sábado, 5 de octubre de 2024

El camino y otras zarandajas

 

   


  


                                                        

La bajada hasta la costa desde la carretera principal  era un camino de tierra apisonada bordeada de tomateros por donde pocas veces circulaban coches,  menos aún la guagua municipal. En ese terreno los muchachos jugaban al futbol con suficiente  antelación para interrumpir el partido si algún vehículo, carreta, burro y hasta rebaños de cabras bajaban por el camino; el desnivel permitía vislumbrar con tiempo para  apartarse entre juramentos y mecagoendiós. 

   Los niños y niñas mezclados en la arena de la playa practicábamos “el  clavo”; un juego de mañas con un clavo grande de unos veinte centímetros  que consistía  en hincarlo sin que la cabeza tocara la arena. Unos pocos adiestrados conseguían hacer un “zapatero”, o sea, todas las artes de un tirón…, desde la  mano,  el codo, los hombros, la cabeza… cada tirada con nombre propio: “la tirolina”, “la  pajarita”, “los cuernos”…

   En las atardecidas, los chicos y chicas que ya no éramos tan niños, casi rozando la frontera de la adolescencia,  o que aparentábamos más, sobre todo las muchachas si nos crecían los pechos a los once o doce, o a las catorce,  jugábamos al pillapilla, a la botella, a decir verdades con la paga de un beso entre los limoneros,  mangos y aguacateros de las fincas de la zona. Allí, bajo uno de esos aromáticos árboles frutales le solté  un “Zuéltame el braso” al muchachillo   de ojos azules y  flequillo tieso, intercambiando la zeta por la ese de lo nerviosa que estaba en  aquel juego mezclado de géneros, (lo llamábamos de otra manera).  Era la primera vez que un chico me sujetaba el brazo,  una excusa para rozarnos la piel, las manos o puede que los senos inexistentes aún. Él se burló  de mi torpeza repitiendo el “zuéltame  el braso”  de  la niña  vergonzosa de  diez años que  no tenía ni una sola falta de ortografía.

   Por imposición paterna me pasé aquel  aburrido  verano haciendo dictados, aritmética, divisiones de varias cifras, historia de aquellla nuestra España única, católica y apostólica  regida con mano firme por un enano prepotente e impotente pese al brazo incorrupto de santa Teresa que obraba milagros salvo en las partes íntima del salvador de nuestra patria. Eso contaban años más tardes.

     Tuvimos que trasladarnos a la capital, un acontecimiento importante el examen de ingreso al bachiller. Conseguí puntuar  ¡un diez y matrícula de honor!  La frase con la que me la gané  era la siguiente: ¡Vaya con el caballo bayo que saltó la valla!, que hay que ser muy hijos de su madre para torcer tanto las elles, las y griegas, las uves y las bes. Yo estaba que no me lo creía.

   Cuando empecé el  bachiller me presentó el mismísimo director como una niña ejemplar lo que me ganó de inmediato  la antipatía de toda la clase, y decidí desde el primer segundo que no quería ser la empollona oficial, así que suspendía aposta aunque me mordiera los labios y cerrara los puños al cometer tropelías con la ortografía, las zetas, las eses y otras zarandajas.  Con el resultado de  la primera evaluación, el señor director convocó a mi progenitor, y aunque en los ojos grises de mi padre vi el brillo apagado de la decepción, estaba decidida a forma parte de la troupe aunque el grupo estuviera compuesto de imbéciles integrales. Es más fácil estar  dentro de un conjunto homologado que siendo la tangente variable fuera de la órbita establecida. Lo pensaba con otras palabras, claro.

   Sí. Me gustaba mucho, pero mucho, el  muchachillo del flequillo tieso y ojos azules. Tiempo más tarde, en aquel ya menos pueblo donde hasta había una pequeña iglesia donde el  chico adorado se casó con su novia, escuché las campanas de boda.  Mientras se casaban,  yo ojeaba y hojeaba las viñetas  y admiraba al increíble Quino y su Mafalda. Pensaba a quien se parecería mi amor platónico e inalcanzable… ¿a Felipe…?, ¿el despistado y soñador quijote siempre enamorado de una quimera?... ¿a Manolito… el gallego comerciante de…?, puede que algo de él tuviera, al menos el padre del recién esposado, dueño de un cafetal que mezclaba los granos de café con garbanzos tostados,   pero él quizás fuera más  Miguelito tan seguro de sí mismo y de su belleza perfecta;  puede que sí, o puede que no, puede que fuera la suma y resta de tantos personajes ficticios que pasaban  por mis ojitos de lectora y consumidora de comics. Puede que mi inexperiencia necesitara referentes de papel, dibujo y letras. Puede que…

   Y muchos años más tarde, muchos más, después de tantos amores interruptus, tantas jodiendas, desacuerdos, placeres, sabores, dolores y alegrías, tanto de todo, tanto tanto… ese chico se apoya ahora en mi brazo. Lo  sostengo con firmeza convencida de que saldremos adelante. Incluso sonrío. Acabamos de salir del neumólogo y del tac que diagnostica unas pequeñas sombras amenazantes en su pulmón derecho. Una  espada de Damocles sobre el futuro incierto. Lo sujeto  y el me sostiene a mí con su flequillo ya blanco, su espalda algo encorvada aunque haga esfuerzos para mantener el tipo, porque no hay nada que nos tumbe, los años solo son números,  nos tumba otras tropelías, otros sinsabores, así que mi braso con ese y su corazón con Zeta mayúscula, sus manos en las mías conforman una historia, un camino recorrido  y por recorrer con las letras del abecedario precisas, o sin ellas.