A menudo recuerdo la pandilla de gamberros que formábamos cuando éramos
estudiantes. Solía ser el blanco de las bromas que aceptaba estoicamente, en
parte, porque Laura era mi escudo contra los dragones, y sin embargo, me daba
todo el aire que necesitaba para sentirme completo.
La más sonada fue aquella
vez en que me dijeron que estábamos en una playa nudista, y aunque sabía que era
una trola, me quité el bañador. Puedo ser menguado de vista, pero no de miembro,
así que por un instante fui la envidia de todos. De la multa me salvé porque de
un pobre ciego hasta el municipal se apiada.
O aquella otra en la que no me
libré de una hostia. Era la época independentista donde los grupos radicales
rajábamos contra el colonialismo peninsular y odiando todo lo extranjero que
invadía la isla. Yo no sabía que estaba insultando a un americano de casi dos
metros con mi melodiosa voz, dicen que todos los ciegos entonamos bien, lo cual
es otra puta mentira; cuando le solté al gigante rubio la consigna de “Yankee go
home” mirándole fijamente a sus ojos, sin verlo, me partió la nariz tan
rápidamente que mis colegas no pudieron parar el golpe.
Mi novia jamás dijo un
“te lo dije”. Laura era la normalidad, hacía que todo pareciera fácil, no
permitía que nadie me tratara como si fuera un inútil, alentaba mi
independencia.
Fuimos dichosos hasta el final. Su final. Ahora, sin ella, soy un
hombre ciego y cojo.
Isabel Caballero