martes, 28 de junio de 2016

Los contadores de estrellas


                         


                                              Los contadores de estrellas

     Desde hace un tiempo nuestra hija no para de hablar de Zakir, su profesor de música. Verla tan entusiasmada es una novedad, porque Andrea es una niña silenciosa con una mirada seria de ojos claros que nunca se posan en los nuestros: dos lagos vacíos; sin embargo, de un solo vistazo puede contar todos los libros de una estantería, las rayas de la camisa de su padre, o las hojas de los geranios del patio. Lo cuenta  todo.
     De camino al colegio cuenta los semáforos, los pasos de cebras, los carteles de señalización, los coches con los que nos cruzamos. Ordena los colores por gamas y matices,  las diversas tonalidades cromáticas integradas en el color primario al que pertenece.
     Por recomendación de su neurólogo apuntaba en la “libreta de Andrea” todo lo que contaba mi hija.  Para nuestra sorpresa, y como ejemplo el  tanteo de los coches, sus pautas y variables, los médicos hicieron un esquema con mis apuntes, un plano de colores y tempos. Se observó que el cómputo guardaba un orden de frecuencias que, desarrollado a lo largo de varios meses, resultaba que Andrea hacía operaciones matemáticas secuenciales absolutamente exactas, algo de lo que no nos habíamos percatado hasta que lo vimos desarrollado en los gráficos.
     Nuestra hija tiene el síndrome de Asperger.
     A Andrea le cuesta sonreír. Algunas veces, pocas, hace el gesto torciendo una parte del labio hacia arriba, una mueca asimétrica que a nosotros nos hace muy feliz porque sabemos que intenta algo parecido a una sonrisa. Es alumna sobresaliente en matemáticas, lleva con dificultad la lengua, campeona de ajedrez, y ahora cuenta estrellas y tiene una banda de música.
     Zakir entiende muy bien a estos niños ensimismados, extrañas aves del paraíso, los llama él. Tres tardes por semana tocan los bongós, las tablas, panderetas y tambores. Seis niños y dos niñas. Zakir dice que es muy fácil trabajar con ellos.
    — ¡Eh Andrea!, tú tienes que dar diez golpes siempre a éste ritmo, tú también Marta —marca el ritmo Zakir —y tú Pablito, cinco, cuentas otros cinco y te paras, y otra vez otros cinco golpes —Daniel y Claudio tienen que hacer este sonido bajito todo el rato con la punta de los dedos, así: —les enseña cómo, y entre todos hacen música. Aún no ha conseguido que alguno de ellos improvise, pero no pierde la esperanza.
     Siempre que puede se lleva a su banda a una loma a las afueras de la ciudad, y allá en lo alto, las noches despejadas, que son muchas por estas latitudes, los niños tocan sus instrumentos y cuentan estrellas durante un largo rato. Cuando se cansan les dice Zakir, vamos a casa y no contemos ningún objeto más, porque si no se nos irán las fuerzas para tocar la música y contar los millones de estrellas que aún nos quedan por contar.
     La otra noche, a su vuelta, le preguntamos a Andrea que cuantas estrellas contó, y nos dijo que ninguna, que ésta vez solo las miraron. Así que ahora mi libreta tiene unos pocos números menos, y Zakir, que es friolero, unas cuantas prendas más de abrigo de todos los colores: chalecos, rebecas, jerseys, guantes y bufandas, que las madres y abuelas de sus alumnos tejemos de mil amores, porque Zakir emigró desde un lugar muy cálido de la India y no se acostumbra a las húmedas noches isleñas plagadas de estrellas.