jueves, 15 de diciembre de 2022

Extrañas aves del paraíso

                                                   



                                        Extrañas aves del paraíso

 

 

     Nos encantaba hablar, y aunque casi siempre llegábamos a las mismas conclusiones, no dejaba de ser interesante el acicate de su punto de vista apuntando premisas disparatadas, como la de los  antiguos sofistas de aquellas lejanas épocas de éste nuestro ya casi irrespirable planeta. Dominaba la técnica de la argumentación, y si se lo proponía, echaba por tierra el discurso dialéctico con el que un rato antes estuvimos plenamente de acuerdo. Lo cierto es que su malabarismo retórico era estimulante.

     Los primeros encuentros fueron asépticos  dentro de los parámetros establecidos con toda la aparatología necesaria para estimular nuestra sexualidad. Al principio nunca rebasábamos las fronteras permitidas.

     Racional, vital y divertida,  y hasta no hace demasiado tiempo,  sin un solo gramo de desacato a lo establecido que la apartara de su homologada existencia concebida como androide de compañía y placer.¡Y tan hermosa! Doble piel impermeable a la radiación solar. Sus ojos enfocan con precisión cualquier objeto menudo,  de lejos no ve un carajo, pero, ¿quién  necesita  mirar más allá de nuestras confortables cúpulas protectoras?

     ¡Andrógina era perfecta! O eso creía. Empiezo a sospechar que debe tener alguna fisura en su código de serie 123RF

     Un día me pidió que le acariciase la piel, su verdadera piel.

     — Creí que bajo nuestra  funda solo éramos de…, en fin, ya sabes, de lo que estemos  fabricados los semiandroides por dentro.

     Desenfundó una mano que acercó a mis ojos. Una mano anómala llena de caminitos violetas. Me asusté.

      —¿Nunca has visto tu piel ?, ¿la auténtica?

     —Jamás —contesté —además está prohibido, recuerda que corremos el riesgo de contaminarnos.

     —Antes, mucho antes…, de tus folículos pilosos, de cada uno de los bulbos salía un pelo, y a su lado un receptor sensible al tacto y una glándula sebácea que lo mantenía lubricado y sedoso. Una maravilla.

     —Nuestros antepasados humanos tenían el cuerpo cubierto de vello.  También tuvimos uñas, como los animales.¡Era horrible!

—¡Oh no! Mira cómo se eriza la piel si la acaricias,  ¿lo notas? , y en el centro de nuestro  vientre  algunos tenemos  un pequeño agujero ciego, lo llamaban  ombligo.

—Yo no. ¿No te lo suprimieron cuando te clonaron?

—Soy un ser imperfecto, ya lo sabes —afirmó Androgina.  Su   sonrisa me conmueve o me remueve algo que no sé exactamente en qué centímetro del cuerpo colocar.  Andrógina me somete a emociones de carácter intenso, no me refiero a los orgasmos reglamentados, hablo de conmociones, o terremotos.

Desnuda despacio mi muñeca,  antes ha puesto en el reproductor una película del Neandertal donde una mujer mítica de nombre  Gilda se quitaba despacio la piel negra de su brazo, lo llamaban guante, lo agitó  por encima de su roja cabellera  lanzándolo al vacío.

        —En tu muñeca late una arteria a más de 165 pulsaciones por minuto.

     Efectivamente así lo indican mis sensores,  enseguida mi cerebro recrea un plano interno de 96.500 Km. de vasos sanguíneos, más del doble de la circunferencia terrestre, bombeando unos 15.000 litros de sangre, y a la vez que me excito y asusto una frase absurda circula por mi memoria, seguro leída en algún libro arcaico de esos que le gustan a ella: “El hombre es la medida de todas las cosas”.

—El hombre es la medida de todas las cosas —le susurro a Andro.

     También noto  mi propia medida, o desmedida, nunca antes me sentí tan pletórico. Un sexo que amenaza romper la funda protectora. Un sexo coronado de Venus. Las piernas y brazos de  Andrógina, ginoide de última generación,   me envuelven mientras alcanzo el climax  como una tercera piel; parece estar hecha de algodón y sueños, de armiño, de  seda… o puede que de fibra de vidrio reforzado, supracarbono,  neopreno y látex.

