viernes, 25 de octubre de 2019

Cartas a un niño sobre Francisco Franco



   Cuando era joven, por imperativo paterno y con el fin de que fuera tomando contacto con la dinámica de la empresa familiar, pasaba en nuestra imprenta la mayor parte del tiempo que me dejaba libre la facultad.
   Recuerdo el año en que editamos “Cartas a un niño sobre Francisco Franco”. El autor, marioneta del Régimen, firmaba con orgullo la biografía edulcorada del Generalísimo, Salvador de la Patria. En aquel entonces, no era fácil publicar fuera de la imposición del brazo férreo del Gobierno. Yo odiaba a Franco con toda la fuerza de mi juventud, con el empuje de las nuevas ideas que comenzaban a fraguarse en las universidades españolas en los años 60. Lo imaginaba empuñando una pluma con la que decretaba tantas muertes de paredón o de garrote vil, porque sí, sin paliativos, sin concesiones, aunque la guerra hubiese acabado en el 39.
   “Dedicado a todos los niños españoles”. Mira muchacho: has nacido, y quizá tu padre también, cuando un solo nombre en nuestro país, Francisco Franco, dice tanto como el nombre de la propia España. Voy a contarte la vida del Jefe del Estado español, que es como decir el Jefe de todo lo que vive y se mueve en nuestra Patria.

  Cuando me negué a colaborar con la edición de la biografía,  mi padre puso el grito en el cielo, y como siempre,  discutimos. Mi madre, miedosa del "qué dirán", bajó volando las escaleras de nuestra casa situada en lo alto de la imprenta y exclamó: ¡Ay éste muchacho nos va a matar a disgustos! Si te escucha don Agapito se nos va a caer el pelo. Don Agapito, nuestro vecino, director de un instituto de enseñanza media, impuso en su centro la biografía como libro de texto adicional para la asignatura de Formación del Espíritu Nacional.
  Por la noche, mientras la familia dormía, me resarcía imprimiendo en el hectógrafo octavillas contra el Régimen; cada noche cien sumaban miles al poco tiempo.
 Es posible que muchos de nosotros, jóvenes estudiantes desconcertados y algo torpes, no supiéramos distinguir a Trotski de Lenin, ni en qué consistía con exactitud: “La Causa”. Queríamos hacer algo, lo que fuese. Los conceptos del franquismo se oponían, por norma, a nuestros aún inciertos principios, igual que se oponían a nosotros, jóvenes vanguardistas, las Fuerzas del Orden Público con sus tiros al aire tan frecuentes y certeros que atinaban en pleno corazón…, es lo que tienen las balas perdidas, que mudan su trayectoria por arte de magia. Acudíamos sedientos de reformas a las asambleas, manifestaciones, proyecciones de películas, recitales de música y de admirados poetas:

  Niños del mundo, si cae España… si cae ¡cómo va a quedarse en diez los dientes, en palotes el diptongo, la medalla en llanto!
   Jornadas de actos y jornadas pacatas de amor la mayoría de las veces. Casi todas las compañeras se negaban a abrirse de piernas no fuera que  las desmozaran, guerreras de discursos y tímidas de bragas para adentro. Teníamos que enamorarlas como mi padre enamoró a la suya, y aunque unos años más tarde hubo quema de sostenes fuera de nuestras fronteras, aquí, en ésta España nuestra, Josefa o Paca, por muy camaradas de partido que fuesen, exigían un compromiso en regla antes de la metida de mano o de lo que se terciara, y en eso andábamos, teorizando el amor libre y aguantando el dolor de huevos entre mítines y versos.
   Conocí a los ácratas  en profundidad a la vez que a Lola. Ella fue quien me enseñó la naturalidad en los modos; a guardarnos de los hijos no deseados; a dejarse llevar con la piel y con las entrañas; a entendernos a golpe de versos, de palabras y de actitudes. De ella me sorprendió que no comerciara con su sexo a cambio de una promesa conyugal. Recitábamos a Miguel Hernández,  nos amábamos con Vicente Aleixandre entre sangre a raudales y memorias melancólicas; odiábamos a Franco con la rabia de Neruda y con su misma certeza le auguramos su propio infierno.
  Y claro que editamos la jodida biografía, no quedaba otra.
  Mi amor por Lola se difuminó en la nada, o en la casi nada. Fue ella quien me dejó, nunca he podido ni he querido olvidarla. A mis padres no les gustaba nada la Lola roja y libertaria. Terminé casándome con una mujer muy distinta a ella.
   Hasta hace poco mantuve  la imprenta que fue de mi padre y de mi abuelo, claro que primero vino la transición…, los desnudos desplegables de la página central de las revistas, la aparente apertura y las desilusiones en quienes confiábamos. La cultura "underground" proliferó y contratamos a un dibujante de comic. Editábamos  sin restricciones con publicidad incluida de cualquier producto que el mercado ofrecía, hasta que tuvimos que cerrar la imprenta. El negocio es el negocio.
     

                                                                                      Tara- Isabel Caballero

sábado, 19 de octubre de 2019

Soy tu hombre




                                                               

                                                                           Soy tu hombre



    —Si quieres un esclavo, aquí me tienes. Boxearé en el ring que me pidas.
    —¿En serio?
    —Soy tu hombre y tú, mi Diosa.
    —¿Sabes que una vez soñé con Dios?
    —¡Pero si eres atea!
   —No debería extrañarte, en mi familia hay antecedentes... a mi abuela se le apareció la virgen, me lo contó una tarde mientras cosía. Dijo: “Iba vestida de azul sentada sobre una nube, alcánzame las tijeras, niña”.
    —¡Caramba!
    —Tenía un costurero grande de raso pajizo que parecía un poema lorquiano de lo bonito que era y donde había que bucear para encontrar el dedal o la cinta métrica. Mi abuela pronunciaba con la misma naturalidad tijeras que virgen, como si las dos palabras tuvieran la misma composición y estructura.
    —Ven aquí anda, déjate de dioses y de vírgenes, y dime cómo te fue en la prueba.
    —Me cogieron de puerta. Laura dice que tengo que soltarme en el escenario, por algo hay que empezar... ¿Me estás escuchando?, mejor se lo cuento a ella, acaba de llegar. Venga..., duermete un rato.

    —¿Sabes Laura que a mi chico le aburro?, se le cerraron los ojos mientras le contaba lo de la dichosa prueba.
    —¡Qué capullo!
    —Hizo como que escuchaba. Al enfadarme me soltó un “soy tu hombre, muñeca, no te obsesiones. Me intereso en la misma medida por tus caderas que por tus pequeños problemas”
    —La palabra obsesión debería estar prohibida. ¿Somos amigas o no?, cuéntame que tal te fue.
    — Hago de puerta.
    — ¿De puerta? ¡No me jodas!








                                       250 palabras

                                       Tara - Isabel Caballero