Hace tanto que están entre nosotros que la
memoria se difumina, salvo el recuerdo de aquel fatídico día en el que
infinidad de naves oscurecieron el cielo haciendo saltar todas las alarmas.
¿Cómo olvidar aquel domingo de octubre del 2021?
Podaba el seto de separación con el jardín colindante, mi vecino hacía lo mismo
por su lado mientras charlábamos sobre la liga.
—¿Qué tal si vemos el partido en mi casa?,
estaremos tranquilos, Carmen y los niños saldrán esta tarde.
—De acuerdo —contestó —. Me toca llevar
las birras.
Estaba a punto de recordarle que le había
prestado el taladro desde hacía varias semanas, cuándo, de pronto, el jardín se
ensombreció.
—¡Vaya!, parece que tendremos un buen
chaparrón.
Miré hacia arriba y vi el cielo plagado de
enormes esferas. Intenté dar un grito de alarma a mis dos hijos; jugaban en la
piscina ajenos a lo que estaba ocurriendo por encima de nuestras cabezas. De mi
garganta no salió ningún sonido. Quienes logramos sobrevivir supimos, años más
tardes, que ningún tipo de armas afectaba a los objetos volantes inmunes a
cualquier ataque.
De lo que sucedió después solo guardo
imágenes inconexas: cientos de ciudadanos salimos obedientes a la calle,
autómatas alineados por sexo respondiendo a una consigna. Los niños con sus
madres. En silencio, como todos, nos dirigimos hacia una explanada en las
afueras del pueblo dónde confluían oleadas de personas desde diversas
direcciones, todas ellas ordenadamente catalogadas. Una vez allí nos separamos
formando nuevas filas. No fui consciente de nada más hasta encontrarnos en una
amplia sala de luz artificial.
Al despertar del extraño letargo me
pregunté angustiado dónde y cómo estarían mi mujer y mis hijos. Lloré de temor
e incertidumbre hasta el agotamiento. Otros también lo hicieron. Alguien del
grupo abrió una puerta que a su vez daba a otro receptáculo de forma circular
exacto a los otros seis anexos. En el
medio de ellos, un espacio heptagonal al aire libre. Al mirar a lo alto vimos
que las esféricas naves seguían copando el cielo. Miedo es una palabra escasa
para definir el terror.
¡Ha pasado tanto tiempo! Salvo los
intervalos para comer, descansar, asearnos y hacer ejercicio, el resto de las
horas escribíamos…, escribimos. ¿Con qué propósito?, aún lo desconocía. De los siete
compañeros originales solo quedo yo. Escritores nuevos se han ido alternando en
nuestras asépticas guaridas, algunos tan jóvenes que carecían de memoria de la
vida anterior, con escasas vivencias que aportar a la creatividad literaria.
Más valdría que hubieran captado a cien chimpancés aporreando al azar un teclado.
Un poeta versado en varias expresiones
artísticas fue rotando entre grupos de pintores y músicos hasta llegar, hace
unos meses, a nuestro módulo. Contó que somos una granja de respiradores
humanos.
—Aunque parezca una locura tenéis que creerme.
El intercambio de oxígeno efectuado en los alvéolos pulmonares es el alimento
de estos seres.
—¿Simple dióxido de carbono…?, y ¿por qué el
nuestro es distinto al del resto de la humanidad? —pregunté asombrado.
—Son gourmets, sibaritas a la búsqueda de la
excelencia del CO2 con una alta apetencia
del dióxido expelido por escritores en
cualquiera de sus registros: novelistas, dramaturgos, ensayistas, poetas… Aprecian nuestras exhalaciones por encima de cualquier otra
manifestación artística. Nos obligan a crear para degustar lo que espiramos
mientras lo hagamos en clave creativa. Lo denominan “proceso de sublimación”.
—Todos somos varones. ¿Dónde están ellas?,
¿y los niños? —pregunté con vaga esperanza de encontrar a mi familia.
—¿Niños?, solo he visto adultos.
Desconozco dónde los tienen, imagino que adiestrándolos para el reemplazo. La
despensa del futuro en el caso de que manifiesten alguna tendencia artística.
Del resto supongo que se habrán deshecho de ellos.
Al notar mi tristeza añadió que existía la
posibilidad de que tuvieran en cuenta los genes.
—Si se trasmite el color de ojos, puede
que la sensibilidad artística, además de cultivarla, tengan un componente
genético.
—¿Has visto a las mujeres…? —volví a preguntar.
—Las hembras tienen otra esencia diferente
a la nuestra, de mayor calidad sensitiva. ¿No te han permitido cruzarte con ellas?, pretenden perpetuar la especie por el método natural para no desvirtuarla. Al parecer, las relaciones emotivas, si quieres puedes llamarlo amor,
interfieren en el proceso respiratorio alterando los resultados finales al
unirse ambos dióxidos. Hablando en términos de degustación, no hacen buen
maridaje, salvo para los cruces reglamentados —ironizó con cierta amargura.
—¿Es cierto que has logrado ver a esos…
seres?, dime…, ¿cómo son?
—Tan similares a los humanos que no
distinguirías la diferencia, excepto porque
no se comunican con nosotros. ¿Acaso tú hablarías con un solomillo o con una
lechuga?
Negué con la cabeza.
—Cada vez somos menos los humanos con
espíritu creativo, simples herramientas al servicio de dioses comensales.
Cuando los glotones acaben con nosotros habrán agotado su alimento esencial,
entonces se marcharán a la búsqueda del dorado en otros planetas en condiciones
similares.
Cuando
pienso en la muerte, en mi muerte, una descarga artificial de serotonina, el
summum soma de la dicha, me insufla el deseo de escribir sobre mundos felices,
tramas edulcoradas de sublimados finales. Sin el chute de endorfinas nada me
mueve a escribir, ni siquiera como desahogo existencialista. Dada mi baja productividad, imagino que
“ellos” evaluarán mi existencia. Pronto
dejaré de espirar dióxido exquisito de alta calidad. Mi respiración sabrá a
bazofia, tendrán que buscarse otro menú más sabroso.
Se acerca el final, espero no
confundir deseo con certeza.
Isabel Caballero