Cuando era joven, por imperativo paterno y con
el fin de que fuera tomando contacto con
la dinámica de la empresa familiar, pasaba en nuestra imprenta la mayor parte del
tiempo que me dejaba libre la facultad.
Recuerdo el año en que editamos “Cartas a un
niño sobre Francisco Franco”. El autor, marioneta del Régimen, firmaba con
orgullo la biografía edulcorada del Generalísimo, Salvador de la Patria. En
aquel entonces, no era fácil publicar fuera de la imposición del brazo férreo
del Gobierno. Yo odiaba a Franco con toda la fuerza de mi juventud, con el
empuje de las nuevas ideas que comenzaban a fraguarse en las universidades
españolas en los años 60. Lo imaginaba empuñando una pluma con la que decretaba
tantas muertes de paredón o de garrote vil, porque sí, sin paliativos, sin
concesiones, aunque la guerra hubiese acabado en el 39.
“Dedicado a todos los niños españoles”. Mira
muchacho: has nacido, y quizá tu padre también, cuando un solo nombre en nuestro
país, Francisco Franco, dice tanto como el nombre de la propia España.
Voy a contarte la vida del Jefe del Estado español, que es como decir el Jefe
de todo lo que vive y se mueve en nuestra Patria.
Cuando me negué a colaborar con la edición de la biografía, mi padre puso el grito en el cielo, y como siempre, discutimos. Mi madre, miedosa del "qué dirán", bajó volando las escaleras de nuestra casa situada en lo alto de la imprenta y exclamó: ¡Ay éste muchacho nos va a matar a disgustos! Si te escucha don Agapito se nos va a caer el pelo. Don Agapito, nuestro vecino, director de un instituto de enseñanza media, impuso en su centro la biografía como libro de texto adicional para la asignatura de Formación del Espíritu Nacional.
Por la noche, mientras la familia dormía, me resarcía imprimiendo en el
hectógrafo octavillas contra el Régimen; cada noche cien sumaban miles al poco
tiempo.
Es posible que muchos de nosotros, jóvenes
estudiantes desconcertados y algo torpes, no supiéramos distinguir a Trotski de
Lenin, ni en qué consistía con exactitud: “La Causa”. Queríamos hacer algo, lo
que fuese. Los conceptos del franquismo se oponían, por norma, a nuestros aún inciertos principios,
igual que se oponían a nosotros, jóvenes vanguardistas, las Fuerzas del
Orden Público con sus tiros al aire tan frecuentes y certeros que atinaban en
pleno corazón…, es lo que tienen las balas perdidas, que mudan su trayectoria
por arte de magia. Acudíamos sedientos de reformas a las asambleas,
manifestaciones, proyecciones de películas, recitales de música y de admirados
poetas:
Niños del mundo, si cae España… si cae ¡cómo va a quedarse en diez los dientes, en palotes el diptongo, la medalla en llanto!
Niños del mundo, si cae España… si cae ¡cómo va a quedarse en diez los dientes, en palotes el diptongo, la medalla en llanto!
Jornadas de actos y jornadas pacatas de amor
la mayoría de las veces. Casi todas las compañeras se negaban a abrirse de
piernas no fuera que las desmozaran, guerreras de discursos y tímidas de bragas para
adentro. Teníamos que enamorarlas como mi padre enamoró a la suya, y aunque
unos años más tarde hubo quema de sostenes fuera de nuestras fronteras, aquí,
en ésta España nuestra, Josefa o Paca, por muy camaradas de partido que fuesen,
exigían un compromiso en regla antes de la metida de mano o de lo que se
terciara, y en eso andábamos, teorizando el amor libre y aguantando el dolor de
huevos entre mítines y versos.
Conocí a los ácratas en profundidad a la
vez que a Lola. Ella fue quien me enseñó la naturalidad en los modos; a
guardarnos de los hijos no deseados; a dejarse llevar con la piel y con las
entrañas; a entendernos a golpe de versos, de palabras y de actitudes. De ella me
sorprendió que no comerciara con su sexo a cambio de una promesa conyugal.
Recitábamos a Miguel Hernández, nos
amábamos con Vicente Aleixandre entre sangre a raudales y memorias
melancólicas; odiábamos a Franco con la rabia de Neruda y con su misma certeza
le auguramos su propio infierno.
Y claro que editamos la jodida biografía, no quedaba otra.
Mi amor por Lola se difuminó en la nada, o
en la casi nada. Fue ella quien me dejó, nunca he podido ni he querido
olvidarla. A mis padres no les gustaba nada la Lola roja y libertaria. Terminé
casándome con una mujer muy distinta a ella.
Hasta hace poco mantuve la imprenta que fue de mi padre y de mi abuelo, claro
que primero vino la transición…, los desnudos desplegables de la página central
de las revistas, la aparente apertura y las desilusiones en quienes
confiábamos. La cultura "underground" proliferó y contratamos a un
dibujante de comic. Editábamos sin restricciones con publicidad incluida de
cualquier producto que el mercado ofrecía, hasta que tuvimos que cerrar la
imprenta. El negocio es el negocio.