Un corto cuento algo mágico
Aquel día empezó mal. Me caí de la bici, y para que mi
madre no me regañara por romperme el vestido, fui cojeando apoyada en el hombro
de mi amiga hasta su casa. Valentina pensó que, al ser su padre veterinario,
entendería de piernas aunque fuera la de una niña humana.
—Cariño, hay que coserte un par de
puntos.
—¿Eso duele? —pregunté asustada.
—Apenas los sentirás. ¿Sabes?, te voy a
regalar un talismán. Una rosa del desierto.
—¿Qué es un talismán?
—Un amuleto, tiene poderes. Si lo sujetas
con las dos manos mientras te curo no te dolerá nada o casi nada.
—¡Ay... pincha!
—Y tanto que pincha, puede cortar hasta
las ruedas de los neumáticos de los todo terreno cuando viajan por el desierto,
y a la misma vez, es blanda.
—¿Cómo puede ser una cosa dura y blanda
al mismo tiempo?
—Ya ves, ahí radica la magia de las cosas
mágicas.
—¿De qué está hecha?
—De yeso, agua y arena..., y de años.
No entendí muy bien lo que intentaba explicarme el
padre de Valentina. Para disimular que no lo sabía asentí con la cabeza
varias veces mientras miraba una estantería llena de piedras de colores. Todas
tenían un pequeño letrero con su nombre. La de color verde se llamaba
cuarzo; había otro cuarzo rosa; la pirita era muy brillante con chispas
plateadas; la turmalina, negra; la amatista violeta...
—Si prefieras alguna otra puedes elegir
la que quieras.
De todas ellas la que más me gustaba es
la que tenía entre las manos. No brillaba en la oscuridad, ni se encendía por
dentro cuando le daba la luz. Había que sostenerla con cuidado por si cortaba,
pero, sin duda, la rosa del desierto era la más bonita de todas.
—Por ser tan valiente te pondré unos
polvos mágicos en la herida, ¿vale?
Aunque intenté concentrarme en mi rosa,
por el rabillo del ojo vi como el padre de Valentina preparaba el yodo, unas
gasas, e hilvanaba con un hilo negro una aguja algo curvada más grande que las
de coser. Después me echó un espray en la brecha de la rodilla.
—¿Y ese fuchi fuchi para qué es?, ¿ehh?
—Tiene un nombre muy bonito. Se llama
Cloretilo de Vitulia, si lo deletreas tres veces seguidas mientras miras la
rosa, seguro, ¡segurísimo!, que no te dolerá ni una pizca.
—Clo-re... ¡ay!, se me olvidó lo demás.
—... tilo de Vitulia.
—Clo-re-ti-lo-de-vi-tu-lia-clo-re-ti-lio-de-vi-tu-lia-clo-re...
—Eso es. Bueno, pues ya está.
—¿En serio?, pues no me ha dolido nada.
—Ya te lo dije, niña desconfiada, ¿ves
cómo existe la magia.
—¡Hum...!
428 palabras
Isabel Caballero