 


sábado, 8 de octubre de 2022

El desierto que me habita

 




                                                           




                                                   EL DESIERTO QUE ME HABITA

 

La familia de Alba fue determinante en mi vida. Me acogieron gracias al programa de niños saharauis en Canarias con el fin de alejarnos,  durante los meses del estío, de las condiciones extremas en las que vivíamos en el campamento de refugiados de Tinduf, en Argelia. Solo tenía doce años,  la misma edad que la  única hija del matrimonio. 

     Lo primero que hizo Pino, la sirvienta de confianza de la señora,  fue restregarme la mugre   en  la imponente bañera, la única, hasta entonces,  que había visto en mi vida.

     —¡Pero que niña tan sucia Dios mío de mi vida! ¡Estate quieta, chiquilla del demonio! —farfullaba Pino.

     —Yo no demonio, yo Maimun, no  susia,  siniora Pino,  yo  morena protesté por tanto estropajo arañándome la piel y tantos tirones de peine de mis apretados rizos. 

     Me hicieron reconocimientos  médicos exhaustivos para evaluar mi precaria salud. Baja de hierro, algo de  anemia  y necesitada de mayor graduación en las gafas de culo de botella.  Lo peor fue el martirio del dentista.

     Las  primeras noches dormí con Pino. Acostumbrada a compartir el poco espacio vital de la “hamada” con mi numerosa familia, estar  sola me aterraba. Alba llegaría en unos días  desde el  prestigioso internado galés, "Atlantic College", en el Reino Unido.

      

      —¿Sabes Mimu?...


      —Maimun corregí.


     La señorita estudia en un castillo del siglo... no me acuerdo, pero por lo visto es muy muy viejo. Mira, aquí tengo un papel con una fotografía. Léelo tú, no sé donde he metido las dichosas gafas. 


     Leí en el folleto desplegable que se trataba de un castillo del siglo XII. El colegio se fundó en 1962 con el fin de promover el entendimiento internacional a través de la educación a los jóvenes y hacer que se sintieran empoderados para remarcar una diferencia positiva.

     —¿Y todo eso qué quiere decir?

     —Pues no sé, seniora Pino,  yo no sigura…,  lo de la diferincia no mi gusta.

     Alba me odió nada más verme. Yo estaba vestida con su ropa de anteriores temporadas de su surtido vestidor.  Me miraba de reojo y hablaba tan deprisa con sus padres que apenas lograba comprender lo que decía. Después se encerró en su cuarto dando un portazo.

     Como de costumbre, cené en la cocina. El personal  de servicio  charlaba  con el acento peculiar canario que me costaba comprender. Pino dijo algo parecido a   que no había derecho que trajeran a una pobre criatura para luego pasar de ella. La pobre criatura era yo. Creo que fue el chófer   quien  contestó que la señorita Alba era una consentida y que el señor pensó que era buena idea  que la señorita  fuera consciente de  otras realidades. La otra realidad también era yo.

     —Mi niña, tú no estar triste, nosotros cuidarte —dijo Pino gesticulando mucho  y en voz muy alta, como si yo fuera sorda, dándome un cariñoso  abrazo y hablando como hablan los indios en las películas del oeste. Guardé silencio y  pensé que ellos desconocían que en  Tinduf teníamos televisión, antenas parabólicas,  una escuela con  dos maestras,  un cine al aire libre y algo parecido a un pequeño dispensario médico… y coraje y determinación y armas y  soldados y escritores y poetas. No solo había cabras, camellos  y  arena en Tinduf.

     A los pocos días no le quedó otra que confraternizar conmigo, supongo que obligada por sus padres. Fuimos juntas a un lugar que llamaban club náutico. Pasó de mi como de la mierda. No me quité la ropa porque me daba vergüenza enseñar mi escuálido cuerpo dentro del minúsculo bañador de dos piezas  y además porque no sabía nadar. La piscina inmensa era como un desierto líquido inabarcable   y transparente. Alguien de su grupo tuvo la genial idea de tirarme a ella vestida.

     La inmensidad era azul. La inmensidad era blanca. La inmensidad era luminosa. Cuando abrí los ojos el sol entró a raudales en mis pupilas a la misma vez que salía agua de mis pulmones. La boca de Alba sobre la mía prestándome su aire.

     Luego supe cómo se enfrentó a su pandilla de imbéciles. A partir de entonces  se abanderó como mi hermana de piel.

