lunes, 18 de noviembre de 2019

Capoeira







   Rachid es más negro que el fondo del infierno, más listo que cien diablos juntos, le llega a la altura del corazón a Benearo. Ambos son esclavos, propiedad del mismo señor de las Madeiras.
   El gigante lucha con un pie anclado en la tierra. Sortea las piedras y guijarros que le arrojan, los cuchillos y puñales aumentan la apuesta. Se agacha e inclina, baila y muda con rapidez inusitada para alguien de tal tamaño. Ligado un brazo a la espalda y el otro suelto. El aire silba a su lado.
   Vuela su fama de tal modo que es honra del amo, lo alimentan y cuidan tanto como a sus caballos. 
   Rachid le cura las heridas con emplastos de barro y hierbas. Le enseña tácticas y danzas tribales de su tierra africana que aúna con estrategias de capoeira.
   El canario no sabe cómo se llaman sus artes, solo sabe que saltaba los barrancos de su isla como nadie y que era más fuerte que ninguno. 
    —¿Y tú Rachid…, de dónde viniste? 
    —Me apresaron en Tagaos, cabeza del reino de Bu Tata.
   Yo también era un hombre libre.  
   Tiembla el canario con el sonido de una flauta o llora porque el cielo se estrella, o se estremece porque sí. Su ancha nariz perforada por una anilla.
   Muchas mujeres han probado su hombría. Tantas que no abarca a todas. Rachid aprovecha alguna, no quiere que se canse el campeón.
  Frota con esparto trenzado el cuerpo de Benearo, limpia y restriega como una madre agitada que cuida de su enorme retoño. 
   Después se bañan en la poza bajo la higuera refractada y parece que la luz tiñera de verde a un gigante y a su menguada sombra. 
   —Eres como mi  madre. 
   —Una madre canija y negra. 
   Los dos se miran, y entonces, sonríen.



                                              300 palabras
                                            Isabel Caballero