domingo, 3 de octubre de 2021

CO2

 





                                                             CO2

 

     Hace tanto que están entre nosotros que la memoria se difumina, salvo el recuerdo de aquel fatídico día en el que infinidad de naves oscurecieron el cielo haciendo saltar todas las alarmas. ¿Cómo olvidar aquel domingo de octubre del  2021?

     Podaba el seto de separación con el jardín colindante, mi vecino hacía lo mismo por su lado mientras charlábamos sobre la liga.

     —¿Qué tal si vemos el partido en mi casa?, estaremos tranquilos, Carmen y los niños saldrán esta tarde.

     —De acuerdo —contestó —. Me toca llevar las birras.

     Estaba a punto de recordarle que le había prestado el taladro desde hacía varias semanas, cuándo, de pronto, el jardín se ensombreció.

     —¡Vaya!, parece que tendremos un buen chaparrón.

     Miré hacia arriba y vi el cielo plagado de enormes esferas. Intenté dar un grito de alarma a mis dos hijos; jugaban en la piscina ajenos a lo que estaba ocurriendo por encima de nuestras cabezas. De mi garganta no salió ningún sonido. Quienes logramos sobrevivir supimos, años más tardes, que ningún tipo de armas afectaba a los objetos volantes inmunes a cualquier ataque.

     De lo que sucedió después solo guardo imágenes inconexas: cientos de ciudadanos salimos obedientes a la calle, autómatas alineados por sexo respondiendo a una consigna. Los niños con sus madres. En silencio, como todos, nos dirigimos hacia una explanada en las afueras del pueblo dónde confluían oleadas de personas desde diversas direcciones, todas ellas ordenadamente catalogadas. Una vez allí nos separamos formando nuevas filas. No fui consciente de nada más hasta encontrarnos en una amplia sala  de luz artificial.

     Al despertar del extraño letargo me pregunté angustiado dónde y cómo estarían mi mujer y mis hijos. Lloré de temor e incertidumbre hasta el agotamiento. Otros también lo hicieron. Alguien del grupo abrió una puerta que a su vez daba a otro receptáculo de forma circular exacto a los otros seis anexos.  En el medio de ellos, un espacio heptagonal al aire libre. Al mirar a lo alto vimos que las esféricas naves seguían copando el cielo. Miedo es una palabra escasa para definir el terror.   

    ¡Ha pasado tanto tiempo! Salvo los intervalos para comer, descansar, asearnos y hacer ejercicio, el resto de las horas escribíamos…, escribimos. ¿Con qué propósito?, aún lo desconocía. De los siete compañeros originales solo quedo yo. Escritores nuevos se han ido alternando en nuestras asépticas guaridas, algunos tan jóvenes que carecían de memoria de la vida anterior, con escasas vivencias que aportar a la creatividad literaria. Más valdría que hubieran captado a cien chimpancés aporreando al azar un teclado.

     Un poeta versado en varias expresiones artísticas fue rotando entre grupos de pintores y músicos hasta llegar, hace unos meses, a nuestro módulo. Contó que somos una granja de respiradores humanos.

     —Aunque parezca una locura tenéis que creerme. El intercambio de oxígeno efectuado en los alvéolos pulmonares es el alimento de estos seres.

     —¿Simple dióxido de carbono…?, y ¿por qué el nuestro es distinto al del resto de la humanidad? —pregunté asombrado.

     —Son gourmets, sibaritas a la búsqueda de la excelencia del  CO2 con una alta apetencia del dióxido expelido por  escritores en cualquiera de sus registros: novelistas, dramaturgos, ensayistas,  poetas… Aprecian nuestras exhalaciones por encima de cualquier otra manifestación artística. Nos obligan a crear para degustar lo que espiramos mientras lo hagamos en clave creativa. Lo denominan “proceso de sublimación”.

     —Todos somos varones. ¿Dónde están ellas?, ¿y los niños? —pregunté con vaga esperanza de encontrar a mi familia.

     —¿Niños?, solo he visto adultos. Desconozco dónde los tienen, imagino que adiestrándolos  para el reemplazo. La despensa del futuro en el caso de que manifiesten alguna tendencia artística. Del resto supongo que se habrán deshecho de ellos.

     Al notar mi tristeza añadió que existía la posibilidad de que tuvieran en cuenta los genes.

     —Si se trasmite el color de ojos, puede que la sensibilidad artística, además de cultivarla, tengan un componente genético.

     —¿Has visto a las mujeres…? —volví a preguntar.

     —Las hembras tienen otra esencia diferente a la nuestra, de mayor calidad sensitiva.  ¿No te han permitido cruzarte con ellas?, pretenden perpetuar la especie  por el método natural para no desvirtuarla.  Al parecer, las relaciones emotivas, si quieres puedes llamarlo amor, interfieren en el proceso respiratorio alterando los resultados finales al unirse ambos dióxidos. Hablando en términos de degustación, no hacen buen maridaje, salvo para los cruces reglamentados —ironizó con cierta amargura.

     —¿Es cierto que has logrado ver a esos… seres?, dime…, ¿cómo son?

     —Tan similares a los humanos que no distinguirías la diferencia, excepto  porque no se comunican con nosotros. ¿Acaso tú hablarías con un solomillo o con una lechuga?  

     Negué con la cabeza.

     —Cada vez somos menos los humanos con espíritu creativo, simples herramientas al servicio de dioses comensales. Cuando los glotones acaben con nosotros habrán agotado su alimento esencial, entonces se marcharán a la búsqueda del dorado en otros planetas en condiciones similares.

    Cuando pienso en la muerte, en mi muerte, una descarga artificial de serotonina, el summum soma de la dicha, me insufla el deseo de escribir sobre mundos felices, tramas edulcoradas de sublimados finales. Sin el chute de endorfinas nada me mueve a escribir, ni siquiera como desahogo existencialista.  Dada mi baja productividad, imagino que “ellos” evaluarán mi existencia.  Pronto dejaré de espirar dióxido exquisito de alta calidad. Mi respiración sabrá a bazofia, tendrán que buscarse otro menú más sabroso.

          Se acerca el final, espero no confundir deseo con certeza.

                                                              

 

                                                                Isabel Caballero