     Los siguientes veranos fueron distintos. Mientras tanto, nuestras cartas de papel se cruzaban en la franja  que separa las Canarias del Sahara, un cementerio marino de los tantos que se atreven a surcar  por él en precaria situación. Después llegó  el móvil e internet. De vez en cuando funciona internet en Tinduf. Ya saben, no solo hay arena en el Sahara.

     Años más tarde casi todo su entorno se  volvió del revés: sus inquisitoriales padres, el colegio galés, la sociedad caduca… fue un proceso lento pero incisivo. No fue fácil para ninguna de las dos. Ella ha mutado mi concepto del mundo en blanco y negro;  he descubierto el matiz de los grises. Yo he cambiado en ella su escala cromática.  Entre ella y yo no hay color ni  distancia.

     Estudié medicina becada por el gobierno español. Pronto volveré al destierro apátrido al que nos  tienen condenados. Quiero y deseo  ser útil.  Ella es reportera gráfica  y hace unas fotos de la leche. Viaja por el mundo y el mundo por ella. De vez en cuando nos encontramos y entonces  nuestros  universos se detienen.

     No solo habita el desierto en mí,  también el desierto, aunque sea amarillo, tiene tatuado en su sinuosa anatomía el nombre de Alba.






                                                                         Isabel Caballero
                                                                         890 palabras

                                                                                    

sábado, 10 de septiembre de 2022

                                                         El Infierno son los otros




Una mujer libre es justo lo contrario a una mujer fácil,  y en oposición al lema libertario me juzgan los jorobados nocturnos, quienes habitan la mente del censor, hipócritas revestidos de apología expertos en reducir la esencia femenina.

    Sin duda, el infierno son los otros.








Nota.- He utilizado  el título de “El infierno son los otros” de Jean Paul Sartre y una de las tantas citas  categórica y feministas  de Simone de Beauvoir, una pareja peculiar de existencialistas que se juraron amor eterno y máxima libertad.

        

viernes, 8 de abril de 2022

Agencia Halcón

 








  A pesar del tiempo  que ha pasado, conservo en mi memoria el recuerdo de aquella época de acné, adrenalina, y de  la envidia  que sentía por Jacques, el hijo del francés administrador del Club Mediterráneo de Alhucemas. Jacques nunca se ensuciaba las manos, peligraba el puesto de su padre, para eso estaba su segundo,   “el gordo”,  quien se encargaba de suministrar los cigarrillos de haxis, revistas pornográficas, y dejarnos entrar en el Club por la puerta de atrás por un módico precio. Los que se pasaban de rosca ya  habían probado su fuerza bruta.

  En el 56, tras  la anexión del protectorado a Marruecos,  muchas familias españolas se marcharon  de Villa Sanjurjo, cómo solíamos llamar a Alhucemas los que vivimos tantos años allí. Un nutrido grupo de españoles que tenían negocios en esas tierras, aguantaron  unos años más; entre ellos Jacques y nuestra familia. Yo tenía veinte cuando me fui. A nuestro regreso a la península  nos encontramos con una España pacata y moralista, duro de llevar sobre todo para nosotros, los jóvenes criados   en el  ambiente más libre de la colonia aunque fuera  plaza militar. Al principio nos escribíamos cartas desde los diversos puntos de España que se fueron espaciando con el tiempo. Perdí la pista de Jacques y de  tantos otros, hasta que, hace unas semanas, acudí a la agencia de un detective recomendado por un amigo policía. Fue toda una sorpresa encontrarme con él y con el gordo de ayudante.

  Antes de entrar en materia sobre mi problema estuvimos recordando viejos tiempos: el Club Mediterráneo, el   cine viejo, el bar del Cocodrilo,   la dulcería del negro, la plaza  Florido, el peñón anclado en mitad de la bahía, el tremendo vendaval del 49 que destrozó el espigón de la   playa del Quemado…

  —¿Sabes por qué la llamaban así… la del Quemado?

  Ante mi negativa me contó que cuando se despeñaba algún animal por el  acantilado que pendía sobre la cala, lo solían quemar en la cueva grande.

  —¿Recuerdas las cuevas…?

  —¡Claro! —respondí —. Allí es donde intentábamos tirarnos a las chavalas, sobre todo a las francesas.

