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sábado, 3 de octubre de 2020

¡BANG!

 

                            Ilustración de Jordi Bernet para “1280 ALMAS”





                                                       ¡BANG!


   Jim, un joven ingeniero de Oklahoma, vivió en nuestra casa durante varios meses. El trabajo de su equipo consistía en montar la cinta transportadora de 100 km de longitud desde el yacimiento de fosfato hasta la costa. Mi padre, topógrafo durante una década en dicha mina, nos contaba entusiasmado que se trataba de los mayores filones de tales características hasta ahora descubiertos.


  —La capa de mineral tiene un grosor de 5 m y unos 3.70 de profundidad. 


   —¿Y eso es bueno?


   —Claro, hijo, facilita su extracción.  Se estima que las reservas son de, aproximadamente, 1700 millones de toneladas. ¿No es así Jim? —preguntó al americano, quien añadió que la franja tenía de largo 84 km  


  La empresa Fosbucráa pagaba bien, más un plus por determinadas cotas de extracción y por trabajar en las denominadas por aquel entonces: “Provincias Españolas del Sahara Occidental”. El Aaiún, su capital, crecía a un fuerte ritmo demográfico. Resultaba difícil conseguir vivienda, por lo que algunas familias solían hospedar a trabajadores, tanto españoles como extranjeros.  


   A punto de cumplir los diecisiete, hincaba los codos para el examen de reválida de septiembre, y así tener acceso al curso de orientación universitaria.


    El americano me ayudaba con el inglés prestándome sus revistas mensuales llamadas Selecciones Reader's Diggest. Solían llegar con   semanas de retraso; a mí me daba igual que no estuviesen actualizadas.


   Jim dominaba el español salpicado de léxico mexicano.


  —Trabajé un tiempo por allá. Hasta tuve una noviecita que me enseñó lo que sé.


   —¿El español?


   —Y más cosas, cuate —dijo sonriendo.


   En pocas semanas pude traducir el libro que me regaló y que aún conservo: “1280 Almas”. Gracias a él conocí otro tipo de aventuras diferentes a la de   mis lecturas habituales.


   Desde el primer capítulo envidié al scheriff de Potts County: Nick, Nick Corey. El tipo decía de sí mismo que, desde que era un crío, nunca le habían faltado mujeres, que las tías le iban detrás…, se las tenía que quitar de encima a hostias. Yo había visto alguna que otra revista de mujeres desnudas, no muchas, algo de pornografía, y poco más.


   Los domingos y fiestas de guardar asistía a misa con mi familia. Al americano se le excusaba por tener una religión extraña. Dijo ser de confesión presbiteriana. Monseñor, la mayor autoridad eclesiástica de la Misión, nos advirtió que ser protestante en cualquiera de sus facetas, era peor aún que ser ateo.


   Le pregunté si él lo era,  contestó que sí.


   —Ateo y comunista, como Jim Thomson, el autor del pinche libro.


   Desde entonces, el americano se coronó como mi ídolo. Seguro que, sin el cinturón del pecado mortal amarrado a su conciencia, tendría tanta experiencia sexual como el protagonista de mi libro preferido. 


    —I´m a good boy —se excusó riendo.


   —¿Tú… un buen chico?, ¡no jodas!, seguro que te has follado a medio Oklahoma.


   Con él podía permitirme hablar con el descaro que se expresaba el sheriff Nick.


   —¿To fuck… dices? Vale sí, un poco, aunque no tanto. ¿Y cómo llevas tú el asunto?


   —Bueeeno…, unos cuantos morreos, magreo de tetas a un par de chavalas, aunque todas las de aquí pretenden llegar intactas al matrimonio.


   Era mentira, lo de las tetas, pero no quería que Jim pensara que era un pringado.


   —Estás jodido, pendejo.


   Se dio cuenta enseguida de mi ignorancia y se convirtió en mi asesor sexual. Era tan gráfico en sus expresiones, que solo de contarme como había que hacer determinados actos, me excitaba más que todas las fotos guarras compartidas e intercambiadas con mi pandilla de muchachos tan novatos como yo.


   —Procura que se sientan únicas, aunque sean del puto montón.


   —Y decirles que están muy buenas.


  —¡Qué pedo!, ¡pues claro que no!  Diles que son lindas, que te mueres por ellas, escúchalas con atención, disimula que no entiendes una papa de las cosas que largan, y hazte el romántico aunque te importe una mierda esas vainas.


   —Pero… ¿cuándo crees que podré tirármelas?


   —Tranquilo, chico. Son ellas las que te lo indicarán, no con palabras, con actitudes. ¿Aún no sabes distinguir cuando una niña está calentita?


   Gracias a sus iniciáticos consejos empezó a funcionarme el método, al menos con algunas de las muchachas, aunque no terminaba de rematar la faena.


   —La que más me gusta es una que está loca por mi mejor amigo, pero este le ha dado puerta porque se ennovió con otra. Una joven formal, ni la roza, se la reserva para cuando se case.


   —Es el momento justo porque está vulnerable. Necesitará de tu comprensión. Lo tienes a güevo, ¿se dice así?


    —Más o menos.


   —De paso cepíllate a la formalita. Tendrá muchas ganas, y si su novio ni la toca…, eso que te llevas ganado, chico.


    —La respeta.


    —¿Ahorita te vas a rajar, güey?


   —¡Un colega es un colega! —protesté.


   —¿Qué haría en tu lugar Nick Corey?


   —Seguro que cargarse al amigo y tirarse a la novia —contesté.


