Extrañas aves del paraíso
Nos encantaba hablar, y aunque casi
siempre llegábamos a las mismas conclusiones, no dejaba de ser interesante el
acicate de su punto de vista apuntando premisas disparatadas, como la de los
antiguos sofistas de aquellas lejanas épocas de éste nuestro ya casi
irrespirable planeta. Dominaba la técnica de la argumentación, y si se lo
proponía, echaba por tierra el discurso dialéctico con el que un rato antes
estuvimos plenamente de acuerdo. Lo cierto es que su malabarismo retórico era
estimulante.
Los primeros encuentros fueron asépticos
dentro de los parámetros establecidos con toda la aparatología necesaria
para estimular nuestra sexualidad. Al principio nunca rebasábamos las fronteras
permitidas.
Racional, vital y divertida, y hasta no hace demasiado tiempo, sin un
solo gramo de desacato a lo establecido que la apartara de su homologada
existencia concebida como androide de compañía y placer.¡Y tan hermosa! Doble
piel impermeable a la radiación solar. Sus ojos enfocan con precisión cualquier
objeto menudo, de lejos no ve un carajo, pero, ¿quién necesita
mirar más allá de nuestras confortables cúpulas protectoras?
¡Andrógina era perfecta! O eso creía. Empiezo a sospechar que debe tener alguna fisura en su código de serie 123RF
Un día me pidió que le acariciase la piel, su
verdadera piel.
— Creí que bajo nuestra funda solo éramos de…, en fin, ya sabes, de lo que estemos fabricados los semiandroides por dentro.
Desenfundó una mano que acercó a
mis ojos. Una mano anómala llena de caminitos violetas. Me asusté.
—¿Nunca has visto tu piel ?, ¿la auténtica?
—Jamás —contesté —además está prohibido, recuerda
que corremos el riesgo de contaminarnos.
—Antes, mucho antes…, de tus folículos
pilosos, de cada uno de los bulbos salía un pelo, y a su lado un receptor
sensible al tacto y una glándula sebácea que lo mantenía lubricado y sedoso.
Una maravilla.
—Nuestros antepasados humanos tenían el cuerpo cubierto de
vello. También tuvimos uñas, como los animales.¡Era horrible!
—¡Oh no! Mira cómo se eriza la piel si la
acaricias, ¿lo notas? , y en el centro de nuestro vientre algunos tenemos un pequeño agujero ciego, lo
llamaban ombligo.
—Yo no. ¿No te lo suprimieron cuando te clonaron?
—Soy un ser imperfecto, ya lo sabes —afirmó Androgina. Su sonrisa me conmueve o me remueve algo que no sé
exactamente en qué centímetro del cuerpo colocar. Andrógina me somete a
emociones de carácter intenso, no me refiero a los orgasmos reglamentados,
hablo de conmociones, o terremotos.
Desnuda despacio mi muñeca, antes ha puesto en
el reproductor una película del Neandertal donde una mujer mítica de nombre
Gilda se quitaba despacio la piel negra de su brazo, lo llamaban guante, lo agitó por encima de su roja cabellera lanzándolo al vacío.
—En tu muñeca late una
arteria a más de 165 pulsaciones por minuto.
Efectivamente así lo indican mis sensores,
enseguida mi cerebro recrea un plano interno de 96.500 Km. de vasos
sanguíneos, más del doble de la circunferencia terrestre, bombeando unos 15.000
litros de sangre, y a la vez que me excito y asusto una frase absurda circula
por mi memoria, seguro leída en algún libro arcaico de esos que le gustan a
ella: “El hombre es la medida de todas las cosas”.
—El hombre es la medida de todas las cosas —le susurro
a Andro.
También noto mi propia medida, o desmedida, nunca antes me
sentí tan pletórico. Un sexo que amenaza romper la funda protectora. Un sexo
coronado de Venus. Las piernas y brazos de Andrógina, ginoide de última generación, me envuelven mientras alcanzo el climax como una tercera piel; parece estar hecha de algodón
y sueños, de armiño, de seda… o puede que de fibra de vidrio reforzado, supracarbono, neopreno y látex.