  —¡Oh mon Dieu! ¿Te acuerdas de aquellas dos trottoires?, ya sabes, las que hacían la calle,   la Azabache y… ¿cómo se llamaba la otra, la que retiró un brigada legionario…?

  —La Plexiglás. Claro que tú no necesitabas de putas,  te las llevabas de calle a las niñas, sobre todo a las francesitas.

  Jacques seguía siendo un tipo bien parecido, delgado, fibroso, los ojos como dos ranuras rodeadas de finas arrugas desde donde parecía observar todo, casi sospechar. El gordo estaba más gordo; me dio un fuerte abrazo de gorila del que intenté zafarme sin respiración.

  Eché un vistazo a su despacho algo decadente. El poco mobiliario del que disponía, el teléfono negro colgado de la pared, el ventilador que esparcía el humo de los cigarrillos a medio apagar sobre un cenicero repleto de colillas, las láminas de paisajes de diversos lugares del norte de África, las revistas de…

  —¡Coño, Jacques… veo que aún conservas las entregas  del Halcón maltés! Recuerdo que tenías la colección completa de tu padre y que nos las dejabas leer.

  — Por un módico precio —río el gordo con la tremenda barriga temblándole como una gelatina.

  —Solo me quedan tres, las que pude rescatar.  Son muy difíciles de conseguir, valen una fortuna, solo aptas para coleccionistas caprichosos.

  —Te falta una.

  —La tercera se la presté a una apreciada amiga. Ya no me dedico al negocio del alquiler de comics —sonrió tras la vaharada de humo del cigarrillo que sostenía entre los labios.

  —Bueno, cuéntame cómo te va. Por lo visto ahora  te dedicas a resolver crímenes.

  Sonrió de nuevo  y contestó que llevaba a cabo otro tipo de actividades mucho más rutinarias, como bajas laborales fingidas, investigaciones mercantiles, y  sobre todo, infidelidades.

  —Dime… ¿en qué puedo ayudarte? —preguntó haciendo una señal al gordo para que saliera del despacho.

  Le enseñé una fotografía de mi joven esposa. Él la tomó entre sus manos y mirándola atentamente con sus ojos entornados, comentó un «muy guapa». 

  —Estoy convencido de que me engaña.

  Anotó todos los datos que le facilité. DÓnde solía ir mi mujer, o al menos lo que me contaba que hacía.

  —Se ha  matriculado en una academia de francés. Te he apuntado la dirección y el horario. Todos los lugares dónde acude o me cuenta la milonga de que va.

  —¿Y hace progresos?

  —¿Con el francés, dices?, sí, supongo que sí.

  —Sabrás  que ya por fin  se ha despenalizado el adulterio aunque no te puedas divorciar por ahora. Por lo que veo tienes buen pasar. Como no tenéis hijos,  si demostramos infidelidad, no tendrás que pasarle manutención si os separáis.

  —Quiero evidencias, por eso he venido. Lo demás ya es cosa mía.

  Durante varias   semanas, Jacques y el gordo la fotografiaron saliendo de la academia, entrando en la peluquería, merendando con las amigas, yendo de compras… un sinfín de tareas cotidianas  que confirmaron su inocencia. Pagué con generosidad  a Jacques dando  por terminada la investigación.

  Volví a casa aliviado con el mayor ramo de flores que encontré.

  —¿Y esto? —preguntó mi mujer sorprendida.

  La besé en los labios con pasión bajándole las bragas. Lo hicimos a medio vestir sobre  el sofá. Al terminar, recogió la ropa esparcida por el suelo y desarrugó la revista sobre la que estaba tumbada.   En la portada, y en francés, la tercera entrega del Halcón Maltés.

 

                                


                                   900 palabras

                                 Isabel Caballero

 


viernes, 18 de marzo de 2022

Un cadáver en el ascensor

 



Segundo y último aporte. Esta vez me he inspirado en el magnífico micro  "JUSTO A TIEMPO" nº 28  de la compañera Matilde, y con el mismo título que la propuesta del nuestro amigo David "Un cadáver en el ascensor"


    —Buenos días —saludó  el joven  mirando de reojo la estola de piel del pobre animal con ojos de cristal y pequeñas garras  que tenía  la anciana rodeando su cuello. —¿Piso?

