y al cabo solo soy un don nadie de inclinada espalda y gesto huraño, un escritor devaluado en articulista semanal.
   En la cama le gusto menos aún puesto que ya no ejecuto. Llama ejecutar, con cierta ironía cáustica, al hecho fáctico diario de meterle el sexo erecto y follarla hasta que se duerma. Es como si tuviera un clítoris enterrado en la vagina y solo sintiera placer con ella, por ella, con ella. Busca el orgasmo desesperadamente por esa única vía, y luego, se queda dormida en un instante, a veces conmigo todavía dentro. Pero eso era antes, ahora ya no ejecuto.
   Es preciosa. Su vientre no se ha deformado por los dos embarazos, las niñas están hechas a su imagen y semejanza: bonitas, insistentes, voluntariosas…, cuando crezcan tendrán un hombre a su lado que sabrán encorvar con un gesto sumiso similar al mío, con exacta curvatura de espíritu.
   Sí, hubo un tiempo en que la quise, ya no, en absoluto. Cuando rasco la superficie de su piel, asoma la cabeza del ocupa que vive bajo ella, un ególatra que se regurgita a sí mismo con un ombligo tan enorme como el de su patrona empecinada en hacer las cosas, todas las cosas, a su único e inapelable modo.
   Para el placer siempre el bolero de Ravel, una y otra vez la insistente cantinela que a fuerza de repetición conozco de memoria el momento exacto y justo en que debo acelerar o contener para que pueda llegar a su cima.
   A menudo me pregunto si la odio.
   ¡Miradla! Ahí está dormida, con la derecha aún sostiene al amante nervado que nunca falla, sustituto eficaz…, me lo ha quitado de la mano con rabia e impaciencia. Lo tomo con la punta de los dedos, con precaución y asco, como si fuera un monstruo fálico a punto de escupirme, con cuidado vuelvo a guardarlo dentro de su estuche, lo escondo en el tercer cajón de la cómoda envuelto en una suave enagua blanca no sea que las niñas lo descubran. Luego quito el puto bolero de los cojones, y en su lugar, escucho el nocturno de Satie.