   —¡BANG! — .Imitó el sonido de un tiro y el gesto de disparar con el índice; lo completó soplándose la punta del dedo.


   En poco tiempo me gané merecida fama de cabronazo entre los chicos y de encantador tunante con las nenas. Un malote en toda regla.


   Fue el mejor verano de mi vida. Lo peor vino después, el cabreo y castigo de mi padre por suspender la reválida a pesa del dominio del inglés; eso sí, con un acento medio gringo que te cagas.
 

 

                                                             900 palabras

                                                           Isabel Caballero

 

 


 

 


viernes, 25 de octubre de 2019

Cartas a un niño sobre Francisco Franco



   Cuando era joven, por imperativo paterno y con el fin de que fuera tomando contacto con la dinámica de la empresa familiar, pasaba en nuestra imprenta la mayor parte del tiempo que me dejaba libre la facultad.
   Recuerdo el año en que editamos “Cartas a un niño sobre Francisco Franco”. El autor, marioneta del Régimen, firmaba con orgullo la biografía edulcorada del Generalísimo, Salvador de la Patria. En aquel entonces, no era fácil publicar fuera de la imposición del brazo férreo del Gobierno. Yo odiaba a Franco con toda la fuerza de mi juventud, con el empuje de las nuevas ideas que comenzaban a fraguarse en las universidades españolas en los años 60. Lo imaginaba empuñando una pluma con la que decretaba tantas muertes de paredón o de garrote vil, porque sí, sin paliativos, sin concesiones, aunque la guerra hubiese acabado en el 39.
   “Dedicado a todos los niños españoles”. Mira muchacho: has nacido, y quizá tu padre también, cuando un solo nombre en nuestro país, Francisco Franco, dice tanto como el nombre de la propia España. Voy a contarte la vida del Jefe del Estado español, que es como decir el Jefe de todo lo que vive y se mueve en nuestra Patria.

  Cuando me negué a colaborar con la edición de la biografía,  mi padre puso el grito en el cielo, y como siempre,  discutimos. Mi madre, miedosa del "qué dirán", bajó volando las escaleras de nuestra casa situada en lo alto de la imprenta y exclamó: ¡Ay éste muchacho nos va a matar a disgustos! Si te escucha don Agapito se nos va a caer el pelo. Don Agapito, nuestro vecino, director de un instituto de enseñanza media, impuso en su centro la biografía como libro de texto adicional para la asignatura de Formación del Espíritu Nacional.
  Por la noche, mientras la familia dormía, me resarcía imprimiendo en el hectógrafo octavillas contra el Régimen; cada noche cien sumaban miles al poco tiempo.
 Es posible que muchos de nosotros, jóvenes estudiantes desconcertados y algo torpes, no supiéramos distinguir a Trotski de Lenin, ni en qué consistía con exactitud: “La Causa”. Queríamos hacer algo, lo que fuese. Los conceptos del franquismo se oponían, por norma, a nuestros aún inciertos principios, igual que se oponían a nosotros, jóvenes vanguardistas, las Fuerzas del Orden Público con sus tiros al aire tan frecuentes y certeros que atinaban en pleno corazón…, es lo que tienen las balas perdidas, que mudan su trayectoria por arte de magia. Acudíamos sedientos de reformas a las asambleas, manifestaciones, proyecciones de películas, recitales de música y de admirados poetas:

  Niños del mundo, si cae España… si cae ¡cómo va a quedarse en diez los dientes, en palotes el diptongo, la medalla en llanto!
   Jornadas de actos y jornadas pacatas de amor la mayoría de las veces. Casi todas las compañeras se negaban a abrirse de piernas no fuera que  las desmozaran, guerreras de discursos y tímidas de bragas para adentro. Teníamos que enamorarlas como mi padre enamoró a la suya, y aunque unos años más tarde hubo quema de sostenes fuera de nuestras fronteras, aquí, en ésta España nuestra, Josefa o Paca, por muy camaradas de partido que fuesen, exigían un compromiso en regla antes de la metida de mano o de lo que se terciara, y en eso andábamos, teorizando el amor libre y aguantando el dolor de huevos entre mítines y versos.
   Conocí a los ácratas  en profundidad a la vez que a Lola. Ella fue quien me enseñó la naturalidad en los modos; a guardarnos de los hijos no deseados; a dejarse llevar con la piel y con las entrañas; a entendernos a golpe de versos, de palabras y de actitudes. De ella me sorprendió que no comerciara con su sexo a cambio de una promesa conyugal. Recitábamos a Miguel Hernández,  nos amábamos con Vicente Aleixandre entre sangre a raudales y memorias melancólicas; odiábamos a Franco con la rabia de Neruda y con su misma certeza le auguramos su propio infierno.
  Y claro que editamos la jodida biografía, no quedaba otra.
  Mi amor por Lola se difuminó en la nada, o en la casi nada. Fue ella quien me dejó, nunca he podido ni he querido olvidarla. A mis padres no les gustaba nada la Lola roja y libertaria. Terminé casándome con una mujer muy distinta a ella.
   Hasta hace poco mantuve  la imprenta que fue de mi padre y de mi abuelo, claro que primero vino la transición…, los desnudos desplegables de la página central de las revistas, la aparente apertura y las desilusiones en quienes confiábamos. La cultura "underground" proliferó y contratamos a un dibujante de comic. Editábamos  sin restricciones con publicidad incluida de cualquier producto que el mercado ofrecía, hasta que tuvimos que cerrar la imprenta. El negocio es el negocio.
     

                                                                                      Tara- Isabel Caballero