    —Diez. ¿No deberías  subir por las escaleras, chico? A los repartidores y personal de servicio no deberían permitirle  el uso del elevador. Tiene casi dos siglos, es  una reliquia.

    —No he visto ningún aviso que lo prohíba.

    —Ni animales ni repartidores, y no necesariamente en ese orden.

    —Si los perros y sus dueños son educados no veo el problema.

    —¡Ni hablar!, el dichoso gato de una vecina arañó el  asiento de terciopelo, ¿no lo ves rasgado por ese lado? —señaló la anciana elevando la voz.

    —Cálmese señora.

    —Si mi marido viviera sabría ponerte en tu sitio. Seguro que además eres rojo... porque tú no crees en Dios ¿eh?, ¿EHHH?

    —¡Señora!

    —¿Quién me dice a mi que en ese paquete no llevas una bomba?, en este edificio viven muchos militares y gente de orden. ¡ANARQUISTA! ¡ATEO! —chilló la anciana  enarbolando un dedo delante de la cara del joven.

    Por un momento, el repartidor imaginó lanzar una patada a la nuez de la mujer a ver si de una puta vez se callaba la boca.

    Undécimo piso, parpadea la luz del ascensor. La anciana sale de él recolocándose  su estola.

    Una pareja encuentra al repartidor muerto en el ascensor. Le faltan los ojos. Tiene la cara plagada de pequeñas mordidas, como si una alimaña lo hubiera atacado.




                                                                                   246 palabras
                                                                                Isabel Caballero

miércoles, 16 de marzo de 2022

Nota Falsa

 





                                                                   NOTA FALSA


     Las poleas oxidadas del ascensor de cancela de hierro avisaban de la llegada del profesor de violín. Me tocaba con la misma pasión que a su instrumento meciéndose sobre las puntas de los pies a ritmo de Paganini, con los ojos cerrados y las alas abiertas.  Cuando yacía conmigo estaba prohibido cualquier clase  de perfume que disfrazara mi fragancia de mujer, porque le encantaba oler mi excitación, meter su nariz en el hueco de mi cuello, en mis axilas, en los pliegues de mi cuerpo, hasta que mi sexo reclamaba un ven aquí ya. ¡Ya!

     A mis hijos  no les hacía ninguna gracia que el virtuoso pasara tantas horas con su madre. Cuando les conté que se quedaría a vivir conmigo se enfadaron.

     —¡A vivir de ti!, ¿pero no te das cuenta de qué es un aprovechado? —se enfadó el mayor.

     —Y quince años más joven que tú, mamá —soltó mi hija,  la empoderada, la que se sabe de memoria el manifiesto surrealista y los dineros que tengo en el banco, que no son pocos.

     El portero puso una nota avisando que el ascensor estaría unos días inoperativo, y que pronto vendrían a hacerle una revisión a fondo.

     A mí  ya  me da igual como suene el jodido ascensor asmático. A mí ya todo me da lo mismo desde que mi cariñoso profesor no viene a verme.

     Cuando el operario encontró su cuerpo, mis  hijos  se miraron entre ellos. Un  gesto apenas perceptible, una leve nota falsa de violín.

  



                                   Isabel Caballero

                                    250 palabras


lunes, 7 de febrero de 2022

El cristal de la pasión

                                                         
                                                                       EL CRISTAL DE LA PASIÓN 


     La deseo cuándo la observo dormida…, la mano que no cubre el edredón abierta como una flor, los labios sin apretar, su larga melena una sombra espesa sobre la almohada. Intento estar lo más quieto posible para no despertarla. Sé que cuando recobre su ser la silente que duerme a mi lado volverá a ser la gélida mujer que espanta mis anhelos. 

     Ya despierta, es meticulosa y organizada, al contrario que yo;  según ella, soy un ab-so-lu-to desastre, lo pronuncia así, separando las sílabas para dar mayor énfasis a mi incapacidad para la practicidad y el orden. Suele dejarme notas en lugares visibles para que no olvide nada: “Cita con el urólogo, lunes a las 10.15”. “Nuestro aniversario, viernes 13”. Y a ver que le regalo…, esa es otra. 

     Pedí consejo a su mejor amiga. Me explicó que, desde la erupción, el cristal de olivino era tendencia. «Seguro que le encantará», afirmó recomendándome una joyería de confianza. Pensé que con la olivina pasaría lo mismo que con el madero de la cruz de Cristo, que hay miles de trozos repartidos por esos mundos de Dios. 

     —A ver si nos van a meter gato por liebre, una circonita inyectada de substancia química verde… 

    —¿Ahora eres experto en gemas? —interrumpió molesta por mi desconfianza. 

   —¡Claro que no!, pero si aún está prohibido recoger minerales magmáticos en las cercanías de la boca del volcán, todavía humeante,  ya me dirás de dónde sacan la jodida olivina. 

    —Te cuento, por si no lo sabías, que el cristal de olivino proporciona apoyo en momentos difíciles, de depresión o decaimiento del ánimo, además potencia la sexualidad —explicó la esotérica amiga de mi mujer pasando ampliamente de mi razonamiento. 

      —Y es una piedra muy bonita, preciosa —añadió.

      —Semipreciosa —precisé. 

    Pensé que mi mujer había comentado con ella sobre nuestros problemas en la cama. Más que pesarme los casi veinte años que le saco, alimenta nuestro mutuo declive lo predecible que somos, el hastío y la monotonía que arrastramos. Y encima lo hacemos cada vez menos. La culpa es mía,  me vengo abajo a la mínima de cambio. No puedo con la presión, cómo si se tratara de cumplir un i-ne-lu-di-ble deber a pesar de la puesta en escena mensual. Suele ser en viernes: cena para dos alternando  uno de los tres o cuatro restaurantes de siempre, y una conversación que decae pese al esfuerzo mutuo y a los efluvios del costoso caldo que le gusta más a ella que a mí. Yo con un par de birras voy más que servido; por lo visto es de mal gusto maridar cerveza con la propuesta gastronómica del chef de turno, así que me proveo de protector estomacal para la acidez que me produce el vino que pruebo con precaución a pequeños sorbos.

  Me gustaba más aquella muchacha provinciana de los comienzos, sencilla y espontánea, que admiraba embelesada a este escritorzuelo de segundo rango ya olvidado por las editoriales de prestigio. La primera vez que vio una fotografía mía en la contraportada de uno de mis libros, sus ojos glaucos brillaron tanto como en el instante de abrir su regalo de aniversario: un colgante de olivina de destellos oliváceos. Ella me regaló una muñequera de cuero con dos piedras de cristal de olivino. La etiqueta aseguraba que el material del que estaba hecho solo existía en Marte, Júpiter y en el corazón de los volcanes. Se ve que su mejor amiga tiene comisión en la joyería. 

    Tomamos una habitación en el mismo hotel del restaurante. La conozco bien: una ceja más alta que la otra denotaba desconfianza en el resultado de la coyunta. Pero no esta vez. Esta bendita vez, no. 

     Me susurra palabras cariñosas mezcladas con otras vulgares que, además de excitarme, más bien parecen zanahorias para que el burro corra tras ellas. El burro soy yo. Y el caballo de monta porque me puse como me puse. Sus ojos irradiaban fulgores verdes, iluminaban la media penumbra del dormitorio como dos gemas resplandecientes. Nunca la había sentido tan exultante. Su incendio me encendió. Durante horas la cama sufrió tremores ahuyentando mis antiguos temores. Un torrente de esperma cubrió a mi mujer casi ahogándola en un sudario blanquecino; se derramó por los bordes de la cama, discurrió por la terraza asomada al océano. Al contacto del batallón de espermatozoides con el agua salada del mar, se elevaron inmensas columnas de vapor con partículas de dopamina y moléculas mixturadas de fructuosa y aminoácidos alocados. Los efluvios entraron por los resquicios de las ventanas y puertas, se colaron en los dormitorios de los ciudadanos, impregnaron las pituitarias de las vecinas y vecinos en edad de procrear, igualando al concejal y a la portera, a la directora del banco y al panadero, al presidente de la comunidad y al ocupa, al de al lado y al de enfrente; todos rasados por las mismas ansias de placer. Solos, en parejas, en grupos, o en comunidad, se unieron en un festival de sexo que duró hasta que las nubes venusianas se dispersaron, dejando tras sí a hombres y mujeres agotados y satisfechos de la batalla pasional que aconteció, como un milagro, a las faldas del volcán que antaño vomitara el verde regalo del cristal de la pasión.